—No soporto verte sin camisa —le dijo la hija del pastor al vaquero gigante… Lo que hizo fue impactante…

—No soporto verte sin camisa —le dijo la hija del pastor al vaquero gigante… Lo que hizo fue impactante…

“La pasión prohibida de Marta”

El sol caía pesado sobre la pequeña ciudad del interior, tiñendo de oro las calles de tierra. Marta, hija del pastor, caminaba apresurada por la varanda de su casa, con el corazón latiendo como un tambor. Desde hacía semanas intentaba ignorar al vaquero que rondaba el pueblo, un hombre de botas desgastadas, camisa abierta y una mirada salvaje que parecía desafiar las reglas que había aprendido desde niña.

Cada vez que lo veía, sentía un calor extraño subirle por el cuerpo, un fuego que ninguna oración lograba apagar. Sabía que era un pecado, que su padre y toda la comunidad la señalarían si siquiera se atrevía a pensar en él. Pero había algo en sus gestos, en su sonrisa insinuante y en la forma en que la miraba, que la hacía cuestionar todo lo que creía saber sobre el bien y el mal.

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Esa tarde, lo encontró apoyado en el mostrador de la única tienda del pueblo. La luz del atardecer iluminaba sus brazos bronceados y su camisa entreabierta revelaba un pecho marcado por el trabajo duro. Marta intentó desviar la mirada, pero era imposible. Sentía que cada movimiento de él estaba diseñado para provocarla, para romper las cadenas invisibles que la ataban a la vida que llevaba.

Sin darse cuenta, sus pies la llevaron más cerca de él. Cuando estaba a unos metros, las palabras escaparon de su boca antes de que pudiera detenerlas:

—No puedo controlarme al verte sin camisa.

El vaquero levantó la cabeza, sorprendido, y una sonrisa lenta, cargada de intención, se dibujó en su rostro.

—¿Sabes lo que estás diciendo? —preguntó con voz grave, acercándose un poco más.

Marta sintió que las piernas le temblaban, pero no apartó la mirada.

—Lo sé —respondió, con una valentía que no sabía que tenía—. Pero no puedo seguir fingiendo.

El mundo pareció detenerse a su alrededor. Todo lo que existía era la distancia cada vez más corta entre ellos, el calor que crecía en su pecho y el deseo que la consumía. Sabía que estaba cruzando una línea peligrosa, que ese momento podía cambiarlo todo. Pero también sabía que, por primera vez en su vida, se sentía viva.

El vaquero extendió una mano hacia ella, un gesto silencioso pero lleno de promesas. Marta miró hacia la calle, recordando todas las reglas que había seguido hasta entonces, todas las oraciones que no habían logrado apagar el fuego dentro de ella. Respiró hondo y tomó su mano.

La huida

Esa noche, mientras la ciudad dormía, Marta y el vaquero huyeron juntos. La luna iluminaba el camino de tierra mientras el corazón de Marta latía con fuerza. Cada kilómetro que recorrían la alejaba de la vida que conocía, de las reglas, de los sermones, de su padre. Pero también la acercaba a un futuro incierto, lleno de libertad y pasión.

El viento frío golpeaba su rostro, pero el calor de la presencia del vaquero a su lado la mantenía firme. Sabía que lo que estaba haciendo era un pecado, que sería juzgada por todos si la descubrían. Pero también sabía que no podía volver atrás.

Cuando la noche se hizo más profunda, encontraron una pequeña colina rodeada de árboles altos. Era un refugio perfecto, escondido del mundo. Marta bajó del caballo, sintiendo las piernas temblar, no solo por el cansancio, sino por la mezcla de miedo y emoción que la invadía.

—Podemos descansar aquí por un tiempo —dijo el vaquero, encendiendo una pequeña fogata.

Marta lo observó en silencio mientras trabajaba. Cada movimiento de él parecía calculado, cada gesto lleno de confianza. Era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido. No había sermones ni promesas vacías, solo una honestidad cruda que la desarmaba.

—¿Tienes miedo? —preguntó él, acercándose a ella.

—Sí —admitió Marta, sintiendo que su voz temblaba—. Pero no quiero volver.

El vaquero la miró por un momento, y luego asintió.

—Entonces no volveremos.

Esa noche, junto a la fogata, Marta sintió que algo dentro de ella cambiaba. Por primera vez, no estaba actuando por obligación, por miedo al castigo o por cumplir con las expectativas de los demás. Estaba eligiendo por sí misma, y aunque el camino era incierto, sabía que no quería estar en ningún otro lugar.

El refugio

Los días siguientes fueron una mezcla de calma y tensión. Encontraron una pequeña cabaña abandonada cerca de un río, un lugar aislado donde podían esconderse temporalmente. Marta pasaba las mañanas recogiendo agua y ayudando con pequeñas tareas, mientras el vaquero se encargaba de cazar y reparar la cabaña.

A pesar del miedo constante de ser descubiertos, había momentos de paz entre ellos. Las noches eran más cálidas, no solo por el fuego, sino por la cercanía que compartían. Cada toque, cada mirada, cada palabra susurrada era un recordatorio de que estaban construyendo algo nuevo, algo que no podían nombrar pero que sabían que era real.

Sin embargo, la tranquilidad no duró mucho. Una mañana, mientras recogían agua en el río, escucharon voces a lo lejos. Hombres del pueblo estaban buscando a Marta. El miedo la invadió de inmediato, pero el vaquero tomó su mano y la llevó a esconderse entre los árboles.

—Confía en mí —le susurró, con una calma que la tranquilizó.

Los hombres pasaron cerca, pero no los encontraron. Cuando el peligro pasó, Marta sintió una mezcla de alivio y determinación. Sabía que no podían quedarse allí mucho tiempo, que tendrían que seguir adelante.

La decisión

Una noche, mientras descansaban junto a la fogata, el vaquero habló por primera vez sobre el futuro.

—No podemos vivir huyendo para siempre. Necesitamos encontrar un lugar donde podamos empezar de nuevo.

Marta lo miró, sintiendo el peso de sus palabras. Sabía que tenía razón, pero también sabía que el mundo no sería amable con ellos.

—¿Y si nunca encontramos ese lugar? —preguntó, con un hilo de voz.

El vaquero la miró fijamente, con una intensidad que la hizo estremecer.

—Entonces lo construiremos.

Esa noche, mientras descansaban juntos, Marta sintió que algo dentro de ella se asentaba. No sabía lo que el futuro les deparaba, pero estaba dispuesta a enfrentarlo, siempre que él estuviera a su lado.

Un nuevo comienzo

Con el tiempo, encontraron una pequeña aldea en las montañas donde nadie los conocía. Allí comenzaron de nuevo, lejos de los juicios y las reglas que los habían perseguido. Marta trabajaba en la casa, cuidando del pequeño huerto que habían plantado juntos, mientras el vaquero se encargaba de cazar y comerciar en el pueblo cercano.

La vida era simple, pero llena de pequeños momentos de felicidad. Cada día que pasaban juntos fortalecía el vínculo entre ellos, transformando el deseo inicial en algo más profundo, más duradero.

Una tarde, mientras Marta recogía flores cerca del río, recordó la vida que había dejado atrás. Pensó en su padre, en los sermones, en las reglas que la habían atado durante tanto tiempo. Pero en lugar de sentir culpa, sintió gratitud. Porque había tenido el valor de romper con todo eso y elegir un camino propio.

Cuando regresó a la cabaña, encontró al vaquero trabajando en una cerca. Lo observó por un momento, admirando la forma en que el sol iluminaba su rostro. Él levantó la vista y le sonrió, una sonrisa que decía más que mil palabras.

—¿Qué estás mirando? —preguntó él, con una pizca de diversión en la voz.

—A mi libertad —respondió Marta, acercándose a él.

El vaquero dejó sus herramientas y la tomó entre sus brazos.

—Siempre serás libre, Marta. Siempre.

Y en ese momento, bajo el cielo abierto y rodeados por la naturaleza, Marta supo que había encontrado su lugar en el mundo. No era el lugar que su padre había elegido para ella, ni el que la sociedad esperaba que ocupara. Era un lugar que había construido con sus propias manos, junto al hombre que había elegido amar.

El amor que desafió las reglas

Los meses se convirtieron en años, y la pequeña cabaña se transformó en un hogar. Marta y el vaquero vivieron una vida sencilla pero plena, lejos de las miradas juzgadoras y las expectativas de los demás.

Aunque nunca regresaron al pueblo, Marta nunca olvidó de dónde venía. Pero en lugar de sentir remordimiento, sentía orgullo. Porque había tenido el valor de elegir su propio camino, de desafiar las reglas y encontrar la felicidad en un lugar donde nadie más la buscó.

Y así, mientras el sol se ponía sobre las montañas y el viento susurraba entre los árboles, Marta y el vaquero se sentaron juntos en el porche de su hogar, mirando el horizonte. No sabían lo que el futuro les depararía, pero sabían que, mientras estuvieran juntos, podían enfrentarlo todo.

Porque el amor que habían construido no necesitaba aprobación ni bendiciones. Era un amor libre, honesto y verdadero. Un amor que había nacido del deseo, pero que había crecido hasta convertirse en algo mucho más grande.

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