“EL TOPO QUE SABÍA DÓNDE ESTABA LA LUZ”

“EL TOPO QUE SABÍA DÓNDE ESTABA LA LUZ”

Nadie lo vio llegar. O, mejor dicho, nadie lo vio nunca.

Pero una mañana, los niños del internado encontraron en el jardín una hilera de tierra removida, como si alguien hubiese dibujado un camino secreto. No era la primera vez. Llevaban semanas apareciendo esos senderos diminutos al amanecer, como si algo —o alguien— estuviera explorando bajo la tierra mientras todos dormían.

Al principio pensaron en ratas. Luego en gusanos gigantes (a uno de los niños le fascinaban los monstruos). Hasta que una noche, Eloi, que no podía dormir, se sentó junto a la ventana con su linterna. Y lo vio.

Un topo.
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Pequeño, de pelaje gris aterciopelado, hocico rosado y patas como palas. Se movía con una lentitud meticulosa, como si supiera exactamente a dónde iba. Era ciego, por supuesto. Pero parecía no necesitar los ojos.

A la mañana siguiente, lo contó en voz baja.

—Yo lo vi. Es como un abuelo pequeño… que camina por debajo de todo.

Le pusieron nombre: Tacto.

No lo tocaban. No lo atrapaban. Solo lo seguían en silencio. Cada vez que aparecía un nuevo camino de tierra, los niños caminaban sobre él descalzos, como si fuera un sendero sagrado. Y algo curioso empezó a pasar:

Donde Tacto pasaba, las flores crecían más rápido.

El jardín del internado, antes triste y seco, comenzó a llenarse de margaritas, tréboles, caléndulas y amapolas.

—Debe ser casualidad —dijo la directora.

Pero la maestra de arte, Inés, tenía otra teoría:

—Los que viven debajo… entienden mejor las raíces.

Un día, uno de los niños, Théo, se lastimó. Se cayó en el campo y se torció un pie. Lloraba de frustración, no por el dolor, sino porque se perdería la excursión. Esa noche, con la pierna vendada, se quedó solo en el jardín, con la linterna en mano. Lloró en silencio.

Y entonces lo sintió.

Un leve movimiento bajo sus dedos. La tierra elevándose apenas. Y la figura suave de Tacto, saliendo por un segundo, rozando su mano… y luego desapareciendo bajo el césped.

No fue magia.

Pero al día siguiente, Théo caminó mejor.

—No me duele tanto —dijo—. Es como si me hubiese recordado cómo moverme.

Desde entonces, lo esperaban. No para tocarlo. Solo para verlo. A veces solo asomaba su hocico por un segundo. Otras, dejaba dibujos en la tierra, como espirales o pequeños círculos. Inés comenzó a copiar esos patrones y los llevó al aula. Descubrió que eran formas idénticas a antiguas figuras de pueblos nómadas.

—¿Y si sabe más de lo que creemos?

Pero una mañana, Tacto no apareció. Ni esa semana, ni la siguiente.

Los niños lo buscaron. Cavaron con cuidado. Dejaron fruta. Nada.

Hasta que, en la última noche de primavera, bajo la luna llena, Eloi encontró un montículo distinto. No era un túnel. Era una montañita suave, coronada con un trébol de cuatro hojas.

Y entonces entendieron:

Tacto se había ido. O quizás había terminado su tarea.

Desde entonces, en ese lugar, cada primavera, crecen flores sin que nadie las plante. Los niños nuevos no entienden. Pero los antiguos les cuentan:

—Aquí vivía el topo que no veía… pero que sabía por dónde se escondía la luz.

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