La niña apache tenía solo nueve años y estaba embarazada — el ranchero cazó a cada soldado responsbl
El Silencio de Nasá
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Jacob Mercer nunca pensó que el silencio pudiera gritar tan fuerte. Aquella mañana, al abrir la puerta del cobertizo de forraje, no fue la sangre en el vestido de la niña lo que le detuvo, ni la forma en que se acurrucaba en el rincón como un animal herido. Fue el silencio. Una niña de esa edad debería haber estado llorando, gritando, huyendo al ver la sombra de un desconocido. Pero ella solo lo miró con ojos demasiado viejos para su rostro.
Jacob dejó el cubo de avena en el suelo, acercándose como si fuera un caballo asustado. “Tranquila”, murmuró, “no voy a hacerte daño.” Ella no respondió, ni parpadeó, solo mantuvo la mirada fija, esperando el próximo golpe. El cobertizo olía a heno, caballos y miedo. Afuera, el sol de Nuevo México comenzaba a pintar el desierto en tonos de cobre y oro. Iba a ser otro día caluroso.
“¿Tienes hambre?”, preguntó Jacob. Nada. “¿Sed?” Tampoco. Jacob suspiró, sintiendo el peso de los años y las pérdidas: su esposa enterrada dos años atrás, su hijo tres años antes. Pensó que ya no habría más sorpresas, pero se equivocaba.
“Voy a traerte agua y algo de comer. Quédate aquí.” Salió despacio, la niña lo siguió con la mirada, inmóvil como un fantasma. Preparó comida y agua en la casa, temblando ligeramente. Había visto la guerra, la muerte y la crueldad, pero esto era diferente.
Al regresar, dejó la comida cerca de la puerta. “Tómate tu tiempo.” Cuando se iba, la voz de la niña lo detuvo: “Vendrán a buscarme.” Las palabras apenas eran un susurro. “¿Quién?”, preguntó Jacob, aunque ya lo intuía. “Los soldados.”
El frío se instaló en el pecho de Jacob. “¿Qué soldados?” Pero ella calló, refugiándose en su silencio. Jacob solo pudo prometerle: “Ahora estás a salvo. Nadie te hará daño aquí.” Ni él mismo estaba seguro de creerlo.

Durante la mañana, Jacob trabajó en el rancho, reparando cosas que no necesitaban reparación, buscando distraer sus manos y mente. Sabía que podía ir al pueblo y avisar al sheriff, pero también sabía que eso significaría entregar a la niña al ejército. Y si el ejército era de lo que ella huía…
A las dos de la tarde oyó cascos. Tres jinetes coronaron la cresta: soldados de caballería, liderados por un teniente joven, Carson. “Buscamos a una niña apache de nueve años,” dijo. Jacob negó haberla visto. Carson insistió: “Es peligrosa, portadora de una enfermedad.” Jacob reconoció la mentira en sus ojos y la falta de valor en los de sus hombres. “Si la ve, avise al fuerte. Hay recompensa.” Carson se marchó, y Jacob entró en la casa.
La niña estaba escondida bajo la cama. “Necesito que me cuentes qué pasó”, pidió Jacob. Ella habló al fin: las sacaron de la reservación, les prometieron una escuela, pero solo había un campamento y soldados. Por la noche, venían distintos, reían. Jacob sintió que la rabia lo envejecía veinte años más. “¿Cómo escapaste?” “Uno olvidó atar la tienda. Caminé tres días.” “¿Las otras siguen allí?” “Sí.”
Jacob tomó una decisión. Anotó los nombres que la niña le dio: Carson, Doerty, Price, y otros. Preparó su rifle, munición, comida y un mapa. “Volveré en una semana. Si no, ve al sur, a la misión de las monjas.” La niña se llamaba Nasá. Le dio ropa limpia, comida, y poco a poco, ella confió en él.
Jacob cabalgó tres días hasta el cañón donde estaba el campamento. Esperó a la noche, se deslizó como una sombra, mató en silencio al guardia y liberó a las cuatro niñas. Cuando escapaban, Carson lo enfrentó con pistola en mano. “Tú”, dijo. “Yo”, respondió Jacob, disparando. El caos estalló. Jacob mató a tres soldados y huyó con las niñas, corriendo por el desierto hasta llegar a su caballo.
La mayor, Kimy, tenía los ojos de su madre. “Vendrán tras nosotros”, advirtió. Jacob lo sabía. Descansaron unas horas y luego avanzaron hacia el rancho. Cuando estaban cerca, dos soldados dispararon desde la cresta. Jacob respondió, cayó el caballo, corrieron a la casa. Nasá estaba dentro, cuchillo en mano. Más disparos, más soldados. Jacob y las niñas se defendieron como pudieron. La noche cayó, y la casa se convirtió en fortaleza sitiada.
Justo antes del amanecer, el ataque final. Jacob mató a uno, hirió a otros. El sargento Price se rindió, prometió mentir al fuerte para salvar su vida. Jacob lo dejó ir, sabiendo que había matado suficientes hombres por una vida.
El sheriff Booker llegó horas después. Jacob le contó la verdad. “Esto va a causar problemas”, dijo Booker. “El ejército querrá respuestas.” “Que vengan”, respondió Jacob. “Estas niñas volverán a casa.” Booker aceptó, pero le advirtió que debía desaparecer un tiempo.
Dos días después, las niñas partieron con el sheriff rumbo a la reservación. Nasá le dio a Jacob una piedra tallada. “Para protección, para el hombre tonto que nos salvó.” Jacob sonrió, sabiendo que no las había salvado él, sino que solo ayudó.
Años después, la gente contaría la historia de Jacob Mercer, el ranchero que desafió a la caballería para salvar a cinco niñas apaches. Algunos decían que era un héroe, otros un tonto, otros que fue asesinado en venganza. Pero en noches tranquilas, los viajeros veían una luz en la vieja casa del rancho. Un anciano con una piedra colgando del cuello respondía a la puerta. Nunca contó su historia. Pero a veces, tocaba la piedra y recordaba los rostros de las niñas, la elección que hizo y el precio que pagó. Y sabía, en lo profundo, que lo haría todo de nuevo.
El viento soplaba, el desierto susurraba sus secretos a las estrellas, y Jacob Mercer dormía en paz.