El taxista que salvó a una chica que quería morir y le devolvió la fe en la vida

El taxista que salvó a una chica que quería morir y le devolvió la fe en la vida

El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando Ernesto, un taxista de mediana edad con el rostro cansado y las manos agrietadas por los años de trabajo, estacionó su viejo coche en la esquina de la Gran Vía. Aquella noche llovía con la tristeza de un domingo sin abrazos.

De pronto, vio a una joven vestida con un abrigo caro, empapada, parada junto a la barandilla del puente. Sus tacones temblaban. No por el frío, sino por la decisión.

—Señorita, ¿está bien? —preguntó desde la ventanilla.
Ella no respondió. Solo miraba al vacío, como si allí abajo hubiera descanso.

Ernesto bajó del taxi sin pensarlo.
—No sé qué te pasa, pero no merece la pena morir por ellos —dijo con voz firme, mirando la oscuridad junto a ella.
La chica giró apenas el rostro. Tenía los ojos rojos y una lágrima colgando del pestañeo.
—¿Tú qué sabes? No tienes idea de lo que es perderlo todo.
Ernesto soltó una risa amarga.
—Créeme, sé perfectamente lo que es perderlo todo… incluso a uno mismo.

Ella lo miró por primera vez.
—¿Y tú? ¿Quién eres para decirme eso?
—Solo un taxista —respondió, encogiéndose de hombros—. Pero uno que todavía cree que vale la pena vivir, incluso cuando nadie cree en ti.

Esa noche, sin planearlo, comenzó un viaje que cambiaría dos vidas.

En el taxi, el silencio era espeso como la lluvia golpeando los vidrios.
La joven, llamada Valeria, provenía de una familia poderosa. Su padre, un empresario que tenía más dinero que escrúpulos, acababa de ser arrestado por fraude y corrupción. Las redes sociales la destrozaban: “La hija del ladrón”, “la princesa del dinero sucio”.
Sus amigas desaparecieron. Su prometido la bloqueó. Y el mundo la señaló con la misma facilidad con la que antes la aplaudía.

Ernesto, mientras conducía, reconoció ese olor a injusticia.
Había trabajado veinte años en la misma empresa hasta que lo despidieron por negarse a encubrir un robo interno. Desde entonces, vivía de noche, recogiendo borrachos y soledades.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó él, sin mirarla.
—No lo sé —dijo Valeria, mirando su reflejo borroso en el vidrio—. Ya no tengo nada.
—Tienes vida —respondió él—. Eso es más de lo que muchos pueden decir.

Ella soltó una risa amarga.
—La vida no se come.
—No, pero se vive. Y a veces, vivir duele… pero vale la pena.

Durante los días siguientes, Valeria siguió tomando su taxi. No porque necesitara transporte, sino porque en ese coche viejo y ruidoso, encontraba paz. Ernesto la escuchaba sin juzgar. Le hablaba de su hija —una estudiante de enfermería que soñaba con ayudar a otros— y de cómo, a pesar de todo, seguía creyendo en la gente.

Un día, mientras cruzaban Madrid, Ernesto notó algo distinto. Valeria llevaba una carpeta en las manos.
—¿Qué es eso?
—Una idea —respondió, con una tímida sonrisa—. Quiero abrir un pequeño refugio para chicas que pasan por lo mismo que yo. Las que nadie escucha.

Ernesto la miró sorprendido.
—Eso suena… valiente.
—No lo hago por valentía —dijo ella—. Lo hago porque alguien una noche me dijo que todavía valía la pena vivir.

Pero la vida, como siempre, decidió ponerlos a prueba.

Un reportaje falso comenzó a circular: “La hija del corrupto monta refugio para lavar dinero”. Las redes volvieron a devorarla. Los donantes retiraron su apoyo. Valeria se encerró.
Ernesto, al enterarse, fue directo a su apartamento. El guardia lo detuvo en la entrada.
—No se permite el acceso sin cita previa.
Ernesto lo miró con calma.
—Dígale que el taxista está aquí.

Cuando Valeria lo vio, rompió a llorar.
—Lo intenté, Ernesto. Lo juro. Pero la gente no cambia. Siguen viéndome como una basura rica.
Ernesto le tomó las manos.
—Entonces demuéstrales que están equivocados. No con palabras. Con hechos.

Semanas después, el refugio volvió a abrir. Sin lujos. Sin donaciones. Solo con manos.
Ernesto condujo a las chicas, las buscó en las calles, les dio comida, les contó chistes malos.
Valeria organizaba talleres, escribía cartas, limpiaba baños sin avergonzarse.
Y la prensa, poco a poco, cambió el tono: “La heredera que encontró su propósito entre los olvidados”.

Una tarde, un periodista reconoció a Ernesto.
—¿Usted es su chofer personal?
Ernesto sonrió.
—No. Soy su primer cliente feliz.

Meses más tarde, el refugio se llenó de vida. Risas, canciones, y la sensación de que todo podía comenzar de nuevo.
Valeria le entregó a Ernesto una llave.
—Es del coche nuevo. El refugio lo compró gracias a las donaciones. Lo mereces.
Él negó con la cabeza.
—No necesito coche. Solo saber que no perdiste la fe.

Ella lo abrazó con fuerza.
—Gracias por salvarme aquella noche.
—No, Valeria. Tú me salvaste a mí. Yo solo manejaba el taxi.

Esa noche, mientras Ernesto conducía por la ciudad, vio el reflejo de las luces en el parabrisas.
Pensó que, a veces, las vidas más rotas se cruzan para completarse.
Y que los héroes, los verdaderos, no llevan trajes ni corbatas:
solo un corazón cansado… y la voluntad de detener el coche cuando todos los demás pasan de largo.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News