El taxista que llevó a una chica al lugar que ella llamaba “la casa de su infancia”, pero ese lugar ya no existía

El taxista que llevó a una chica al lugar que ella llamaba “la casa de su infancia”, pero ese lugar ya no existía

El motor del taxi sonaba cansado, como si también llevara encima las historias de todos los pasajeros que había transportado.
Era un día gris en Madrid, de esos en los que el aire huele a lluvia vieja y promesas que no se cumplieron.

—A la calle Los Olivos, número 7 —dijo ella, mientras cerraba el paraguas.
Su voz era suave, pero había en ella una urgencia, una especie de temblor contenido.

El taxista, Ernesto, la miró por el retrovisor. Tenía unos cuarenta y tantos años, manos gastadas, rostro curtido. Había aprendido a leer el alma de la gente por los silencios más que por las palabras.
Ella parecía una chica de buena familia: abrigo caro, perfume discreto, uñas perfectas. Pero sus ojos… sus ojos llevaban una melancolía que no combinaba con el oro de su reloj.

Durante el trayecto, el silencio se llenó de preguntas no hechas.
Hasta que ella rompió el aire:

—¿Sabe, señor? No he vuelto a esta calle desde que era niña. Aquí viví los años más felices de mi vida…
—¿Y por qué se fue? —preguntó Ernesto.
—Mis padres vendieron la casa. Después todo cambió. Pero hoy… hoy necesito verla. Solo verla.

Ernesto asintió sin decir nada. Sabía que hay viajes que no se hacen con el cuerpo, sino con el corazón.


Cuando el taxi giró hacia la vieja calle Los Olivos, ella se inclinó hacia adelante, expectante.
Pero lo que encontró no fue el recuerdo.
Donde antes había una casa con buganvillas y una puerta azul, ahora se alzaba un edificio de lujo con cristales polarizados y portero electrónico.

Ella bajó lentamente, incrédula.
—No… no puede ser. Aquí… aquí jugaba mi hermano, aquí mi madre colgaba las sábanas…

El guardia del edificio los miró con desconfianza.
—Señorita, este lugar pertenece al complejo “Residencial Olivos Real”. ¿Busca a alguien?
—Busco mi casa. —susurró ella—. La casa de mi infancia.

El hombre soltó una risa corta.
—Pues su casa, señorita, fue demolida hace diez años. Aquí viven ahora los que pueden pagar más de lo que vale recordar.

Ella se quedó muda.
Ernesto bajó también. Se acercó con respeto.
—¿Está bien, señorita?
—No… no lo sé.

Los autos de lujo pasaban a su lado. Nadie los miraba.
Ella parecía perdida entre el asfalto y el tiempo.
Entonces, Ernesto hizo algo que no esperaba ni él mismo.

—¿Quiere que le muestre algo? —dijo.
Ella lo miró, confundida.
—¿Qué cosa?
—Su barrio. El verdadero. No el que destruyeron, sino el que sigue vivo.


Condujeron hasta un barrio humilde, a veinte minutos de allí. Calles estrechas, ropa colgando de los balcones, niños jugando con pelotas desinfladas.
Ernesto se detuvo frente a una casa con paredes descascaradas y una higuera al lado.
—Aquí viví yo de niño. No había lujos, pero sí gente que se ayudaba. Aquí nadie te medía por el dinero, sino por cómo tratabas a los demás.

Ella sonrió, débilmente.
—Debe ser bonito tener todavía un lugar al que pertenecer.

Él bajó, abrió la puerta del jardín y le ofreció entrar.
—Venga. Le enseñaré algo.

Adentro, había una vieja foto enmarcada: una familia frente a una casa azul.
Ella se quedó helada.
—Esa… esa es mi casa.
Ernesto la miró en silencio.
—Sí. Antes de que la demolieran, yo trabajé en la empresa que recogía los escombros. Y no sé por qué, rescaté esa foto. No podía dejarla tirada. Había algo… humano en ella.

Ella tembló.
—Entonces… ¿usted guardó esto todos estos años?
—No sé por qué. Tal vez porque me recordaba que hay cosas que no deberían destruirse.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Por primera vez, la chica rica miró a ese hombre con una mezcla de respeto y gratitud.

—¿Puedo quedarme con ella? —preguntó.
—No. —respondió él, suavemente—. Es suya. Siempre lo fue.


Al salir, ella miró el taxi con otros ojos.
—¿Sabe algo, Ernesto? Me han dicho toda la vida que los que tienen menos no entienden de nostalgia. Pero usted… usted entiende más que todos ellos.
—La nostalgia no entiende de dinero, señorita. Solo de memoria.

Ella dejó sobre el asiento un sobre.
Él no lo abrió hasta la noche.
Dentro había una nota:

“Gracias por recordarme quién era, cuando todos me obligaron a olvidar.”
Y un cheque.
Un cheque con una cifra grande.

Ernesto suspiró, lo dobló y lo metió en el bolsillo.
Luego, en la parte de atrás del sobre, escribió una sola línea antes de devolverlo por correo:

“No me pague por hacer lo correcto. Solo devuélvase algún día, cuando el corazón la deje entrar.”


Esa noche, la lluvia volvió.
El taxi siguió su camino, solitario, pero dentro de él quedaba algo encendido:
la certeza de que la verdadera casa de la infancia no es un lugar,
sino un gesto de bondad que sobrevive entre las ruinas del tiempo.

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