Nunca entendí por qué el kiosquero me regalaba todo…
Desde que era niño, cada vez que pasaba por el kiosco de la esquina, Don Ernesto me recibía con una sonrisa cálida y una pregunta amable sobre mi día. Mientras otros niños pagaban por sus golosinas y revistas, él siempre me regalaba lo que yo quisiera: una barra de chocolate, un paquete de figuritas, incluso alguna revista de aventuras.
Al principio pensé que era porque yo era el más pequeño del barrio, o tal vez porque mi madre siempre saludaba a Don Ernesto con especial cariño. Pero a medida que crecí, la costumbre no cambió. Incluso cuando ya era adolescente y podía pagar por mis propios caprichos, Don Ernesto insistía en no cobrarme nada. “Para vos, es gratis”, decía, guiñando un ojo.
Mis amigos comenzaron a bromear, diciendo que yo era el favorito del kiosquero, pero nunca entendí la razón detrás de su generosidad. Intenté preguntarle una vez, pero él solo sonrió y cambió de tema.

Años después, cuando el kiosco cerró y Don Ernesto desapareció de la esquina, la curiosidad se transformó en nostalgia. Un día, mi madre me contó la verdad mientras tomábamos mate en la cocina. Resulta que, muchos años atrás, Don Ernesto había perdido a su hijo en un accidente. Su hijo tenía mi edad y, según mi madre, yo le recordaba mucho a él: la manera de reír, la pasión por las historietas, hasta el modo de correr detrás de la pelota.
Don Ernesto nunca habló de su pérdida, pero encontró en mí una forma de mantener vivo el recuerdo de su hijo. Regalarme cosas del kiosco era su manera de expresar cariño y de sentirse, aunque sea por un momento, como el padre que fue.
Al entender esto, sentí una mezcla de tristeza y gratitud. Nunca volví a ver a Don Ernesto, pero cada vez que paso por una esquina con un kiosco, recuerdo su generosidad y el poder de los pequeños gestos, que a veces esconden historias profundas y silenciosas.