“No puedo controlarme cuando veo tus curvas”, le dijo a la novia virgen que le habían vendido.

“No puedo controlarme cuando veo tus curvas”, le dijo a la novia virgen que le habían vendido.

El Guerrero y la Mujer Vendida

El fuego de la chimenea crepitaba alto, lanzando sombras danzantes por las paredes de madera de la cabaña. Él la sostenía por los hombros, sus ojos ardientes clavados en los de ella, como si no existiera nada más en el mundo aparte de los dos. Su respiración era pesada, casi salvaje, y sus manos callosas temblaban levemente al tocar la piel suave que se escondía bajo el tejido azul del vestido.

—No puedo controlarme cuando veo tus curvas —dijo él en un susurro ronco, su voz cargada de deseo y furia contenida.

Ella, por su parte, no sabía si debía retroceder o rendirse. Su corazón latía tan rápido que parecía querer escapar de su pecho. Había sido vendida. Entregada como una mercancía al hombre más temido de aquellas tierras. Sabía que no tenía elección: ahora era su esposa, y todos esperaban que se entregara.

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Pero el miedo se mezclaba con algo nuevo, algo que ardía en silencio dentro de ella, algo que jamás se había atrevido a nombrar.

—Por favor… —murmuró, intentando alejarse un poco.

Los dedos de él apretaron suavemente su barbilla, obligándola a mirar esos ojos oscuros que ardían como brasas. El guerrero no tenía la costumbre de pedir; siempre tomaba lo que quería. Su cuerpo musculoso, marcado por cicatrices de batallas, era una prueba viva de su brutalidad y también de su fuerza. Sin embargo, había una extraña delicadeza en la forma en que la sujetaba, como si temiera romperla.

—No entiendes —continuó él, acercando sus labios al oído de ella—. He pasado toda mi vida tomando por la fuerza lo que me negaban. Pero contigo… algo en mí pide más. Pide que espere.

Ella cerró los ojos por un instante, intentando alejar el calor que se extendía por sus venas. El sonido de su respiración, el olor a sudor y humo, el peso de su presencia… todo la envolvía, sofocante y adictivo.

Recordó a su padre entregándola como un objeto.
—Es por el bien de la familia —había dicho él, evitando mirar el llanto contenido de su hija.

La fortuna que el guerrero había pagado compraría tierras, ganado e influencia. Pero ¿y ella? ¿Qué destino compraba ese matrimonio forzado?

—Yo no elegí estar aquí —dijo ella, con una voz débil, casi inaudible.

Él la soltó de repente, como si esas palabras fueran un golpe. Se dio la vuelta, respirando profundamente, y pasó la mano por su cabello largo y despeinado, que caía sobre sus anchos hombros. La tensión en el aire era palpable.

—Ni yo —respondió con amargura—. No elegí sentir esto.

Un silencio pesado cayó sobre la sala, roto solo por el crujir de la madera ardiendo. Ella lo observaba, intentando comprender al hombre que, en pocas horas, había pasado a ser llamado su marido. Había algo contradictorio en él: brutal y, al mismo tiempo, vulnerable; feroz, pero prisionero de una pasión que parecía escapar de su control.

Él se volvió nuevamente, pero esta vez había una sombra de dolor en su mirada. Se acercó despacio y se arrodilló frente a ella. Tomó su mano delicada entre las suyas, ásperas y fuertes, y la sostuvo con firmeza, como quien jura lealtad en un campo de batalla.

—No sé cómo lidiar con esto, pequeña. No sé ser suave, pero no quiero que me temas.

Las palabras simples la golpearon con más fuerza que gritos o órdenes. Su corazón, que antes latía con desesperación, ahora palpitaba con confusión. No sabía si debía odiarlo, rechazarlo o ceder a lo que comenzaba a crecer en silencio entre ellos.

El viento sopló afuera, haciendo crujir la cabaña. La noche apenas comenzaba, y el destino de ambos sería sellado allí, entre llamas, secretos y cicatrices.

Entre el miedo y la redención

El silencio parecía arañar su piel, tan denso que cada latido de su corazón resonaba como un tambor de guerra dentro de su pecho. Él seguía arrodillado frente a ella. Y esa imagen, ese hombre tan temido de rodillas, no salía de su mente. Un guerrero no se arrodillaba, no se doblegaba, pero allí estaba él.

La luz del fuego se reflejaba en sus ojos, como si buscara en ella una redención que nunca había encontrado en las batallas. Ella retiró su mano con cautela, pero él no opuso resistencia. Permitió que se alejara, y ese gesto la confundió aún más.

Si realmente fuera la bestia que todos decían, ya habría tomado lo que quería. Ya habría desgarrado el vestido azul y la habría arrojado sobre la cama de pieles junto a la chimenea. Pero no. Él se contenía.

—Me miras como si fuera un monstruo —dijo él, levantándose despacio, con una voz grave, pero herida—. Tal vez lo sea.

Esas palabras lo hirieron más que la hoja de cualquier enemigo.

Ella lo observaba de cerca ahora, notando detalles que antes la tensión no le permitía ver: las cicatrices que cruzaban su amplio pecho, marcas de antiguas batallas; la forma en que sus dedos temblaban discretamente cuando la miraban a los ojos; la vulnerabilidad oculta bajo la máscara de brutalidad.

—No sé qué pensar de ti —respondió ella con franqueza—. Fui vendida. Entregada como una moneda de cambio. No puedo simplemente aceptar esto.

Él rió bajo, una risa amarga que no traía alegría alguna. Se giró y tomó una jarra de madera llena de hidromiel, vaciándola de un trago. El líquido goteó por su barba, y limpió su boca con el dorso de la mano.

—Yo también fui vendido —dijo de repente, como si escupiera una amarga verdad—. Cuando era solo un niño, me vendieron como soldado. Aprendí a matar antes de aprender a amar.

La confesión quedó suspendida en el aire. Ella no esperaba escuchar eso. La imagen que tenía de él, el bárbaro despiadado, el guerrero que había comprado su destino, comenzaba a desmoronarse en capas. Detrás de la fuerza había una herida. Detrás de la brutalidad, un pasado marcado por la misma moneda de cambio que ahora los unía.

—Por eso no sé cómo lidiar contigo —continuó él, con la voz quebrada—. Porque me miras no como enemigo, no como soldado, sino como hombre.

Ella sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. Por primera vez, no era miedo. Era algo diferente, más confuso, más peligroso.

El fuego de la chimenea parecía arder más alto, iluminando su rostro. Sus ojos no solo mostraban deseo, sino también dolor.

—Si pudiera, habría elegido otra vida —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Una vida donde el amor no fuera impuesto.

Él dio dos pasos hacia ella, y ella retrocedió instintivamente hasta sentir la pared de madera en su espalda. Pero él no la tocó. Solo extendió su mano, deteniéndose a centímetros de su rostro.

—Entonces enséñame —pidió él, casi en súplica—. Enséñame cómo amar sin imponer.

Un nuevo comienzo

Las palabras lo sorprendieron tanto como a ella. El guerrero que los aldeanos temían, que su padre respetaba como quien teme la furia de un dios, ahora la miraba con la fragilidad de un niño perdido.

Ella respiró profundamente, intentando comprender el torbellino dentro de sí misma. Parte de ella quería huir, abrir la puerta y correr por la noche hasta que el viento apagara todo aquel calor. Pero otra parte, una parte que no se atrevía a admitir, quería quedarse. Quería descubrir quién era el hombre detrás de la armadura de carne y cicatrices.

—Eso lleva tiempo —respondió ella, firme pero con suavidad—. No prometo nada.

Él cerró los ojos por un momento, como si esas palabras fueran la primera victoria que realmente importaba. Y sin decir más, dio un paso atrás, respetando su espacio.

—Tiempo es lo único que me queda —murmuró—. Todo lo demás ya me ha sido arrebatado.

Ella no respondió. El silencio volvió, pero esta vez era diferente. Ya no era sofocante, sino cargado de posibilidades.

Esa noche, aunque compartieron el mismo fuego, el mismo aire y la misma inquietud, algo había cambiado. Un vínculo invisible, frágil y peligroso, había comenzado a formarse entre ellos.

Y él, el hombre que había aprendido a vivir solo de sangre y guerra, entendió que tal vez su mayor batalla apenas estaba comenzando: conquistar un corazón que jamás podría ser comprado.

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