Dos almas que se amaron antes de la guerra… y que el olvido quiso separar

Dos almas que se amaron antes de la guerra… y que el olvido quiso separar

La lluvia caía sobre los tejados de Granada como si el cielo quisiera limpiar los pecados de una ciudad que aún olía a pólvora.
El mercado, que antes vibraba con risas y regateos, ahora era un mosaico de silencios y rostros cansados.

María, con su vestido remendado y las manos agrietadas por los años de servicio, caminaba entre los puestos con una bolsa vacía y el corazón lleno de fantasmas.

Durante la guerra, había sido sirvienta en la casa de los condes de Valderrama. Allí, entre mármoles fríos y lámparas de cristal, conoció a Andrés, el hijo menor de los condes —un joven arrogante, hermoso y perdido entre privilegios.

Él solía mirarla desde lo alto de la escalera, como quien observa algo prohibido.
Ella lo ignoraba, sabiendo que en ese mundo, los sueños de una sirvienta no tenían derecho a respirar.

Hasta aquella noche en que las bombas hicieron temblar la ciudad y el miedo borró las diferencias.
Ella lo encontró herido, cubierto de polvo y sangre, y sin pensarlo dos veces, lo sacó del fuego cruzado.
Desde entonces, algo cambió.
Entre vendas, palabras susurradas y noches de miedo compartido, el amor —ese que no pide permiso ni conoce fronteras— floreció entre ambos.

Pero la guerra no perdona a los que aman.
Una madrugada, los soldados irrumpieron en la casa. María fue arrestada por “ayudar al enemigo”, y Andrés desapareció en el frente.
Ella creyó que había muerto.

Años después, cuando la paz era solo una palabra usada en los discursos, María regresó a Granada.
Sobrevivía limpiando casas y cuidando enfermos.
Hasta que un día, en el hospital militar, escuchó un nombre que la congeló:
Andrés de Valderrama.

Corrió por los pasillos como si el tiempo retrocediera.
Y allí estaba él.
Sentado en una silla de ruedas, mirando por la ventana con la serenidad de quien no recuerda haber amado nunca.

—Señor Valderrama —susurró ella, temblando—. Soy yo… María.

Él se volvió. Sus ojos, tan azules como los recordaba, la observaron sin reconocimiento.
—¿Nos conocemos? —preguntó, con una cortesía distante, la de los ricos que han olvidado lo que es perder.

El corazón de María se rompió sin hacer ruido.
Pero en su pecho, algo le dijo que no se rendiera.

Durante semanas, lo cuidó en silencio. Le leía en voz baja, le traía flores del jardín, le contaba historias que solo ellos habían vivido.
Hasta que un día, al oírla recitar un verso que solía repetir en las noches de refugio, él dejó caer la taza de té.

—“Cuando la guerra acabe, te buscaré en cada amanecer…” —susurró él, temblando.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—María… tú eras real.

Pero la felicidad duró poco.
Su madre, la condesa —una mujer de acero envuelta en seda— apareció en la puerta.
—¿Qué hace esta mujer aquí? —escupió, mirándola con el mismo desprecio de antaño—. ¡Fuera!

María bajó la cabeza.
—Solo quería cuidar a su hijo, señora.

—Mi hijo no necesita caridad de una sirvienta —respondió la condesa, con voz que cortaba el aire—.

Andrés, confuso, miró a una y a otra.
En su mente, las imágenes de la guerra, el fuego, la voz de María gritándole su nombre… todo volvía como una ola.

—Madre, ella me salvó la vida —dijo con firmeza—. Y no solo eso… ella fue mi vida.

La condesa palideció.
—Andrés, no sabes lo que dices.

Pero él se levantó con esfuerzo, tambaleante, y tomó la mano de María.
—Durante años creí que no tenía nada. Pero ella me recordó quién soy. No un Valderrama… sino un hombre que le debe todo a una mujer que el mundo desprecia.

El silencio se hizo pesado.
María quería irse, no por miedo, sino por dignidad.
Pero Andrés habló una última vez:
—Madre… si alguna vez creíste que la nobleza se hereda, hoy te equivocas. La nobleza se demuestra. Y ella la tiene más que todos nosotros juntos.

María lo miró con lágrimas, y por primera vez en su vida, se sintió vista no como sirvienta, sino como igual.

Días después, los rumores corrían por toda Granada:
“El hijo de los Valderrama renunció a la herencia para casarse con una mujer del pueblo.”

El escándalo duró semanas. Pero en una casa pequeña, lejos de los mármoles y las mentiras, dos almas rehicieron su historia.
Y aunque la memoria de Andrés nunca volvió del todo, cada amanecer, cuando ella le servía el café, él la miraba como si la reconociera desde el corazón.

—Te conozco —decía él, sonriendo.
—Siempre lo harás —respondía ella, acariciándole la mejilla.

Porque el amor, cuando es verdadero, no necesita memoria. Solo verdad.

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