“Estamos solos… Hagamos lo necesario”, dijo la mujer apache entregada a un ranchero en bromar
La Espina y el Viento
El sol ardía sobre el desierto de Sonora como una brasa incandescente, tiñendo de rojo sangre el horizonte mientras se deslizaba detrás de las sierras. El calor del día aún se aferraba al suelo seco, y el aire parecía vibrar con una energía pesada y sofocante. En el rancho La Espina, propiedad de Don Crisanto Valdés, los vaqueros celebraban el cumpleaños número 45 de su patrón. Las risas y los gritos se mezclaban con el tintineo de botellas de mezcal y el relincho nervioso de los caballos.
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Don Crisanto, un hombre robusto y de bigote canoso, desmontó de su caballo con la botella en la mano, tambaleándose levemente por el efecto del alcohol. Su rostro curtido por el sol y los años de trabajo en el rancho mostraba una mezcla de arrogancia y cansancio. Los hombres, hartos de la monotonía de la frontera, habían planeado lo que consideraban la mejor broma del año: un regalo especial para su patrón.
En el centro del corral, atada con una soga floja al poste de las herraduras, estaba Nayeli. La joven, de apenas 22 años, tenía la piel morena como el tronco del mezquite y unos ojos negros que parecían dos obsidianas afiladas. Vestía un huipil raído y unas botas de cuero de venado, que claramente no eran suyas, sino el botín de algún soldado muerto. Pero lo que más llamaba la atención no era su aspecto, sino su expresión. No lloraba, no suplicaba, ni siquiera parecía asustada. Sus ojos miraban a los vaqueros con una calma inquietante, como si supiera algo que ellos no.
—¡Miren nomás qué belleza nos trajeron! —gritó Don Crisanto, levantando su botella mientras los demás reían y aplaudían.
Los vaqueros la habían capturado en una ranchería apache cerca del río Bavispe. Según ellos, era un regalo para su patrón, un hombre viudo desde hacía tres años.
—Usted necesita una mujer que aguante el desierto, patrón —dijo Refugio, el capataz del rancho, un hombre de rostro endurecido y una cicatriz que le cruzaba la mejilla.
Don Crisanto se acercó a Nayeli, tambaleándose ligeramente. La miró de arriba abajo con una sonrisa torcida.
—Vaya, muchachos, sí que me conocen bien.
Nayeli no entendía todo lo que decían en español, pero entendía las risas, las miradas, y lo que significaban. Había sido arrancada de su gente como quien arranca un cactus del suelo para adornar una mesa. Refugio se acercó y le soltó la soga que la ataba al poste.
—Anda, india, la casa grande está allá. Lávate, cocina y no hagas corajes. Aquí mandamos nosotros.
Nayeli no dijo nada. Caminó descalza sobre las espinas del corral con la cabeza en alto, sin mostrar el menor rastro de dolor. Los vaqueros, sorprendidos por su actitud, se callaron por un momento, pero pronto volvieron a reír y a beber.
Esa noche, mientras Don Crisanto dormía profundamente en la casa grande con la puerta abierta por el calor, Nayeli se levantó del cuarto de herramientas donde la habían dejado dormir sobre costales de maíz. Tomó un cuchillo de desollar, lo miró por un momento, y luego lo guardó. Salió al corral, donde los caballos relinchaban nerviosos en la penumbra.

Se acercó al potro negro de Don Crisanto, un animal salvaje que nadie había logrado domar. Le habló en apache, con una voz suave pero firme. El potro, que normalmente atacaba a cualquiera que se le acercara, bajó la cabeza. Nayeli le acarició el cuello, susurrándole palabras en su lengua. Luego, sin hacer ruido, cortó las riendas de todos los caballos del rancho y los dejó libres. Uno a uno, los caballos desaparecieron en la oscuridad del desierto.
Cuando el sol se alzó sobre el horizonte, el rancho era un caos. Los caballos habían huido, y los vaqueros corrían de un lado a otro maldiciendo y tratando de organizarse. Don Crisanto, con una resaca terrible, salió al corral gritando órdenes.
—¡Esa maldita india! ¡La voy a matar!
Pero Nayeli ya no estaba. Se había llevado solo una cantimplora, un morral con tortillas y el cuchillo de desollar, y había comenzado a caminar hacia el norte, hacia las sierras donde su clan se escondía desde que los soldados mexicanos quemaron su aldea.
No llegó lejos. Dos horas después, Don Crisanto y cuatro de sus vaqueros la alcanzaron. La rodearon con sus caballos, mirándola con una mezcla de burla y desprecio.
—¿Te crees muy lista, verdad? —dijo Don Crisanto, desmontando de su caballo. Se acercó a ella con una mirada furiosa, pero también con una chispa de curiosidad.
Por primera vez, Nayeli habló en español. Su voz era ronca, pero clara.
—Ustedes me trajeron aquí. Yo no pedí estar aquí. Si me quieren muerta, háganlo rápido. Si no, déjenme ir.
Los vaqueros rieron. Refugio, el capataz, escupió al suelo y dijo:
—¡Mira nada más, patrón! Una india que habla español. Déjemela a mí. En una semana la tengo fregando pisos y calentando su cama.
Don Crisanto lo fulminó con la mirada.
—Nadie toca lo que es mío.
Luego se giró hacia Nayeli.
—Vas a volver al rancho y vas a trabajar. Si intentas escapar otra vez, te ato al poste hasta que el sol te cocine.
La ataron de nuevo, esta vez con cuero crudo, y la llevaron de regreso al rancho. Pero algo había cambiado. Los vaqueros ya no reían tanto. El potro negro había desaparecido, y Don Crisanto, por primera vez en años, sintió un escalofrío que no era causado por el viento.
Los días siguientes fueron un duelo silencioso entre Nayeli y Don Crisanto. Ella obedecía sus órdenes, cocinaba, limpiaba y trabajaba en el rancho, pero cada noche algo desaparecía: un lazo, una bala, un frasco de veneno para ratas. Los vaqueros empezaron a dormir con el rifle al lado, y algunos juraban haberla visto hablando con los coyotes. Refugio decía que la había oído cantar en apache, y que los perros del rancho aullaban como si estuvieran poseídos.
Don Crisanto la observaba desde la ventana de la casa grande. No podía negar que Nayeli era hermosa, pero lo que más lo intrigaba era su fuerza, su resistencia, su capacidad para sobrevivir en un mundo que parecía empeñado en destruirla. Esa combinación de belleza y peligro lo atraía de una manera que no podía explicar.
Una noche, cuando los vaqueros se habían ido al pueblo por provisiones y mujeres, Don Crisanto y Nayeli se quedaron solos en el rancho. Él estaba en la sala, bebiendo tequila, cuando ella entró con una jarra de agua.
—Se le va a secar la garganta, patrón —dijo, ofreciéndole la jarra.
Él la miró, sorprendido por el tono de su voz. Por primera vez, no había rastro de desafío en sus palabras, pero tampoco de sumisión.
—¿Por qué no te vas? —preguntó él, señalando la puerta abierta—. El desierto es grande.
Ella se sentó frente a él, cruzando las piernas con una calma que lo desarmó.
—Porque si me voy, me persiguen. Y si me quedo, tal vez aprenda algo.
—¿Qué? —preguntó él, curioso.
—A matar sin cuchillo.
Don Crisanto rió, pero no era la risa burlona de antes.
—Tú no matas, india. Sobrevives. Eso es diferente.
Ella se levantó, se acercó a él, le quitó la botella y bebió un trago.
—Mi abuela decía: “El hombre que ríe mucho, llora por dentro”. Usted llora, patrón. Desde que su esposa murió.
Él palideció.
—¿Cómo lo sabes?
—Los muertos hablan. Si sabes escuchar.
Se quedaron en silencio. Afuera, el viento gemía como un lobo herido. Entonces Nayeli dijo la frase que cambiaría todo:
—Estamos solos. Hagamos lo necesario.
Don Crisanto la miró fijamente. No era una súplica, ni una orden. Era una propuesta.
Ella continuó:
—Usted necesita un hijo. Yo necesito un hombre. El desierto no da segundas oportunidades. Pero esta noche sí.
Él no respondió con palabras. Respondió con un beso, torpe y rudo, como un hombre que no había tocado a una mujer en años. Ella no se resistió. Lo guió, lo dominó.
En la cama de pino que había pertenecido a su esposa muerta, Nayeli tomó el control. No fue amor, fue una alianza.
A la mañana siguiente, cuando los vaqueros regresaron al rancho, encontraron a Don Crisanto en la cocina sirviendo café. Nayeli estaba a su lado, con un rebozo nuevo sobre los hombros.
—Desde hoy —anunció Don Crisanto—, ella es la dueña de esta casa. El que la toque, muere.
Refugio abrió la boca para protestar, pero Nayeli lo miró fijamente. Solo eso bastó para que el capataz retrocediera.
Los meses pasaron, y el rancho prosperó bajo la dirección de Nayeli. Enseñó a los vaqueros nuevas técnicas de cultivo, entrenó a los caballos para responder en apache, y transformó el rancho en un oasis en medio del desierto.
Un día, un destacamento del ejército llegó al rancho buscando apaches fugitivos. El capitán, un hombre joven y arrogante, exigió ver a Nayeli.
—Dicen que tienes una india aquí. Tráela.
Don Crisanto sonrió con calma.
—Mi esposa no recibe órdenes.
El capitán desenvainó su espada.
—Entonces la sacaremos por la fuerza.
Nayeli salió al portal, llevando un rifle Winchester en la mano.
—Capitán —dijo en un español perfecto—, mi esposo es un hombre de palabra. Yo soy una mujer de plomo. Elija.
El capitán, al mirarla a los ojos, vio algo que no era humano. Era el espíritu del desierto, indomable e infinito. Bajó la espada y se retiró sin decir una palabra.
Meses después, Nayeli dio a luz a un niño al que llamaron Tlali, que significa “tierra”. Don Crisanto lo cargó por primera vez y lloró. Nayeli lo miró y le dijo:
—Ahora sí estamos solos. Pero ya no es necesario hacer nada salvo vivir.
Con los años, el rancho La Espina se convirtió en leyenda. Decían que una mujer apache gobernaba allí, que los vaqueros la obedecían como a un general, y que los soldados la respetaban como a una reina.
Y en las noches de luna llena, cuando el viento soplaba sobre el desierto, algunos juraban ver a Nayeli en el corral, hablando con el potro negro que nunca habían encontrado. Porque el potro no se había perdido. Se había convertido en viento.
Fin.