La Pobreza Contraataca: ¿Era una Heroína o una Oportunista con un Plan Maestro?
Una humilde repartidora abandona su trabajo para salvar a un anciano que agoniza en la calle, sin saber que acaba de rescatar al patriarca de una de las familias más ricas y peligrosas de Nigeria. ¿Fue un acto de pura bondad, o el primer movimiento en un juego mortal por el poder y la venganza que podría costarle la vida? La verdad es más retorcida de lo que cualquiera podría imaginar.
EPISODIO 1: El Sacrificio en el Asfalto Ardiente
El sol de Abuja a mediodía no era un sol; era un martillo. Un martillo incandescente que golpeaba el asfalto, levantando un vaho tembloroso que deformaba el aire y hacía que el mundo pareciera un espejismo febril. El rugido del tráfico era una bestia de mil cabezas, una cacofonía de bocinas impacientes, motores que tosían y el zumbido furioso de las motocicletas okada que se abrían paso a través del caos como insectos metálicos.
En este infierno urbano, un grito se elevó, débil y frágil. “¡Alguien… ayúdeme!”.
Nadie se detuvo. El grito se repitió, un poco más fuerte, teñido de un pánico que lo hacía más agudo. “¡Por favor!”.
La indiferencia de la ciudad era un muro sólido e impenetrable. Los conductores, atrapados en sus vehículos con aire acondicionado, lanzaron miradas fugaces de irritación. Los peatones en la acera se detuvieron, sí, pero solo para formar un semicírculo morboso, un teatro de la desgracia. Susurros, cabezas que negaban con una falsa solemnidad y, luego, la lenta deriva de vuelta a sus propias y urgentes vidas. Ayudar era un riesgo; mirar era gratis.
En la cuneta, donde el asfalto se rendía al polvo rojizo de la tierra, yacía un hombre. Un anciano, a juzgar por el cabello plateado que asomaba bajo su gorro tradicional. Su kaftan blanco, una prenda de dignidad y respeto, estaba ahora profanado por la sangre fresca que brotaba de una herida en su cabeza y el barro inmundo del camino. A su lado, su bastón de ébano con incrustaciones de marfil, un símbolo de estatus y autoridad, yacía partido en dos. Un presagio terrible.
Minutos antes, un taxi destartalado, con más óxido que pintura, lo había embestido en una maniobra suicida y se había desvanecido en la densa calima del tráfico. El anciano había rodado como un muñeco de trapo, sus gemidos ahogados por el estruendo de la ciudad que seguía su curso, implacable.
Las voces de la multitud se convirtieron en un murmullo venenoso. No eran voces de preocupación, sino de autoprotección, de una sabiduría callejera forjada en la desconfianza y la corrupción.
“No te acerques. Es una trampa”.
“Si lo tocas y se muere, la policía te echará la culpa. Dirán que fuiste tú”.
“¿Oíste lo del chico de la semana pasada en Wuse Market? Intentó ayudar a una víctima de un atropello y fuga. Ahora está en la prisión de Kuje, acusado de asesinato. Su familia está arruinada”.
“Yo no vi nada. No me meto en problemas que no son míos”.
A solo unos metros de este círculo de cobardía, una motocicleta roja de reparto frenó con un chirrido que cortó el aire. Sobre ella, una figura menuda con una chaqueta roja y unos vaqueros negros descoloridos. Era Adana. El sudor le corría por las sienes, mezclándose con el polvo del camino. Su corazón era un tambor desbocado en su pecho. El reloj de su teléfono, sujeto al manillar con cinta adhesiva, parpadeaba con una urgencia brutal: 12:40 p.m.
Diecisiete minutos. Le quedaban diecisiete minutos para hacer la entrega más importante de su corta carrera. Los paquetes en la caja de transporte detrás de ella, marcados con letras rojas de “URGENTE” y “FRÁGIL”, no eran solo mercancía. Eran el alquiler de su pequeño apartamento de una habitación. Eran los uniformes escolares de sus hermanas gemelas. Eran el arroz y las judías para la cena de esa noche. Su jefe, el señor Okoro, un hombre con la paciencia de un fusible quemado, se lo había dejado muy claro: “Un retraso más, Adana, y estás en la calle”.
Sus manos, cubiertas por unos guantes sin dedos, temblaban sobre el manillar. Miró al anciano. Su pecho subía y bajaba con una dificultad agónica. Miró su teléfono. 12:41. Miró a la multitud, sus rostros una mezcla de curiosidad y apatía. La estaban juzgando. Estaban esperando a ver qué haría la “pobre repartidora”.
Los susurros de los extraños resonaban en sus oídos. Pero entonces, otra voz, una que vivía en el santuario más profundo de su corazón, se elevó por encima del ruido. Era la voz de su madre. La voz que escuchaba en sus sueños, un eco de un tiempo anterior al horror, a los ladrones, al disparo en la noche.
“Hay momentos, mi pequeña Adana, en los que el mundo te pondrá a prueba. Te mostrará su fealdad y esperará a que tú también te vuelvas fea. Pero tú no eres como ellos. Aunque el mundo te dé la espalda, nunca, nunca le des la espalda a quien puedas ayudar. Ayuda siempre. Aunque te cueste todo”.
Las lágrimas brotaron y le quemaron los ojos, creando surcos limpios en sus mejillas polvorientas. Este era el momento. El momento del que su madre había hablado. El momento en que la bondad no era fácil ni conveniente. El momento en que la bondad era un sacrificio. Tenía segundos para decidir: su trabajo, su sustento, el frágil equilibrio de su familia… o la vida de un desconocido.
Con un grito ahogado que fue mitad oración y mitad desafío, saltó de la moto.
“¡Por favor! ¡Por el amor de Dios, ayúdenme!”, suplicó a la multitud. Sus ojos iban de un rostro a otro, buscando una chispa de humanidad. “¡Tenemos que llevarlo al hospital!”.
Nadie se movió. El muro de indiferencia era infranqueable. La miraron como si estuviera loca.
Con la frustración convirtiéndose en una furia helada, Adana corrió hacia el anciano. El olor a sangre y a miedo la golpeó. Se arrodilló, su rodilla hundiéndose en el polvo caliente. “Señor, por favor, aguante. Quédese conmigo”, susurró, su voz temblando.
Se puso de pie e intentó parar varios taxis, interponiéndose en su camino con una audacia desesperada. La esquivaron con virajes bruscos, los conductores lanzándole insultos por la ventanilla. Miró su moto, su caja de reparto, el emblema de su servidumbre. Y en ese instante, tomó la decisión más radical y liberadora de su vida.
Se arrancó el casco y lo tiró al suelo. Ya no lo necesitaría. Se agachó, doblando las rodillas, y pasó sus brazos por debajo del cuerpo inerte del hombre. Pesaba mucho más de lo que aparentaba. Sus músculos gritaron en protesta, pero una fuerza adrenalínica, nacida de la rabia y la compasión, recorrió su cuerpo. Con un gruñido que rasgó su garganta, lo levantó. Lo cargó a su espalda, al estilo tradicional, un acto de un esfuerzo sobrehumano.
Tambaleándose, lo colocó sobre el asiento trasero de la moto, asegurándolo contra la caja de reparto. Volvió a subirse, sus piernas temblando. Aceleró. No hacia su destino de entrega, sino hacia lo desconocido. Dejó atrás los paquetes, el trabajo, la seguridad de una vida miserable pero predecible. Dejó atrás a la multitud silenciosa y sus juicios.
No miró atrás.
Doce horas antes, Adana, con sus apenas dieciocho años, era la matriarca no reconocida de su familia rota. A las 5 de la mañana, en la penumbra de su apartamento de una sola habitación en las afueras de la ciudad, ya estaba en pie. Mientras el resto del mundo dormía, ella se movía como una sombra eficiente: lavando, preparando el almuerzo para sus hermanas, planchando sus uniformes escolares. En el momento en que su motocicleta rugía en dirección al hospital, estaba trenzando el cabello de su hermana Mimi, la más pequeña de las gemelas de doce años.
“Hermana mayor, pareces mamá. Deberías dormir más”, murmuró Mara, la otra gemela, la más observadora.
“Dormiré cuando ustedes dos sean doctoras y me compren una casa con un gran jardín”, respondió Adana, su sonrisa un faro en la oscuridad.
Su mundo se había hecho añicos un año antes. Ladrones armados, sombras sin rostro en la noche. Irrumpieron, robaron, aterrorizaron. Se llevaron el viejo coche de su padre, los teléfonos, las pocas joyas de su madre. Y luego, antes de huir, por una razón que nadie pudo explicar, les dispararon. Un acto de crueldad sin sentido. Sin sospechosos. Sin arrestos. Solo un silencio abrumador por parte de la policía y una cicatriz imborrable en el corazón de tres niñas que de repente se quedaron solas.
Adana había dejado la escuela, había vendido lo poco que les quedaba y había conseguido el trabajo de repartidora. Se había convertido en madre, padre y proveedora. Había construido un muro de responsabilidad a su alrededor. Y en una tarde calurosa y polvorienta, acababa de derribarlo todo por un extraño.
EPISODIO 2: El Precio de la Bondad y el Primer Secreto
El hospital público de Garki era un laberinto de caos y desesperación controlada. El olor a antiséptico, lejía y enfermedad flotaba en el aire pesado. Adana irrumpió en la entrada de urgencias, sus gritos atrayendo la atención de unas enfermeras hastiadas. Cuando vieron al hombre inconsciente y ensangrentado en la parte trasera de su moto, la apatía se convirtió en una acción frenética. Una camilla apareció de la nada, manos expertas lo trasladaron y desaparecieron tras unas puertas batientes.
Adana se quedó sola en el pasillo, temblando incontrolablemente. El subidón de adrenalina la abandonó, dejándola vacía y aterrorizada. Apoyó la espalda contra una pared fría y se deslizó hasta el suelo. Había salvado a un hombre, pero probablemente había condenado a su familia. La imagen del rostro ensangrentado se repetía en su mente. ¿Había hecho lo correcto? La pregunta era una tortura.
Pasaron horas. Finalmente, un médico salió.
“Está estable, pero en estado crítico. Múltiples fracturas y una hemorragia interna que hemos conseguido controlar. Ha tenido usted suerte… o mejor dicho, la ha tenido él. Unos minutos más y no lo habría contado. ¿Es usted su familiar?”.
Adana negó con la cabeza. “No… no sé quién es”.
Volvió a casa de madrugada, con el alma en vilo. La reprimenda de su jefe al día siguiente fue tan brutal como esperaba. La despidió en el acto, gritándole que era una tonta irresponsable. Adana no discutió. Aceptó su destino y empezó a calcular mentalmente cuánto tiempo podrían sobrevivir con sus escasos ahorros.
Dos días después, cuando la desesperación empezaba a instalarse, su teléfono vibró. Era un número bloqueado, elegante y anónimo. Dudó, pero contestó.
“¿Hablo con la señorita Adana Nwankwo?”. La voz era profunda, cultivada, con el timbre de alguien acostumbrado a dar órdenes y ser obedecido.
“Sí, soy yo”.
“Mi nombre es Olumide Adebayo. Soy el presidente y CEO de Adebayo Holdings”.
El nombre la golpeó como una fuerza física. Adebayo Holdings no era solo una empresa; era un imperio. Construcción, telecomunicaciones, energía. Un nombre susurrado con una mezcla de miedo, admiración y resentimiento en todo el país.
“El hombre que usted salvó en la autopista… era yo”.
Adana se tuvo que sentar. Las piernas no la sostenían. El anciano… era Olumide Adebayo.
“Estoy en deuda con usted, señorita Nwankwo. Una deuda que no puede pagarse con dinero, pero que aun así intentaré saldar. Me gustaría que viniera a mi oficina mañana. Mi chófer la recogerá”.
Al día siguiente, un Mercedes negro y reluciente la esperaba en su polvorienta calle, atrayendo las miradas de todos los vecinos. La sede de Adebayo Holdings era una torre de cristal y acero que arañaba el cielo de Abuja, un monumento al poder y la riqueza. Adana, con sus mejores vaqueros y una blusa sencilla, se sintió completamente fuera de lugar, como una hormiga en un palacio.
La oficina de Olumide Adebayo ocupaba toda la última planta. Las vistas de la ciudad se extendían a sus pies. Pero no fue el lujo lo que la impactó, sino el hombre. Olumide estaba en una silla de ruedas, con una pierna escayolada y un vendaje en la cabeza, pero sus ojos eran agudos y penetrantes. En ellos, Adana no vio a un magnate, sino a un hombre que había mirado a la muerte a la cara y había sobrevivido.
“Me han contado lo que hizo”, dijo él, su voz suave pero resonante. “Dejó su trabajo. Arriesgó su seguridad. Por un desconocido. Eso, en el mundo en que vivo, es casi un milagro”.
“Solo hice lo que cualquiera debería haber hecho”, murmuró Adana. “Mi madre me enseñó a ayudar siempre”.
“Su madre debió de ser una mujer extraordinaria”, dijo Olumide. Hizo una pausa. “Yo también empecé desde abajo, Adana. Fui un don nadie. Sé lo que es luchar cada día. Por eso, no voy a insultarla ofreciéndole simplemente dinero. Quiero ofrecerle una oportunidad”.
La oferta la dejó sin habla: una beca completa para ella y sus dos hermanas en la prestigiosa Universidad de Lagos, una de las mejores de África Occidental. Cubriría la matrícula, el alojamiento, los libros. Era un sueño imposible, una puerta a un futuro que ni siquiera se había atrevido a imaginar.
Mientras Adana intentaba procesar la enormidad de su gesto, la puerta de la oficina se abrió sin llamar. Un hombre joven, alto y vestido con un traje a medida que gritaba dinero, entró en la habitación. Su rostro era una máscara de fría indiferencia, pero sus ojos, de un marrón oscuro, se posaron en Adana con una intensidad que la hizo estremecer. Eran ojos que no veían, sino que diseccionaban.
“Padre, el consejo te espera en la videoconferencia”, dijo, su voz tan gélida como su mirada.
“Liam, un momento”, dijo Olumide. “Quiero que conozcas a alguien. Esta es la señorita Adana Nwankwo. La joven que me salvó la vida”.
Liam Adebayo inclinó la cabeza en un gesto que era más una formalidad que una muestra de respeto. Su mirada recorrió a Adana de arriba abajo, evaluando su ropa sencilla, sus manos trabajadoras, la mezcla de asombro y nerviosismo en su rostro. Adana sintió que la estaba juzgando, buscando el ángulo oculto, la agenda secreta. Vio un atisbo de gratitud en su postura rígida, pero estaba sepultado bajo capas de desconfianza.
“Un placer”, dijo Liam, y la palabra sonó hueca.
Esa noche, Adana les contó a sus hermanas la noticia. Hubo gritos de alegría, abrazos y lágrimas. Por primera vez en un año, el futuro parecía brillante. Pero mientras observaba la felicidad de sus hermanas, Adana no pudo evitar sentir una punzada de inquietud. La vida le había regalado un milagro, pero también la había empujado a una jaula dorada, vigilada por un guardián de ojos fríos. Y no tenía ni idea de si había sido rescatada o capturada. El precio de la bondad era más alto y más complicado de lo que jamás había imaginado.
EPISODIO 3: La Heroína y la Hiena
El salto de la polvorienta periferia de Abuja al césped inmaculado de la Universidad de Lagos fue como cruzar a otra dimensión. El aire aquí parecía más limpio, olía a dinero viejo y a ambición joven. Adana, con su nuevo uniforme que todavía olía a la tienda, se sentía como un gorrión en una bandada de pavos reales. Se convirtió en una celebridad instantánea, una curiosidad. Era “la chica que salvó al presidente Adebayo”, un cuento de hadas viviente, una historia que la gente contaba con una mezcla de admiración y, más a menudo, de envidia mordaz.
Los cuchicheos la seguían por los pasillos de mármol.
“Ahí va la heroína del momento. Dicen que el viejo Adebayo le ha puesto un apartamento de lujo en Ikoyi”.
“No es posible. Mi padre dice que esas historias siempre tienen truco. Seguro que hay algo más. Nadie regala nada”.
“Parece tan… ordinaria. ¿Qué vio el viejo en ella?”.
Adana intentaba ignorarlos, concentrándose en sus libros, en la promesa de un futuro mejor para sus hermanas. Pero las miradas y los susurros eran como pequeñas agujas que se clavaban en su piel. Estaba atrapada entre dos mundos: demasiado pobre de espíritu para pertenecer a esta élite, pero ahora demasiado “privilegiada” para volver a su antigua vida.
Liam Adebayo no hizo nada para aliviar su aislamiento. A menudo, aparecía por el campus, supuestamente para supervisar los proyectos que su fundación financiaba, pero Adana sabía que la estaba vigilando. Un día, la interceptó a la salida de la biblioteca y la invitó a su oficina en la sede de Adebayo Holdings en Lagos. No fue una invitación, fue una citación.
Su oficina era aún más grande y fría que la de su padre. Una extensión de sí mismo. Se sentó detrás de un escritorio de caoba maciza, un rey en su trono.
“Mi padre sigue hablando de usted. Parece que le ha causado una gran impresión”, comenzó, su voz un témpano de hielo.
“Su padre es un hombre amable”, respondió Adana, manteniendo su postura. No iba a dejarse intimidar.
Liam esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. “Mi padre es un hombre poderoso que se ha vuelto sentimental después de casi morir. Y los hombres sentimentales toman decisiones irracionales. Lo que me lleva a usted. Aceptó la beca, el estipendio mensual, el nuevo apartamento. No dudó ni un segundo. Para alguien que ‘no esperaba nada a cambio’, parece que se ha adaptado muy bien a los beneficios”.
La acusación era tan directa que le robó el aliento. Fue una bofetada invisible. La sangre le subió a las mejillas, pero no de vergüenza, sino de ira.
“¿Qué sabe usted de mi vida?”, replicó, su voz temblando con una emoción contenida. “¿Sabe lo que es acostarse por la noche sin saber si al día siguiente tendrá qué dar de comer a sus hermanas? ¿Sabe lo que es ver a su madre y a su padre asesinados y que a nadie le importe? Yo no pedí nada de esto. Su padre lo ofreció. Y sí, lo acepté. No por mí, sino por mis hermanas. Para darles la oportunidad que a mí me robaron. Si eso me convierte en una oportunista a sus ojos, que así sea. Pero no juzgue a la gente por su pobreza. Usted no sabe nada de la dignidad que se necesita para sobrevivir en ella”.
Por primera vez, Adana vio una fisura en la máscara de hielo de Liam. Una sorpresa genuina. No estaba acostumbrado a que le desafiaran, y mucho menos con esa ferocidad honesta. Por un momento, el silencio en la oficina fue absoluto.
“La dignidad no paga las facturas, señorita Nwankwo”, dijo finalmente, su voz un poco menos segura. Era una prueba. Quería ver si se desmoronaba. No lo hizo.
Esa noche, en el nuevo apartamento, que era limpio y seguro pero que todavía no se sentía como un hogar, Adana recibió un mensaje en su nuevo teléfono, un regalo de Olumide. Era de un número desconocido.
“Creen que eres una heroína. Qué inocente. Él nunca confiará en ti. Para la gente como él, tú eres solo un peón en su juego. Y en este juego, los peones son siempre los primeros en ser sacrificados. Ten cuidado. Te están observando”.
Un escalofrío recorrió la espalda de Adana. Borró el mensaje, pero las palabras quedaron grabadas en su mente. ¿Quién era? ¿Cómo había conseguido su número?
A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la universidad, un Range Rover negro, brillante y silencioso, se detuvo a su lado. La ventanilla tintada bajó, revelando el rostro impasible de Liam.
“Sube”, ordenó.
Adana lo miró con desconfianza. “Puedo caminar”.
“Mi padre me ha ordenado que me asegure de tu bienestar. Y caminar bajo este sol no parece muy seguro. Sube. Es una orden”.
A regañadientes, Adana subió al coche. El interior olía a cuero y a poder. Liam no dijo una palabra durante todo el trayecto. El silencio era tenso. Pero mientras conducía, Adana notó que su mirada, reflejada en el espejo retrovisor, ya no era de pura sospecha. Había algo más. Curiosidad. Perplejidad.
Adana Nwankwo era un enigma que no podía resolver, una ecuación que desafiaba sus prejuicios. Era pobre pero orgullosa. Humilde pero desafiante. Y a Liam Adebayo, el hombre que creía tenerlo todo bajo control, le molestaba profundamente. O quizás… quizás, por primera vez en su vida, alguien le estaba despertando un interés que iba más allá de los balances y las adquisiciones. Y eso, para él, era el territorio más peligroso de todos.
EPISODIO 4: No Eres la Primera y no Serás la Última
Tres semanas después, el barniz de cuento de hadas de la nueva vida de Adana empezó a resquebrajarse, revelando la madera podrida que había debajo. Descubrió que el mundo de los Adebayo no era un club exclusivo al que había sido invitada, sino un campo de minas por el que tenía que caminar de puntillas.
El descubrimiento llegó en la forma de Tasha Adebayo. Adana estaba almorzando sola en la cafetería de la universidad, comiendo el arroz jollof que ella misma había preparado, cuando una sombra se cernió sobre su mesa.
Tasha era la encarnación del privilegio. Su cabello, perfectamente ondulado, caía en cascada sobre los hombros de un uniforme impecable. Unos tacones de diseñador añadían centímetros a su estatura y un aire de autoridad. Alrededor de su cuello, un collar con un zafiro del color del océano profundo brillaba con una luz fría y distante. Era la hija del hermano de Olumide, prima de Liam.
“Así que tú eres la ‘heroína’ del momento”, dijo Tasha, su voz dulce como la miel, pero sus ojos desprovistos de cualquier calidez. Se sentó frente a Adana sin ser invitada. “He oído que mi abuelo te ha colmado de generosidad. Una beca completa. Un estipendio. Qué conmovedor”. La última palabra fue pronunciada con un sarcasmo tan afilado que podría haber cortado el cristal.
“Su abuelo ha sido muy amable”, respondió Adana, a la defensiva.
“Oh, sí, siempre ha tenido debilidad por las causas perdidas”, replicó Tasha, examinando sus uñas perfectamente cuidadas. “Pero, ¿sabes un secreto? No eres la primera a la que ‘rescatamos’. Nuestra fundación está llena de historias como la tuya. Jóvenes prometedores arrancados de la miseria y elevados a las alturas. Y créeme, no serás la última”.
Tasha se inclinó sobre la mesa, bajando la voz a un susurro conspirador. “Pero no todos en mi familia aprecian estas… distracciones caritativas. Algunos creen que debilitan nuestro legado. Y no les gustan las sorpresas. Les gusta el orden. Y tú, querida, eres un elemento de desorden. Alguien ya está buscando una manera de… ‘eliminarte’ del cuadro”.
Con una sonrisa que no llegó a sus ojos, Tasha se levantó y se alejó, el repiqueteo de sus tacones sobre el suelo de baldosas resonando como una amenaza. Adana se quedó helada, el apetito completamente desaparecido. La advertencia de Tasha no era una simple muestra de celos; era una declaración de guerra.
Mientras tanto, en la torre de Adebayo Holdings, Liam estaba revisando unos informes cuando su asistente personal, un hombre mayor y discreto llamado David, entró en su despacho.
“Señor Liam, una petición inusual ha llegado a través del departamento legal”, dijo David en voz baja.
“¿De qué se trata?”, preguntó Liam, sin levantar la vista de la pantalla.
“Alguien está solicitando una revisión completa de los documentos de la beca de la señorita Nwankwo. Su expediente académico anterior, sus referencias personales. Todo”.
Liam dejó de teclear. “¿Quién lo solicita?”.
“La petición viene con la autorización de un miembro del consejo. De su tía, la señora Funmi Adebayo”.
Liam apretó la mandíbula. Su tía Funmi era conocida por su astucia y su ambición despiadada. No hacía nada sin un motivo oculto. Estaba buscando un resquicio, una mancha en el pasado de Adana, una excusa para revocar la beca y echarla de su mundo. Él mismo había dudado de ella, pero estas últimas semanas habían cambiado algo. Adana no había pedido nada más. No había intentado aprovecharse. Vivía su vida con una tranquila dignidad que lo desconcertaba. Y ahora, su propia familia intentaba destruirla. Un instinto protector, feroz e inesperado, se despertó en él.
Esa noche, el juego se volvió personal y peligroso. Adana recibió otro mensaje anónimo, más escalofriante que el anterior.
“¿Quieres saber por qué mataron a tus padres? No fue por un puñado de joyas. Fue por algo que tu padre sabía. Algo que estaba a punto de revelar sobre la familia Adebayo”.
El corazón de Adana se convirtió en un trozo de hielo.
“Reúnete conmigo mañana a las 9 p.m. en el viejo mercado de Garki. Ven sola. Si valoras tu vida y la de tus hermanas”.
El miedo luchó contra la necesidad desesperada de saber la verdad. A pesar de los riesgos, supo que iría.
A la noche siguiente, el viejo mercado de Garki era un laberinto de puestos cerrados y sombras danzantes. Adana esperó, con el corazón en un puño. Una figura alta, envuelta en un abrigo oscuro y con el rostro oculto por una gorra, emergió de la oscuridad.
“Eres valiente, o muy estúpida, por venir”, dijo el hombre, su voz distorsionada, áspera por el miedo.
“¿Quién eres? ¿Qué sabes de mis padres?”, preguntó Adana.
“Fui como tú. Un peón. Alguien a quien los Adebayo ‘ayudaron’. Hasta que descubrí la verdad que se esconde tras su filantropía”, dijo el hombre. “El atropello de Olumide Adebayo… no fue un accidente. Fue un intento de asesinato orquestado desde dentro de su propia familia. Y tú, con tu estúpida bondad, arruinaste el plan”.
El suelo pareció desaparecer bajo los pies de Adana. “¿Qué… qué estás diciendo?”.
“Que te has metido en medio de una guerra por un imperio. Te han traído a su mundo no por gratitud, sino para controlarte. Te vigilan. Esperan a que cometas un error. Y cuando ya no les sirvas, te harán desaparecer. Como casi me pasó a mí”.
El hombre se desvaneció de nuevo en las sombras, dejando a Adana temblando, sola en la oscuridad del mercado. Su mundo no solo se había puesto patas arriba; se había revelado como una elaborada mentira.
A kilómetros de distancia, en su oficina panorámica, Liam Adebayo observaba en una pantalla de alta definición las imágenes granuladas de una cámara de seguridad oculta. Veía a Adana hablando con el misterioso hombre. Su rostro era una máscara de tormenta. La chica estaba tirando del hilo equivocado. O del correcto. Y él ya no estaba seguro de si debía protegerla de la verdad, o ayudarla a descubrirla, aunque eso significara destruir a su propia familia.
EPISODIO 5: La Sombra Detrás de la Luz
El día después del encuentro en el mercado, Adana se movía como una autómata. Las clases, las conversaciones, el bullicio de la universidad; todo era un ruido de fondo para el eco ensordecedor en su mente: “No fue un accidente…”. “Te harán desaparecer…”. El mundo que antes parecía lleno de oportunidades ahora se sentía como una elaborada trampa.
Miró su teléfono. El mensaje amenazante de la noche anterior había desaparecido. No había rastro del número, ni del texto. Como si nunca hubiera existido. La estaban borrando digitalmente antes de intentar borrarla físicamente. El miedo era una bola de hielo en su estómago, pero debajo de él, una nueva emoción empezaba a arder: una furia fría y determinada.
En la torre de Adebayo Holdings, Liam la estaba esperando. La hizo pasar a su oficina y, por primera vez, cerró la puerta con llave. El suave clic de la cerradura sonó como el cerrojo de una celda.
“Anoche te reuniste con alguien en el mercado de Garki”, dijo, sin preámbulos.
Adana se quedó rígida, la sangre helándose en sus venas. “¿Me estabas siguiendo?”.
“Te estaba protegiendo”, replicó él, su voz perdiendo su habitual frialdad y adquiriendo un tono de urgencia sombría. “No tienes idea de en qué te has metido, Adana. Hay gente, gente muy poderosa, que realmente quiere que te calles”.
“¿Por qué? ¿Qué saben que yo no sepa?”.
Liam dudó por un instante, una guerra librándose en sus ojos. Luego, tomó una decisión. Giró su ordenador portátil hacia ella.
En la pantalla, se reproducía un vídeo granulado, tomado desde un ángulo elevado. Era el “accidente” de su padre. La calle, el tráfico, el taxi imprudente. Liam detuvo la imagen y la amplió, fotograma a fotograma. El rostro del conductor era un borrón, pero detrás del vehículo, al otro lado de la calle, se veía una figura. Era casi imperceptible, pero estaba ahí. La figura levantó una mano, un gesto sutil, casi invisible. Y en ese preciso instante, el taxi aceleró y giró, embistiendo a Olumide Adebayo.
“No fue un accidente”, dijo Liam, su voz apenas un susurro. “Fue deliberado. Fue coordinado. Y tú, al salvarlo, te convertiste en un testigo no deseado y en un obstáculo para su próximo intento”.
“¿Quién?”, preguntó Adana, su voz temblando. “¿Quién querría matar a tu padre?”.
Liam la miró fijamente, y la verdad en sus ojos fue más aterradora que cualquier amenaza. “Mi propia familia”.
El silencio en la habitación era tan denso que Adana sentía que la asfixiaba.
“No tienes por qué seguir con esto”, dijo Liam, su tono sorprendentemente suave. “No es tu lucha. Puedo sacarte de aquí. A ti, a tus hermanas. Puedo enviarlas al extranjero, a un lugar seguro. Darles una nueva vida, lejos de todo esto. Solo tienes que decirlo”.
Adana negó con la cabeza, una negativa rotunda y feroz. “No. No voy a huir. Esa gente, tu familia, asesinó a mis padres. Durante un año he creído que fue un robo al azar. Pero ahora sé que no lo fue. Ahora tengo la oportunidad de descubrir la verdad, de conseguir la justicia que la policía nunca nos dio. No voy a correr. No puedo”.
Liam la observó por un largo momento, viendo la determinación inquebrantable en sus ojos. Vio a la misma chica que se había enfrentado a la indiferencia de una multitud para salvar a un extraño. Vio a una guerrera.
“De acuerdo”, asintió finalmente. “Si quieres la verdad, la tendrás. Pero no irás sola”.
Abrió un cajón cerrado con llave de su escritorio y sacó una delgada carpeta negra. La empujó sobre la mesa hacia ella.
“Esta es mi investigación interna. Llevo meses en esto. Dudaba de mi propia familia, pero no tenía pruebas. Hay copias de los informes del equipo de seguridad de mi padre, transcripciones de llamadas, registros de movimientos bancarios sospechosos… fotos. Iba a mantenerlo en secreto hasta tener un caso sólido, pero ahora, tú eres parte de esto. Necesitas saberlo todo. Necesitas saber a quién te enfrentas”.
Adana abrió la carpeta con manos temblorosas. En la primera página, había un organigrama de la familia Adebayo. Los nombres de Tasha y Funmi estaban rodeados en rojo. A su lado, notas crípticas: “T.A. – Contactos con grupos de ‘seguridad’ en Sudáfrica. Rumores de ‘resolución de problemas’”. “F.A. – Designada heredera única en un borrador de testamento anterior. Borrador eliminado por O.A. una semana antes del accidente”.
“¿Querían matar a tu padre… para quedarse con el control del imperio?”, preguntó Adana, horrorizada.
“Y tú, Adana”, dijo Liam con gravedad, “arruinaste su coronación con un solo acto de bondad”.
Suspiró, pasándose una mano por el pelo. “Ahora estás atrapada entre dos fuegos. Tienes que tener cuidado con cada paso que das. Incluso en la universidad… no estás segura. Te vigilan”.
Adana asintió, su miedo cristalizando en una resolución de acero. “Ya lo he perdido casi todo. No tengo nada que temer”.
Esa misma noche, en una lujosa mansión escondida en el exclusivo barrio de Maitama, Tasha Adebayo arrojó su teléfono contra una pared de seda.
“¡Esa estúpida repartidora sabe demasiado! ¡Liam le ha contado algo, estoy segura!”.
Frente a ella, su tía Funmi, una mujer de una belleza glacial y ojos de depredadora, dio una calada a un cigarrillo delgado y exhaló el humo lentamente. “La emoción te nubla el juicio, querida. No es un problema. Es una solución que aún no hemos implementado”.
Se giró hacia un hombre corpulento con traje gris que permanecía en silencio en un rincón de la habitación. “Es hora de silenciarla. Como hicimos con los padres”.
Tasha la miró. “¿Estás segura de que fueron ellos los que nos dieron problemas?”.
“El padre era el asesor legal de Olumide en ese momento”, dijo Funmi con una sonrisa fría. “Estaba revisando los documentos de la reestructuración de la herencia. Hacía demasiadas preguntas. Su ‘robo’ fue una medida de precaución necesaria. Un mensaje. Ahora, tenemos que enviar otro mensaje a esa niña. Uno definitivo”. Funmi apagó su cigarrillo en un cenicero de cristal. “Que parezca un accidente. Algo trágico y lamentable. Como el de la vez anterior. Pero esta vez, asegúrate de que tenga éxito”.
Mientras tanto, Adana estaba encerrada en su apartamento, devorando los documentos de la carpeta de Liam. Su mente trabajaba a una velocidad febril, conectando puntos. El nombre de la “Fundación Adebayo” aparecía una y otra vez en las transacciones sospechosas. La rama benéfica de la familia. La fachada perfecta.
Investigó más a fondo en la red, utilizando los portales de acceso que Liam le había proporcionado. Descubrió que la Fundación canalizaba fondos a una organización pantalla llamada “Emerald Horizon”. Oficialmente, una consultora de desarrollo. Extraoficialmente, según las notas de Liam, una agencia utilizada para lavar dinero, sobornar a funcionarios y, posiblemente, contratar servicios ilegales. Asesinos a sueldo.
Justo cuando estaba a punto de copiar los datos en una unidad segura, la pantalla de su ordenador parpadeó y se apagó. Un corte de electricidad. El apartamento quedó sumido en una oscuridad total y un silencio repentino.
Y entonces, afuera de su ventana, en el tercer piso, una sombra se movió. Rápida, fugaz.
Adana contuvo la respiración, su corazón martilleando contra sus costillas. Se levantó lentamente, cogiendo el pesado cuchillo abrecartas de metal que había sobre su escritorio.
Ya no era solo una amenaza. No eran solo mensajes. La sombra en la ventana era la prueba.
Venían por ella.
EPISODIO 6: La Verdad Lleva Máscara de Muerte
El silencio tras el apagón era antinatural, un vacío que amplificaba cada latido de su corazón. Adana se mantuvo inmóvil, sus ojos tratando de acostumbrarse a la penumbra, el cuchillo abrecartas firmemente sujeto en su mano. El metal frío era un ancla a la realidad en medio del torbellino de pánico.
La sombra en la ventana se movió de nuevo. Esta vez no fue fugaz. Era la silueta de un hombre, recortada contra el débil resplandor de las luces de la ciudad. Estaba en la escalera de incendios.
Un pensamiento claro y helado atravesó su mente: no estaban tratando de ser sigilosos. Estaban tratando de aterrorizarla.
Actuó por puro instinto. Se deslizó hacia atrás, lejos de la ventana. Su mente corrió a la misma velocidad que su pulso. Sacó la pequeña unidad USB donde había empezado a copiar los archivos y la escondió en el forro de su zapatilla. Luego, cogió su teléfono y, con los dedos temblorosos, envió un único mensaje de texto a Liam. Una sola palabra: “AHORA”. Era su código de emergencia.
Unos golpes suaves resonaron en la puerta principal. No eran los golpes urgentes de alguien que busca ayuda. Eran deliberados, rítmicos, sádicos. Diseñados para poner los nervios de punta.
“Adana, querida…”. La voz que atravesó la puerta era femenina, meliflua como la miel envenenada. “Sabemos que estás ahí. Abre la puerta. Solo queremos hablar”.
Era Funmi Adebayo. La matriarca de la oscuridad.
El terror amenazó con paralizarla. Pero la imagen de sus padres, sus rostros sonrientes en la última foto que tenían juntos, brilló en su mente. No iba a morir como ellos. No sin luchar.
Se oyó el sonido metálico de una llave maestra en la cerradura. Tenían una copia.
Adana no esperó más. Corrió en silencio hacia la parte trasera del apartamento, a la pequeña cocina. Abrió la ventana que daba a un estrecho patio interior y a un muro de ladrillos. Era una caída de un piso. Un riesgo. Pero quedarse era la muerte segura.
Justo cuando oía la puerta de entrada abrirse y los pasos de varios hombres resonando en el pasillo, Adana saltó. Aterrizó mal, un dolor agudo recorriendo su tobillo. Ahogó un grito de dolor y se obligó a ponerse de pie. Cojeando, corrió hacia la oscuridad del patio trasero, desapareciendo entre los contenedores de basura justo cuando las linternas de sus perseguidores barrían la ventana de su cocina.
“No está aquí”. La voz era de un hombre. Frustrada.
“Entonces ha escapado. Encuéntrenla”, ordenó fríamente Funmi. “Esta noche. La quiero fuera del mapa. Para siempre”.
Treinta minutos más tarde, un coche sin distintivos se detuvo en una calle oscura. Adana, cojeando y cubierta de suciedad, fue ayudada a entrar por un hombre corpulento que resultó ser el jefe de seguridad de Liam. La llevaron a una casa de seguridad, un apartamento anónimo y fortificado.
Liam ya la esperaba. La frialdad habitual de su rostro había sido reemplazada por una máscara de furia contenida y culpa. Cuando vio su tobillo hinchado, una palabrota escapó de sus labios.
“Lo siento”, dijo, su voz ronca. “Subestimé su audacia. Debería haber puesto vigilancia sobre ti desde el principio. Han cruzado la línea”.
“No solo la han cruzado, Liam”, dijo Adana, dejándose caer en una silla, el cuerpo finalmente cediendo al temblor. “Quieren borrarme del mapa. Igual que hicieron con mis padres”.
El silencio en la habitación era pesado, cargado de la gravedad de sus palabras. Adana se quitó la zapatilla y sacó la unidad USB. La puso sobre la mesa, un pequeño trozo de plástico que contenía una verdad explosiva.
“No consiguieron los datos. Pero yo los tengo. ‘Emerald Horizon’. Las transacciones de Funmi. El desvío de fondos de la Fundación Adebayo para contratar a esos… monstruos. Tengo los números de cuenta falsos, y uno de ellos está directamente vinculado a una propiedad a nombre de Tasha”.
Liam miró la unidad USB como si fuera una bomba de relojería.
“Estás segura…”, comenzó.
“Estoy segura de que mis padres no murieron en un simple robo. Cuando revisé sus papeles, descubrí que mi padre, como abogado, estaba bloqueando la venta de unas tierras que tu padre no quería vender, pero que Funmi codiciaba. Dos días después de que él presentara la objeción formal, los mataron. Se llevaron sus archivos de trabajo. No las joyas”.
La revelación cayó sobre Liam como una tonelada de ladrillos. Su rostro se endureció hasta convertirse en granito.
“Así que no fue solo por el testamento… fue por codicia. Y mataron a tu padre para despejar el camino”. Liam se puso de pie de un salto, su cuerpo vibrando de una ira que nunca antes había mostrado. Golpeó la mesa con el puño. “Van a pagar por esto. Te lo juro, Adana. Pagarán”.
En la mansión de Funmi, sonó su teléfono. Un número bloqueado.
“¿Sí?”.
“Hay un problema”, dijo una voz. “La chica sigue viva”.
Funmi apretó el teléfono. “¿Cómo? Envié a mis mejores hombres”.
“No solo sigue viva. La unidad USB que llevaba… está ahora en manos de Liam”.
Funmi sintió un escalofrío. “Hay que eliminarla. Y a él. Hay que borrarlo todo”.
“Demasiado tarde, Funmi”, dijo la voz, con un matiz de satisfacción maliciosa. “Has ido demasiado lejos. Y ahora… el viejo también lo sabe”.
“¿Quién?”.
“Olumide. Se despertó por completo hace una hora. Y está preguntando por ti”.
A la mañana siguiente, en la suite privada del hospital, Olumide Adebayo recibió a Adana. Su mente estaba clara, sus ojos afilados como cuchillos. Había hecho que su equipo de seguridad le contara todo.
“Me has salvado la vida dos veces, niña”, dijo, su voz débil pero llena de una fuerza de voluntad de acero.
“Hice lo que tenía que hacer, señor”.
“No. Hiciste lo que nadie más se atrevió a hacer. Eres la hija de Chijioke Nwankwo, ¿verdad? El último hombre honesto que trabajó para mí. Un buen hombre. Le debo más de lo que jamás podré pagar”.
A Adana se le llenaron los ojos de lágrimas. “Lo mataron, señor. Por su culpa. Por unas tierras. Por su dinero”.
“Lo sé”, dijo Olumide, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla. “Lo sé todo. Creyeron que estaba en mi lecho de muerte, y los buitres mostraron su verdadera naturaleza. Funmi, Tasha… mi propia sangre”.
Adana sacó la unidad USB de su bolsillo y se la entregó. “Aquí está el arma para acabar con ellos. Pero tiene que usarla. Sin piedad”.
Olumide tomó la mano de Adana. Su agarre, aunque débil, era firme. “No, Adana. Nosotros la usaremos. A partir de hoy, ya no lucharás sola. A partir de hoy, eres una Adebayo. Puede que ese nombre esté manchado ahora, pero tú, con tu coraje, eres la única que puede limpiarlo. Desde dentro”.
Esa noche, mientras Tasha Adebayo se apresuraba a subir a un jet privado en el aeropuerto, su teléfono sonó. Era la oficina del Inspector General de la Policía.
“Señorita Tasha Adebayo, tenemos una orden de arresto contra usted por conspiración para cometer asesinato, fraude y blanqueo de capitales. Nuestros hombres van en camino. Por favor, coopere”.
A lo lejos, las sirenas azules y rojas empezaron a destellar, acercándose rápidamente. Tasha miró por la ventanilla del coche y su sangre se heló.
Al otro lado de la pista, de pie junto a un vehículo oscuro, estaban Liam y Adana. No sonreían. No gesticulaban. Simplemente estaban allí, de pie, observándola. Una declaración silenciosa y terrible de que el juego había terminado. Y ellos habían ganado.
EPISODIO 7: De Repartidora a Heredera del Caos
La caída de la casa Adebayo fue tan espectacular como su ascenso. Las noticias se propagaron como un incendio forestal en la estación seca. Tasha Adebayo, la princesa de la alta sociedad, arrestada en la pista de un aeropuerto. Funmi Adebayo, la astuta matriarca en la sombra, bajo investigación formal, sus activos congelados. El conglomerado, un símbolo de la invencibilidad nigeriana, se tambaleaba al borde del abismo.
Y en el epicentro de este terremoto corporativo y familiar, un nombre que nadie conocía hasta hacía unas semanas empezó a resonar con una fuerza increíble: Adana Nwankwo.
Una semana después del arresto de Tasha, un coche oficial la recogió en la casa de seguridad y la llevó a la vasta y ahora silenciosa mansión de los Adebayo en Maitama. Por primera vez, no entraba como una intrusa o una invitada temerosa, sino como una aliada convocada a un consejo de guerra.
Olumide Adebayo la esperaba en la gran sala de juntas, una estancia con una mesa de caoba que podía albergar a treinta personas. Estaba en su silla de ruedas, pero su postura era erguida, su mirada llena de una nueva determinación. A su lado, de pie, estaba Liam, su rostro impasible pero sus ojos fijos en Adana con una emoción que ella no pudo descifrar.
“¿Sabes por qué te he llamado, Adana?”, comenzó Olumide.
“Porque confía en mí para testificar”, respondió ella.
Olumide sonrió, una sonrisa cansada pero genuina. “No, niña. Confío en ti para mucho más que eso. Te necesito”.
Hizo una señal a su abogado, quien deslizó una carpeta de cuero a través de la pulida superficie de la mesa. Adana la abrió.
Era el nuevo testamento de Olumide Adebayo. Un documento que redibujaba el mapa del poder de una de las familias más influyentes de África.
“Como puedes ver, he desheredado a Funmi y a Tasha. Cada céntimo. Cada acción. Liam seguirá siendo el CEO y mi sucesor al frente del conglomerado principal. Él tiene la mente para los negocios. Pero la Fundación Adebayo… el alma de mi imperio… necesita un nuevo corazón”.
Los ojos de Adana se abrieron de par en par. “Señor, no entiendo…”.
“He creado un nuevo puesto. Vicepresidenta ejecutiva de la Fundación Adebayo. Con poder de veto sobre todos los proyectos. Y la he nombrado a usted co-supervisora de todos los bienes sociales de la familia: las tierras, las becas, los programas de desarrollo. Todas las cosas que su padre soñó que se usaran para el bien de la gente, no para financiar asesinatos”.
Adana sintió que el aire le faltaba. “Pero… pero yo solo soy… yo solo entregaba paquetes. No tengo experiencia, no tengo estudios…”.
“Tienes algo más importante”, la interrumpió Olumide, su voz resonando en la sala silenciosa. “Tienes integridad. Tienes el coraje de un león. Cargaste a un hombre moribundo sobre tu espalda porque era lo correcto. Te enfrentaste a mi familia, al poder, al peligro, porque buscabas la justicia. En mi mundo, Adana, eso vale más que todos los títulos universitarios del mundo”.
Detrás de la puerta de cristal esmerilado, Liam seguía observándola. Y por fin, Adana pudo leer la emoción en sus ojos. No era frialdad, ni sospecha. Era orgullo. Un orgullo abrumador.
Una semana después, se convocó una rueda de prensa que paralizó al país. El gran auditorio del centro de conferencias de Abuja estaba abarrotado. Las cámaras de televisión parpadeaban como un enjambre de luciérnagas.
Liam fue el primero en subir al estrado. Su presencia, serena y autoritaria, silenció a la multitud.
“Hoy no me dirijo a ustedes solo como el CEO del Grupo Adebayo”, comenzó, su voz proyectándose con claridad. “Hablo en nombre de mi padre y de lo que queda de mi familia para anunciar una nueva dirección. Un nuevo futuro. Uno basado no en la sangre, sino en el carácter”.
La sala contuvo la respiración.
“En las últimas semanas, mi padre y yo hemos tenido el privilegio de conocer a una joven extraordinaria. Alguien que, con un solo acto de valentía, nos recordó el significado de la humanidad. Alguien en quien mi padre ha depositado su máxima confianza. Alguien que le salvó la vida y que se atrevió a desafiar la oscuridad dentro de nuestra propia casa. Es un honor para mí presentarles a la nueva Vicepresidenta de la Fundación Adebayo… la señorita Adana Nwankwo”.
Un murmullo de incredulidad y asombro recorrió la sala. Adana salió de entre bastidores. Llevaba un sencillo pero elegante vestido azul marino, el pelo recogido, su rostro sereno. Caminó hacia el podio con una confianza tranquila que desmentía el terror que sentía por dentro.
Se paró frente a los micrófonos. Las luces la cegaban.
“Yo no nací con el apellido Adebayo”, comenzó, su voz clara y firme, sin rastro de temblor. “Nací en una casa llena de amor que me fue arrebatada. Aprendí el valor del trabajo duro entregando paquetes bajo el sol. No sé nada de juntas directivas ni de mercados de valores. Pero sé lo que es tener hambre. Sé lo que es sentir miedo. Y sé lo que es la justicia. Y les prometo a todos ustedes que mientras yo esté en la Fundación Adebayo, cada naira se usará para encender una luz, no para apagarla”.
El auditorio estalló en un aplauso atronador. En la primera fila, sus hermanas gemelas lloraban de alegría. En la última fila, un hombre con traje oscuro y gafas de sol, que nadie reconoció, sonrió fríamente y salió discretamente de la sala.
Esa noche, en el coche de Liam, un silencio cómodo se instaló entre ellos.
“¿Estás bien?”, preguntó finalmente Liam, rompiendo el silencio.
Adana apoyó la cabeza contra la ventanilla fría, observando las luces de la ciudad pasar. “Tal vez… tal vez por primera vez en mucho tiempo, siento que pertenezco a algo”.
Liam sonrió, una sonrisa genuina y cálida que transformó su rostro. “No solo perteneces, Adana. Lo estás construyendo”.
Hizo una pausa, y luego, lentamente, extendió la mano y tomó la de ella. Su contacto fue suave, tentativo, pero lleno de un significado profundo.
“Me equivoqué contigo”, dijo, su voz perdiendo toda su formalidad. “Dudé de ti. Te juzgué. Y lo siento. Si me dejas… quiero quedarme a tu lado. Ya sea como tu colega, tu protector… o simplemente como el hombre que te sostiene la mano cuando estás cansada”.
Adana se giró para mirarlo. No necesitó responder con palabras. La sonrisa que iluminó su rostro fue toda la respuesta que él necesitaba.
Pero a unas calles de distancia, en la soledad de una habitación de hotel de lujo, Funmi Adebayo, que acababa de ser liberada bajo una fianza astronómica, observaba la repetición de la rueda de prensa en una pantalla de plasma. Sus ojos estaban fijos en el rostro radiante de Adana.
A su lado, un hombre susurró: “Se han apoderado de todo. ¿Qué haremos ahora, señora?”.
Funmi apagó el televisor con el mando a distancia. La habitación quedó en silencio.
“Limpiar el tablero”, dijo, su voz un silbido helado. “Cuando tu enemigo cree que ha ganado, es cuando es más vulnerable. Van a descubrir que yo no pierdo. Nunca. Aunque tenga que incendiar todo el imperio Adebayo para empezar de cero”.
La pantalla se quedó en negro. La guerra no había terminado. El juego final, el más sangriento de todos, estaba a punto de comenzar.