En la habitación sin electricidad, dos extraños empiezan a contar sobre las mismas heridas

En la habitación sin electricidad, dos extraños empiezan a contar sobre las mismas heridas

Había una vez, en una noche particularmente oscura, una casa antigua al final de una calle sin luces. Dentro, un cuarto rodeado de muebles antiguos, una ventana que apenas dejaba pasar la luz de la luna, y nada más que la quietud —y de pronto, el silencio absoluto cuando… la electricidad se fue.
Aquel apagón sorprendente dejó a dos personas atrapadas en la penumbra. No se conocían de antes, pero por una extraña coincidencia, ambos habían acudido a aquella casa para resolver un asunto diferente: ella, para recoger una carta que había quedado olvidada en una caja en el ático; él, para instalar un viejo cajón de luz que se negaba a funcionar.
El hombre, con los pasos medidos, se aproximó al interruptor. Intentó dar con la palanca que devolviera la luz, pero no obtuvo resultado. La mujer, sentada en el extremo opuesto del cuarto, sintió un leve escalofrío y se abrazó los brazos. Hubo un instante de vacilación, de intercambio de miradas en la oscuridad, hasta que ella decidió romper el silencio:

—No esperaba que se fuera la luz —dijo ella—. Y menos que alguien más estuviese aquí…
—Yo tampoco —contestó él con voz pausada—. Pero tal vez sea mejor así. En la oscuridad, los secretos tienen menos dónde esconderse.

Y así, en ese cuarto sin electricidad, entre las sombras ligeras que la luna filtraba, comenzaron a hablar. Ella le contó que, hacía unos años, había sido abandonada justo cuando más lo necesitaba. Que había llegado a creer que la soledad era una forma de vida. Él relató que perdió a su hermano en un accidente, dejándolo con una culpa que lo perseguía cada mañana. Descubrieron entonces que, aunque sus heridas parecían distintas, tenían mucho en común: la herida dejada por la ausencia, la angustia de una despedida no resuelta, el temor de continuar cuando la luz se apaga.
Se contaron detalles que nunca habían compartido con nadie. Ella habló de una carta que guardaba en el cajón del escritorio, una carta sin enviar a un viejo amor que nunca volvió. Él habló de que, en el rincón de su habitación, conservaba un reloj detenido al momento exacto en que recibió la llamada fatal. Se dieron cuenta de que ambos cargaban el mismo peso invisible: la espera de una señal que no llegaría, el deseo de cerrar una puerta que se había quedado abierta.
La casa seguía silenciosa, la oscuridad envolvía cada objeto: el sillón gastado, el armario con las puertas entreabiertas, el reloj de pared que funcionaba… pero que ahora, sin luz, parecía ajeno a su propio tic-tac. En ese instante, ella se levantó para abrir la ventana. Un viento calmado ingresó, agitando las cortinas y aportando un murmullo sutil a la conversación. Él la miró, y le ofreció su abrigo. Ella lo aceptó. Hablaron entonces del miedo que tenían al siguiente paso: ella, de mudarse a otra ciudad para comenzar de nuevo; él, de dejar atrás el trabajo que lo ataba a las memorias de su hermano.
Saltó un relámpago afuera, seguido de un trueno suave, y la casa se iluminó por un instante con un resplandor externo antes de volver a la oscuridad. Ambos se sobresaltaron, rieron nerviosamente. Fue entonces que ella confesó:
—Siempre he pensado que soy la única en soportar esta tristeza. Pero ahora, mirándote, me doy cuenta de que no estoy sola.
Él bajó la mirada, luego la alzó:
—Y yo —contestó— siempre creí que nadie más entendería lo que siento. Pero aquí estás tú.

Mientras la noche avanzaba, y cada minuto añadía más profundidad a esa conexión, la oscuridad dejó de ser enemiga. En cambio, se convirtió en aliada. Les permitía hablar sin máscaras, escuchar sin interrupciones, descubrir sin prisas. Ella describió el sueño que una vez tuvo de abrir una librería pequeña en un pueblo costero, y él narró cómo solía construir barcos en miniatura para sentir que aún podría controlar algo, aunque fuera frágil. Sus relatos se entrelazaron. La penuria de sus vidas les mostró una nueva verdad: a veces, dos heridas paralelas pueden sanar juntas.
De pronto, el silencio volvió a tomar el cuarto, pero esta vez era un silencio cargado de promesas. Promesas de valor, de cambio, de movimiento. Ella sostuvo la mano de él, y él apretó la suya suavemente. No dijeron nada más. No fue necesario. Lo esencial ya había sido dicho.
La noche continuó, y la casa permaneció sin electricidad. Pero para ambos, algo se había encendido. Una chispa diminuta, invisible al ojo, pero lo bastante fuerte para iluminar su senda. Esa era la historia de dos extraños en un cuarto a oscuras, compartiendo heridas abiertas y hallando, juntos, un atisbo de esperanza.

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