El sonido de la pluma rasgando el papel era lo único que se escuchaba en la sala de juntas, fría y estéril. Mis manos temblaban, no por el aire acondicionado, sino por la mezcla de dolor y rabia que se arremolinaba en mi pecho. Frente a mí estaba Luis, mi esposo durante cinco años. Mejor dicho, el hombre que dejaría de ser mi esposo en cuanto firmara la última página. No me miraba; tenía la vista clavada en sus zapatos de diseñador, jugando nerviosamente con sus gemelos de oro. A su lado, como una gárgola vestida de Chanel, mi suegra Elvira me observaba con una sonrisa de triunfo apenas disimulada.
—Firma de una vez, niña —dijo Elvira, golpeando la mesa con una uña perfectamente manicurada—. No tenemos todo el día. Luis tiene una cena importante con gente de su nivel, no con muertas de hambre como tú.
Tragué saliva, sintiendo el nudo en la garganta.
—Luis, ¿de verdad vas a hacer esto? —mi voz salió más ronca de lo que esperaba—. Después de todo lo que pasamos, te apoyé cuando tu empresa no era nada. Vendí las joyas de mi abuela para pagar tu primera oficina.
Luis levantó la vista. Vi un destello de culpa, pero fue fugaz, reemplazado por la frialdad que su madre le había inculcado.

—Lo siento, Ana —dijo, con tono ensayado—. Los negocios son los negocios. La empresa está en crisis y necesitamos la fusión con el grupo Montiel. La única condición es que me case con su hija Claudia. Tú eres un lastre, Ana. No tienes apellido, no tienes conexiones. Eres hija de un granjero. No puedes darme el futuro que merezco.
Esas palabras resonaron en mi cabeza. Recordé cuando lo conocí, yo voluntaria en un refugio de animales. Él se enamoró de mi sencillez, de mi origen humilde. Pero nunca le conté toda la verdad: yo quería que alguien me amara por mí, no por mi apellido real.
Está bien, susurré. Bajé la vista al papel. Acuerdo de divorcio. Renuncia de bienes. Me estaban dejando sin nada. La casa, el coche, las cuentas, todo estaba a nombre de Luis o de su empresa. Me iba con la misma maleta vieja con la que llegué. Firmé. Elvira soltó un suspiro de satisfacción y arrebató los papeles antes de que la tinta se secara.
—Por fin nos deshacemos de la mancha en el apellido Linares —exclamó.
Sacó un sobre blanco y lo deslizó hacia mí como si fuera una propina.
—Toma, son 5,000 pesos para que te pagues el autobús a ese pueblo polvoriento de donde saliste. Y no vuelvas. Si te acercas a mi hijo o a su nueva prometida, te haré la vida imposible.
Luis se levantó, arreglándose el traje.
—Adiós, Ana. Espero que encuentres a alguien más adecuado a tu realidad.
Madre e hijo se fueron, dejándome sola. Lo que no sabían era que yo no necesitaba su dinero ni su lástima. Tomé el sobre, lo miré y sonreí. Saqué mi teléfono desechable y lo tiré a la basura. Luego saqué otro, de última generación, encriptado, que no había encendido en cinco años. Marqué un número.
—¿Diga? —contestó una voz grave.
—Papá —dije.
Hubo un silencio cargado de años de distancia.
—Ana, ¿eres tú?
—Soy yo, papá. Tenías razón en todo. Me rompieron el corazón, me humillaron, me echaron a la calle.
Escuché la respiración honda de mi padre, el hombre más temido y respetado del mundo empresarial.
—Dime quiénes son y te prometo que mañana no tendrán ni dónde caerse muertos.
—No, papá. Quiero hacerlo yo, pero necesito tu ayuda. Ven y trae todo: el jet, la seguridad, los socios. Luis Linares celebra su fiesta de compromiso con Claudia Montiel esta noche. Quiero ir a esa fiesta. Quiero ver sus caras cuando se den cuenta de que el granjero del que se burlaron es el dueño del banco que tiene sus hipotecas.
—Estaré ahí en dos horas, princesa. Prepárate. El mundo va a temblar.
Colgué. Me levanté. Ya no era Ana, la esposa sumisa y pobre. Volvía a ser Anastasia Valdemar, y los Linares estaban a punto de descubrir que habían despertado a un dragón.
Salí del edificio. Afuera llovía, pero no me importó. Un coche negro blindado se detuvo frente a mí. El chófer, Roberto, bajó con un paraguas.
—Señorita Anastasia, es bueno tenerla de vuelta.
—Gracias, Roberto. Llévame al hotel. Necesito prepararme.
Las siguientes horas fueron una transformación. Dejé atrás los vestidos de algodón y los zapatos gastados. Mi equipo de estilistas me vistió con un vestido rojo sangre de seda, hecho a medida, más caro que la casa de mi suegra. Diamantes reales brillaban en mi cuello y orejas. Me miré al espejo: ya no era la víctima, era la verdugo.
—Tu padre te espera abajo, mi niña —dijo Nana, mi antigua niñera.
Bajé al vestíbulo. Mi padre estaba allí, imponente, con su bastón de ébano. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su postura era firme.
—Estás hermosa y peligrosa.
—Aprendí del mejor —le respondí, tomándole del brazo.
La fiesta de compromiso de Luis y Claudia era en el salón de cristal del hotel más exclusivo de la ciudad, propiedad de una de las subsidiarias de mi padre. Llegamos en una caravana de autos de lujo. La seguridad intentó detenernos, pero bastó una mirada para que se apartaran.
Entramos justo cuando Luis brindaba. Las puertas se abrieron de par en par, el sonido de mis tacones resonó en el silencio sepulcral. Luis palideció, soltó la copa que se hizo añicos. Elvira se levantó tambaleándose.
—¿Qué haces aquí? ¡Seguridad, saquen a esta loca!
—Nadie me va a sacar, Luis —dije, mi voz letal.
Caminé al centro. Claudia me miró con desprecio, pero vi el miedo en sus ojos al ver mis joyas.
—¿Quién te crees para interrumpir mi fiesta? —chilló Elvira—. Te di 5,000 pesos. ¿Viniste a pedir más?
—Guárdese su dinero, doña Elvira —dije, lanzando el sobre a sus pies—. Lo va a necesitar.
—¿Quién es este viejo? —preguntó Luis, señalando a mi padre.
—Tu padre, el granjero, vino a vender verduras a la fiesta.
Un jadeo recorrió la sala. Algunos reconocieron a mi padre y retrocedieron pálidos. Él dio un paso adelante y golpeó su bastón.
—Sí, soy su padre y trabajo la tierra. Soy dueño de las minas de litio más grandes del hemisferio. De los viñedos que producen el vino que bebes. Y del banco que posee la deuda de tu empresa.
Luis quedó congelado. Montiel, el padre de Claudia, sudaba.
—¿Don Alejandro Valdemar? —preguntó tembloroso.
—Así es, Montiel. Veo que vas a fusionar tu empresa con este individuo. Te sugiero que lo reconsideres, a menos que quieras que Grupo Valdemar retire todas sus inversiones mañana.
Montiel se apartó de Luis inmediatamente.
—La fusión se cancela. No sabía que este imbécil había ofendido a su familia.
Claudia gritó, pero Montiel la mandó callar. Luis vio su futuro desmoronarse. Se giró hacia mí, desesperado.
—Ana, mi amor, espera. No sabía. Yo te amo. Claudia no significa nada. Lo hice por la empresa.
Me reí, fría.
—Hace tres horas me llamaste lastre. Dijiste que no tenía apellido.
—Estaba estresado —intentó acercarse, pero mi guardaespaldas lo bloqueó.
—Ya no eres mi esposo, Luis. Firmaste los papeles. Renunciaste a todo.
Elvira intentó cambiar de táctica, acercándose temblorosa.
—Anita, querida, tú sabes que yo siempre te quise. Solo era dura para que mejoraras.
—Usted me llamó muerta de hambre hace un minuto. La familia es importante, por eso mi padre está aquí para enseñarle qué pasa cuando se meten con un Valdemar.
Mi padre hizo una señal. Su abogado se adelantó con una carpeta.
—Señor Linares, señora Elvira, revisamos sus cuentas. Tienen tres hipotecas vencidas y un préstamo empresarial en default técnico. El banco ejecutará la garantía.
—¿Qué significa eso? —preguntó Elvira, agarrándose el pecho.
—Significa que esta fiesta ha terminado y que cuando vuelvan a su casa encontrarán que las cerraduras han sido cambiadas. La casa es mía, la empresa es mía, el coche es mío.
—No puedes hacernos esto —chilló Luis, cayendo de rodillas.
—Tú me dejaste en la calle, Luis. Me diste 5,000 pesos y me dijiste que me buscara la vida. Te estoy devolviendo el favor.
Me agaché a su altura.
—Te amé, Luis. Te hubiera dado el mundo si hubieras sido leal, pero elegiste el dinero y ahora el dinero te destruye.
Me levanté y me di la vuelta.
—Papá, vámonos. Huele a basura aquí.
Caminamos hacia la salida. Detrás de nosotros, el caos estalló. Luis lloraba en el suelo, Elvira gritaba, los invitados huían. Al salir, sentí una paz que no había sentido en años. La lluvia había parado.
—¿Estás bien, hija? —preguntó mi padre en el coche.
—Sí, papá. Estoy libre.
Epílogo: En los meses siguientes, la ruina de los Linares fue total. Luis intentó demandarme, pero sus abogados renunciaron. Perdió la empresa, ahora absorbida por una de mis subsidiarias. Trabaja como gerente en una tienda de zapatos, ganando el salario mínimo. Elvira vive con una hermana lejana y vende sus bolsos viejos por internet. Claudia se casó con otro empresario, pero el escándalo la persigue.
Yo retomé mi lugar en el mundo. Dirijo la fundación benéfica de mi familia, viajo y aprendí que el amor verdadero no te pide que te hagas pequeña para encajar. A veces, paso por la tienda donde trabaja Luis y lo veo mirar mi coche, arrepentido, sabiendo que perdió un tesoro por bisutería barata.
Gracias por escuchar mi historia. Si sentiste la satisfacción de ver caer a Luis y a su madre y crees que la lealtad vale más que todo el oro del mundo, escribe “Justicia Valdemar” en los comentarios. Y recuerda, nunca juzgues a una esposa por su humildad. Podrías estar firmando tu propia sentencia.
Nos vemos en la próxima historia de Justicia Divina.