“La Noche que Camila Desapareció: El Misterio del Club Eclipse”
Mayo de 2012. Cancún. Camila, una joven de 18 años, entró a un club nocturno vestida con una regata blanca y unos jeans ajustados, lista para celebrar su vida adulta. Esa misma madrugada desapareció sin dejar rastro. 8 años más tarde, en el sótano húmedo de una casa abandonada, un trabajador halló una caja sellada.
.
.
.
Dentro estaban todas sus prendas de aquella noche, dobladas con un cuidado perturbador, como si el tiempo se hubiera detenido. Cancún, verano del 2012. La ciudad estaba en su punto más alto de turismo, hoteles llenos, playas abarrotadas y una vida nocturna que parecía no dormir jamás. En medio de ese brillo artificial, Camila Herrera, de apenas 18 años, vivía una de las noches más esperadas de su juventud.
Había terminado la preparatoria y soñaba con estudiar diseño de modas en la Ciudad de México. Esa noche, un grupo de amigas la convenció de ir al famoso club Eclipse en plena zona hotelera. Camila se arregló frente al espejo de su habitación con la ilusión de sentirse adulta. eligió una regata blanca, unos jeans de mezclilla ajustados y sus tenis favoritos, porque siempre decía que quería bailar sin cansarse.
Llevaba también un pequeño bolso de mano con su celular y un labial rosado. Era una imagen sencilla, pero cargada de frescura juvenil. Su madre, doña Teresa, la despidió en la puerta con un nudo en la garganta. “Regresa temprano, hija”, le pidió. Camila la tranquilizó con una sonrisa.
No te preocupes, solo bailamos un rato y vuelvo. Esa promesa sería la última vez que su madre escucharía su voz. Las cámaras de seguridad del club registraron su entrada poco después de la medianoche. Aparece riendo, saludando a sus amigas y pidiendo una bebida sin alcohol en la barra. Nada parecía fuera de lugar.
Sin embargo, a las 2:40 de la madrugada, cuando la pista de baile estaba llena y el calor del lugar era insoportable, Camila desapareció sin que nadie notara cómo salió. Las amigas pensaron que se había adelantado a casa, pero a la no amanecer, al no responder llamadas ni mensajes, la familia acudió de inmediato a la fiscalía. Allí se encontraron con la primera herida.
Les exigieron esperar 72 horas antes de iniciar la búsqueda. Seguramente se fue con un muchacho, les dijeron con frialdad. Teresa salió de esa oficina con la sensación de que su hija ya no solo estaba perdida en la ciudad, sino también en la indiferencia del sistema. Pasaron días, luego semanas. Vecinos, familiares y voluntarios llenaron las calles de Inigines y volantes con su rostro.
La familia reunió hasta 5 millones de pesos como recompensa, pero no apareció una sola pista confiable. El club continuó operando como si nada hubiera pasado. La música seguía, las luces seguían y el nombre de Camila poco a poco se fue hundiendo en el olvido burocrático. Durante años, Teresa mantuvo intacto el cuarto de su hija.
Sobre la cama dejó una fotografía de Camila usando esa misma ropa, la regata blanca y los jeans. Era su manera de resistir al olvido. Cada aniversario de su desaparición encendía una vela y rezaba, convencida de que algún día tendría una señal. Esa señal llegaría 8 años después de la forma más brutal y dolorosa. Una fuga de agua en una casa confiscada en la colonia Prado Norte obligó a un trabajador a bajar al sótano.
Allí, tras abrir una caja sellada con cinta industrial, encontró el conjunto completo que Camila llevaba la noche de su desaparición, cuidadosamente doblado, como si alguien quisiera conservarlo para siempre. Ese hallazgo no solo reabrió el caso, sino que abrió una herida aún más profunda en una madre que nunca dejó de esperar.
El hallazgo cayó como un rayo en Cancún. El trabajador que descubrió la caja no podía creerlo. Las prendas estaban limpias, intactas, como si hubieran sido guardadas con un cuidado obsesivo. La regata blanca, el pantalón de mezclilla, la ropa íntima, cada pieza doblada con precisión quirúrgica, como un altar silencioso al recuerdo de Camila.