PART4: ¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró
El secreto del mezquite gigante
Crisóbal, ya adulto, seguía pensando en las últimas palabras de su madre, tal como se las había contado su padre. No podía evitar preguntarse sobre los misterios que rodeaban su muerte, las extrañas apariciones de aquellos hombres misteriosos y, sobre todo, el gigantesco mezquite bajo el cual su madre estaba enterrada.
Una noche, cuando la luna llena iluminaba el desierto, Crisóbal decidió descubrir el secreto que siempre había sentido oculto. Tomó una linterna y una pala, salió silenciosamente de la casa grande y se acercó al mezquite.
Cuando empezó a cavar, una ráfaga de viento frío apagó la llama de la linterna. Sin embargo, la luz de la luna aún era lo suficientemente brillante como para que pudiera continuar. La tierra estaba seca y dura, pero Crisóbal no se rindió. Al cabo de un rato, su pala golpeó algo duro.
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No era un ataúd, sino un viejo cofre de madera, cerrado con un candado de hierro oxidado. El corazón de Crisóbal latía con fuerza mientras sacaba el cofre del agujero. Utilizó una pala para abrir la cerradura y, cuando la tapa se abrió, salió una ráfaga de aire frío que llevaba consigo el olor del tiempo y de los secretos enterrados.
Dentro del cofre había un viejo cuaderno, envuelto en hule para protegerlo de la humedad. En la portada estaba grabado el nombre “Refugio Enas”. Crisóbal abrió el cuaderno y la letra de su madre apareció a la luz de la luna.
El diario de Doña Refugio
“Si estás leyendo esto, Crisóbal, significa que ya no estoy contigo. Pero no temas, mi hijo, porque siempre estará a tu lado, aunque no puedas verme. Hay cosas que nunca te conté, secretsos que guardé para protegerte. Pero ahora es el momento de que sepas la verdad.”
Crisóbal hojeó las páginas, leyendo las líneas que había dejado su madre. En el diario, Doña Refugio contó sus primeros años en “Las Tres Cruces”, cómo conoció a Don Crisóbal y su intenso pero tormentoso amor. Pero lo que más sorprendió a Crisóbal fue un pasaje sobre una maldición.
“Cuando tu padre y yo compramos este rancho, no sabíamos que la tierra estaba maldita. Los yaquis que vivían aquí antes de nosotros nos advirtieron, pero no les hicimos caso. Dijeron que esta tierra pertenecía a los espíritus del desierto, y cualquiera que intentara poseerla pagaría un precio terrible. Yo no les creí… hasta que vi lo que le pasó a tu padre.”
Crisóbal sintió una sensación de frío recorrer su espalda. Recordó la muerte de su padre, asesinado por la misma vaca que criaba. Pero lo que más lo sorprendió fueron las siguientes líneas del diario.
“El mezquite gigante no es solo un árbol. Es un guardián. Es el vínculo entre este mundo y el otro. Si alguien intenta profanarlo, despertará a los espíritus que protegen esta tierra. Y esos espíritus no conocen la piedad.”
Crisóbal cerró el diario, sintiendo un miedo que jamás había experimentado. Alzó la vista hacia el mezquite, que ahora se alzaba como una gigantesca sombra negra a la luz de la luna. Comprendió que las historias sobre la sombra de su madre apareciendo por la noche podrían no ser solo rumores.
El regreso de los espíritus
En los días siguientes, comenzaron a ocurrir extraños fenómenos en “Las Tres Cruces”. El ganado desaparecía misteriosamente, los gritos resonaban en el desierto por la noche y los vaqueros empezaron a ver figuras altas moviéndose en la oscuridad. Algunos decían que era el espíritu de Doña Refugio, pero otros creían que eran los espíritus del desierto, los espíritus del desierto que su madre había mencionado en su diario.

Una noche, Crisóbal decidió enfrentar sus miedos. Tomó un rifle y se adentró en el desierto, donde eran frecuentes los ruidos extraños. A medida que se internaba en la oscuridad, la luz de la luna iluminó una escena insólita: un grupo de personas vestidas con túnicas blancas, formando un círculo alrededor de un mezquite.
Estaban realizando un ritual, cantando canciones extrañas en una lengua que Crisóbal no entendía. En el centro del círculo, una mujer alta, de larga cabellera negra que le llegaba hasta el suelo, permanecía en silencio. Crisóbal sintió que el corazón se le salía del pecho. Era su madre.
—¡Madre! —lo llamó, pero la mujer no respondió. Solo lo miró, con los ojos llameantes.
Crisóbal alzó el rifle, pero una voz resonó en su cabeza, como proveniente del mismo desierto:
—No te dispares, hijo. Esto no es lo que parece.
Crisóbal bajó el rifle, confundido y asustado. La mujer del círculo levantó la mano, y una ráfaga de viento lo derribó al suelo. Cuando abrió los ojos, todo había desaparecido: la gente vestida de blanco, la mujer y el extraño canto.
La última batalla
A la mañana siguiente, al amanecer, Crisóbal le contó a Epifanio lo que había visto. El anciano escuchó en silencio y luego suspiró.
—Hijo, hay cosas en las que los humanos no deben interferir. Tu madre intentó protegernos de ellas, pero ahora han regresado. Debemos prepararnos.
Epifanio y Crisóbal decidieron convocar a todos los vaqueros de la zona para protegerse.
Las Tres Cruces. Construyeron más cercas, cavaron trincheras alrededor del mezquite y prepararon sus armas. Pero en el fondo, ambos sabían que ni las armas ni las balas podían hacer frente a los espíritus del desierto.
Al caer la noche, el viento aullaba por todas partes. Los vaqueros sujetaban con fuerza sus armas, pero nadie se atrevía a salir de la cerca. A lo lejos, comenzaron a aparecer figuras oscuras, que se movían lentamente hacia el mezquite.
Crisóbal y Epifanio estaban en el porche de la casa grande, observando la extraña escena. De repente, un fuerte estruendo resonó y la tierra tembló. El gigantesco mezquite, símbolo de “Las Tres Cruces”, comenzó a partirse desde dentro.
Desde el interior del árbol, estalló una luz brillante y una voz resonó por el desierto:
—¡Esta es mi tierra! ¡Nadie la tomará!
Crisóbal reconoció la voz. Era la voz de su madre, pero no la voz dulce que conocía, sino la voz de una diosa furiosa, una fuerza de la naturaleza.
El final Sacrificio
Epifanio, con los ojos llenos de determinación, se acercó al mezquite.
—Crisóbal, cuida de “Las Tres Cruces”. Este es el momento en que cumplo mi última promesa a tu madre.
—¡No, padre! —Crisóbal intentó detener a su padre, pero Epifanio ya había entrado en la luz.
En el último instante, Epifanio se giró y le sonrió a su hijo.
—Recuerda, hijo, la familia no es de sangre, sino lo que construimos juntos.
Y entonces, desapareció en la luz, junto con el gigantesco mezquite.
El renacer de “Las Tres Cruces”
Cuando la luz se desvaneció, el desierto volvió al silencio. El mezquite había desaparecido, pero donde antes se alzaba, apareció un terreno inusualmente fértil. Crisóbal se arrodilló, tocó la tierra con las manos y juró proteger el legado de su familia, pasara lo que pasara.
A partir de entonces, “Las Tres Cruces” se convirtió en algo más que un rancho. Se convirtió en símbolo de sacrificio, amor y fortaleza. La historia de Doña Refugio y Epifanio se transformó en leyenda, transmitida de generación en generación, como recordatorio de que nada es más fuerte que el amor y la lealtad.
Y en las noches de luna llena, aún se pueden ver las siluetas de una mujer alta y un hombre pequeño, de la mano, caminando por el desierto, protegiendo eternamente Las Tres Cruces.