Una mujer recibe una carta de sí misma del futuro, advirtiéndole sobre una traición inminente

Una mujer recibe una carta de sí misma del futuro, advirtiéndole sobre una traición inminente

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Lucía limpiaba los ventanales del ático como cada mañana. El sol se filtraba entre los cristales de la mansión Álvarez, y ella —con las manos ásperas y los pensamientos lejos— soñaba con terminar su turno para correr al taller nocturno donde estudiaba diseño de modas.

El sonido del motor de un coche de lujo la hizo girar. Era él, Gabriel Álvarez, el hijo menor del dueño: un joven arrogante, de sonrisa fácil y mirada de quien no ha tenido que ganarse nada en la vida.
—Lucía, ¿podrías traerme un café? —dijo sin mirarla, dejando las llaves sobre el mármol.
Ella asintió, con la cabeza baja, pero en su interior hervía una mezcla de orgullo y rabia. “Un día”, pensó, “un día me mirarás diferente”.

Aquella noche, al regresar a su pequeño cuarto de azotea, Lucía encontró algo imposible.
Un sobre amarillo, con su nombre escrito en una caligrafía idéntica a la suya. Dentro, una carta.
Lucía, no confíes en Gabriel. En una semana, te traicionará. Y lo que perderás no será solo tu trabajo. Será tu corazón.

Se quedó helada.
El papel olía a su propio perfume favorito —uno que todavía no había comprado.
Rió nerviosa. “Qué tontería…”, murmuró. Pero guardó la carta bajo la almohada.

Los días siguientes, Gabriel comenzó a mostrarse distinto. La saludaba, bromeaba, incluso la escuchaba. Un mediodía, mientras ella planchaba una camisa, él se sentó cerca.
—Tienes talento —dijo, mirando los bocetos que ella escondía.
—No son nada —respondió Lucía, ruborizada.
—Te ayudaré. Mi padre organiza una gala, puedo hacer que presentes tus diseños allí.

Era todo lo que había soñado. Pero en la noche anterior a la gala, otra carta apareció bajo su puerta.
Si aceptas su ayuda, perderás más de lo que imaginas. Pero si confías en ti, te ganarás el respeto que mereces.

Lucía no durmió. Entre el miedo y la ilusión, decidió arriesgarse.
En la gala, vestía su propio diseño: un vestido blanco sencillo, elegante, tejido con las telas que había comprado ahorrando centavo a centavo.
La gente murmuraba: “¿Quién es esa criada?”
Gabriel la tomó del brazo y la presentó:
—Ella es Lucía, una diseñadora con un talento que ni ustedes imaginarían.

El público aplaudió. Pero minutos después, un periodista reveló en vivo:
—Según los registros, los bocetos que presenta el señor Álvarez como suyos… pertenecen a Lucía Martínez, empleada doméstica.

Silencio.
Las cámaras giraron hacia él.
Lucía sintió cómo el corazón se le helaba.
Gabriel intentó sonreír.
—Debe de haber un error —balbuceó.

Pero ella sacó la carta. No la del futuro, sino una nueva que había escrito esa mañana.
—El único error —dijo con voz firme— es subestimar a quien limpia tus cristales mientras tú te miras en ellos.

La sala estalló en murmullos.
El padre de Gabriel bajó la cabeza.
—Señorita Martínez, mi empresa necesita una diseñadora honesta. Considérelo una oferta formal.

Lucía sonrió.
Sintió un extraño calor en el bolsillo.
La carta del futuro brillaba débilmente antes de desintegrarse en polvo.
Ya no era necesaria.

Afuera, la lluvia caía sobre los ventanales.
Lucía levantó la vista al cielo.
“Gracias”, susurró, sin saber si hablaba consigo misma… o con el destino.

Días después, en su pequeño taller, recibió un último sobre vacío. Dentro, solo una frase escrita con su letra:
La verdadera traición sería dejar de creer en ti.

Lucía sonrió y comenzó a coser su nueva colección.
Cada puntada era una promesa: nunca más dejaría que la juzgaran por el brillo ajeno.

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