“No He Tenido Sexo en Seis Meses” — Dijo la Hermana Apache Gigante al Ranchero Virgen

“No He Tenido Sexo en Seis Meses” — Dijo la Hermana Apache Gigante al Ranchero Virgen

Sila, el que esperó y fue encontrado

En el año 1887, bajo un sol abrasador que parecía derretir el horizonte de las llanuras de Sonora, un joven ranchero llamado Silas McAllister cabalgaba solo hacia su hacienda perdida, el Rancho Las Ánimas. Su figura delgada y su rostro pálido contrastaban con el paisaje árido que lo rodeaba, y aunque solo tenía 24 años, su mirada reflejaba el peso de una soledad que parecía haberlo acompañado toda su vida.

Desde que su prometida lo abandonó seis meses atrás, Silas había jurado no volver a flaquear ante ninguna mujer. “No soy hombre para esperar”, le había dicho ella antes de marcharse con un capitán de caballería en Chihuahua. Esas palabras se habían convertido en un eco constante en su mente, una herida que no terminaba de cerrar. Y aunque intentaba convencerse de que estaba mejor sin ella, la verdad era que cada noche se iba a la cama con un vacío en el pecho y un deseo que lo quemaba como el sol del desierto.

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Esa tarde, mientras cruzaba el arroyo seco de Las Ánimas, algo rompió la monotonía de su viaje. Una columna de humo negro se alzaba en el horizonte, justo donde debía estar su rancho. Espoleó a su caballo, el corazón latiéndole como un tambor de guerra. Cuando llegó, encontró la puerta del granero abierta de par en par y, en el umbral, una figura que parecía salida de otro mundo.

Era una mujer apache, pero no como las que había visto en los mercados de Hermosillo. Era alta, más de seis pies, con hombros anchos y brazos tatuados con serpientes y soles que parecían moverse bajo su piel morena. Vestía un chaleco de cuero adornado con huesos de águila y una falda corta que dejaba al descubierto unos muslos fuertes como troncos de mezquite. Su cabello negro estaba recogido en una trenza, adornada con una sola pluma de cuervo que se balanceaba al ritmo del viento. Pero lo que más impactó a Silas fueron sus ojos: dos pozos oscuros que parecían arder con un fuego ancestral.

Silas se detuvo a diez pasos de distancia, con la mano temblando sobre la culata de su revólver.

—¿Quién demonios eres? —preguntó en un español torpe, aprendido de los peones del rancho.

La mujer dio un paso adelante, y su voz grave, como el rumor de un río subterráneo, llenó el aire:
—Soy Nissoni, hermana de Tazunka, jefe de los M del Norte.

Su mirada recorrió a Silas de pies a cabeza, deteniéndose en su cintura, en sus manos limpias, en el rubor que le subía al cuello. Una sonrisa burlona curvó sus labios.
—Y tú… tú eres el virginito que no ha mojado en seis lunas.

Silas sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. ¿Cómo podía saberlo? Nadie en el rancho hablaba de eso, ni siquiera Chencho, el viejo capataz que lo había visto crecer.

—¿Qué quieres? —logró preguntar con la voz quebrada.

Nissoni sonrió de nuevo, mostrando dientes blancos y afilados.
—Mi hermano dice que tu tierra tiene agua, agua que nos pertenece desde antes de que tus abuelos cruzaran el Bravo. Pero yo… —se acercó más, tanto que Silas pudo oler el humo en su cabello y la tierra en su piel—. Yo vengo por otra cosa.

El joven retrocedió hasta chocar con la puerta del granero. Nissoni era una cabeza más alta que él, y su sombra lo cubría por completo.
—No tengo oro —dijo Silas, tratando de mantener la calma.
—No quiero tu oro —respondió ella, alzando una mano y colocándola sobre su pecho, justo donde latía su corazón acelerado—. Quiero saber si es cierto lo que dicen los viejos, que un hombre que no ha yacido en seis lunas arde como ocote seco.

El dedo de la mujer quemaba a través de la tela de su camisa. Silas tragó saliva, incapaz de apartarse.

—Mi hermano y sus guerreros vienen al amanecer —continuó Nissoni—. Quemarán todo. A menos que…

—¿A menos que qué? —preguntó Silas, con la garganta seca.

Nissoni se inclinó, y su aliento cálido rozó la oreja del joven.
—A menos que pases la noche conmigo. Una noche, y al alba me iré. Tus vacas vivirán. Tu vida también.

El mundo pareció inclinarse bajo los pies de Silas. Recordó la cara de su prometida, el vacío de su cama, las noches en que se había tocado pensando en lo que nunca tuvo. Miró a Nissoni, con sus ojos negros como pozos de obsidiana, sus labios llenos y el cuerpo que parecía tallado por los dioses del desierto.

—¿Por qué yo? —preguntó al fin.

—Porque eres puro —respondió ella—. Y la pureza es un lujo que mi gente ya no puede permitirse.

Silas cerró los ojos. Pensó en su padre, que había muerto defendiendo esa tierra. Pensó en los peones que dependían de él. Pensó en el fuego que ya lamía las vigas del establo.

—Una noche —dijo al fin—, pero con una condición.

Nissoni alzó una ceja, intrigada.
—Habla.

—Que sea en la casa grande, no en el granero como animales.

La apache soltó una carcajada que hizo temblar las ventanas del granero.
—Hecho, virginito.

La noche de fuego

La noche cayó como una manta de terciopelo negro, cubriendo el rancho en un silencio expectante. Silas preparó la casa con manos temblorosas. Encendió velas de cebo, sacó una botella de vino que guardaba para una boda que nunca llegó a celebrarse y extendió la colcha de lana que su madre había tejido antes de morir.

Nissoni lo observaba desde la puerta, con los brazos cruzados y la pluma de cuervo balanceándose con la brisa. Cuando todo estuvo listo, ella entró y cerró la puerta con el pie. El cerrojo sonó como una sentencia.

—Quítate la ropa —ordenó.

Silas obedeció, dejando caer cada prenda como si se despojara de años de soledad. Cuando quedó desnudo, Nissoni lo recorrió con la mirada como un lobo a su presa.

—Acércate.

Silas dio un paso, luego otro, hasta que estuvo lo suficientemente cerca para sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Nissoni se despojó del chaleco, revelando una piel marcada por cicatrices y tatuajes.

—No me toques aún —dijo ella, con una voz suave pero firme—. Primero mírame.

Y Silas miró. Miró el tatuaje de la serpiente que se enroscaba desde su ombligo hasta su muslo. Miró la cicatriz que cruzaba su costado, recuerdo de alguna batalla. Miró la fuerza en sus brazos, capaces de quebrar un cuello de toro.

Nissoni se acercó más, sus manos ásperas recorrieron el pecho de Silas, bajaron por su vientre y se detuvieron justo antes de llegar al lugar donde más ardía.

—Seis meses —susurró—. Se siente, ¿verdad?

Silas asintió, incapaz de hablar.

Ella lo empujó hacia la cama, y cayeron juntos. Nissoni se colocó encima de él, sus rodillas a ambos lados de sus caderas. Sus ojos brillaban en la penumbra.

—Dime tu nombre completo —pidió ella.

—Silas… Silas McAllister.

—Silas —repitió ella, saboreando la palabra—. En mi lengua sería Sila. El que espera. Apropiado.

Bajó la cabeza y lo besó. No fue un beso, fue un mordisco, una invasión. Silas gimió contra su boca, sus manos subieron para tocar la espalda de la apache, los músculos que se movían como cables bajo su piel.

—Tranquilo, Sila —dijo ella, apartándose un instante—. La noche es larga.

Y lo fue.

El amanecer de un nuevo hombre

Cuando la primera luz del alba se filtró por las ventanas, Nissoni se vistió en silencio. Silas, exhausto, la observaba desde la cama.

—¿Ya? —preguntó, con la voz ronca.

—Una noche —respondió ella, ajustándose la pluma de cuervo en el cabello—. Cumplí mi palabra.

Silas se incorporó, sintiendo un nudo en el pecho.
—¿Y tu hermano? ¿Vendrá al amanecer?

Nissoni se detuvo en la puerta y lo miró por encima del hombro.
—Mi hermano murió hace tres lunas. Lo mataron los rurales en Janos. Vine sola.

Silas sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Entonces, ¿todo esto…?

—Quería saber si valía la pena salvar esta tierra —respondió ella—, si el hombre que la trabajaba era digno de ella.

Se acercó una última vez, tocándole la mejilla con una ternura que contrastaba con todo lo anterior.
—Lo eres, Sila. Pero recuerda: la tierra no pertenece a nadie. Solo la cuidamos mientras vivimos.

Antes de que Silas pudiera responder, Nissoni dejó caer algo en la cama: la pluma de cuervo.

Cuando Silas salió al patio, el cielo comenzaba a clarear. No había humo, no había guerreros, solo el viento del desierto, que se llevaba el olor a sexo y a velas apagadas. En la distancia, una figura alta caminaba hacia el horizonte. Nissoni no miró atrás.

Silas apretó la pluma contra su pecho. Por primera vez en seis meses, no se sentía vacío.

El legado de una noche

Los peones encontraron a su patrón sentado en el porche, con una sonrisa que no entendían. El establo estaba intacto. Las vacas mugían tranquilas.

—¿Todo bien, patrón? —preguntó Chencho, el capataz.

Silas miró hacia el desierto, donde la figura de Nissoni ya era solo un punto negro en la distancia.
—Todo bien, Chencho. Mejor que nunca.

Y en su bolsillo, la pluma de cuervo parecía pesar más que todo el oro del mundo. Porque algunas noches, una sola, pueden cambiar el rumbo de una vida. Y Silas McAllister, el virginito del Rancho Las Ánimas, ya no era el mismo hombre que había cabalgado hacia su hacienda el día anterior.

Ahora era Sila, el que había esperado y había sido encontrado.

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