“En la cama lo hago duro” le dijo el vaquero a la obesa solitaria… El fuego que enciende después de que nadie…
.
.
“En la cama lo hago duro”, le dijo el vaquero gigante a la mujer solitaria.
El sol abrasador del mediodía ardía sobre los campos interminables de la hacienda de los Almeida. Mariana, una joven de 28 años, caminaba con pasos inseguros hacia el granero, donde debía comenzar su primer día de trabajo. Había aceptado el empleo temporal en la hacienda no solo por necesidad económica, sino también porque quería escapar de los murmullos y miradas de compasión que recibía constantemente en su pequeña ciudad natal. Desde niña, había sido objeto de burlas por su cuerpo robusto, acostumbrada a ser “la gordita que nadie quiere”. Pero aquí, en la inmensidad del campo, Mariana esperaba encontrar algo más que trabajo: anhelaba un propósito, un cambio en su vida.
La hacienda de los Almeida era imponente, con extensos pastizales que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Vacas pastaban tranquilamente bajo el sol, mientras los caballos galopaban en un corral cercano. El aire estaba impregnado del aroma de tierra húmeda y estiércol, un olor extraño pero reconfortante. Mariana respiró profundamente, intentando calmar los nervios que sentía al estar en un lugar tan diferente.
Fue entonces cuando lo vio por primera vez. Marcos, el capataz de la hacienda, era un hombre enorme, de casi dos metros de altura, con hombros anchos y brazos fuertes que parecían haber sido esculpidos por años de trabajo pesado. Su piel curtida por el sol contrastaba con sus ojos claros, que parecían mirar directamente al alma de las personas. Llevaba un sombrero de cuero desgastado, una camisa a cuadros con las mangas arremangadas y unos jeans manchados de barro. Cuando sus miradas se cruzaron, Mariana sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Él le dedicó una breve sonrisa torcida antes de volver a su tarea, como si no hubiera pasado nada.
Durante la primera semana, Mariana no pudo evitar observarlo de lejos. Mientras ella realizaba sus tareas, como alimentar a las gallinas y organizar el depósito de granos, Marcos trabajaba en el establo, domando caballos con una mezcla de firmeza y ternura que la fascinaba. Había algo hipnótico en la forma en que pasaba las manos por el lomo de los animales, susurrándoles palabras que solo ellos podían entender. Mariana inventaba excusas para pasar por el establo: buscaba herramientas que no necesitaba o revisaba si las gallinas habían escapado hacia ese lado. Cada vez que lo veía, sentía que su corazón latía más rápido.
Marcos parecía darse cuenta de su presencia, aunque no decía nada. A veces, Mariana lo sorprendía mirándola, pero él siempre desviaba la mirada rápidamente, volviendo a su trabajo como si nada hubiera sucedido. Ella no podía evitar preguntarse qué pensaba de ella. ¿La veía como todos los demás, como una mujer insignificante e invisible? Sin embargo, había algo en sus ojos que le hacía creer que tal vez él la veía de otra manera.
Una tarde, al final de la segunda semana, Mariana reunió todo su valor y se acercó al establo mientras el sol se ocultaba en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Marcos estaba cerrando la puerta del último box, con el sudor brillando en su cuello bronceado.
—¿Necesita ayuda con algo? —preguntó Mariana, esforzándose por mantener la voz firme.
Marcos la miró por un momento, evaluándola con una expresión indescifrable.
—¿Sabes algo sobre caballos? —preguntó finalmente.
—No mucho —admitió ella—, pero puedo aprender.
Él asintió lentamente, como si estuviera considerando su respuesta.
—Está bien. Mañana puedes ayudarme a cepillar a Trueno. Le gusta que lo cuiden.

Trueno era un garanhón negro imponente, conocido por su temperamento fuerte. Al día siguiente, Mariana pasó la tarde junto a Marcos, aprendiendo a cepillar la crin del caballo y a interpretar sus movimientos. Durante todo el tiempo, fue dolorosamente consciente de la proximidad de Marcos: del calor que emanaba de su cuerpo, del aroma a cuero y sudor que la envolvía, y de cómo sus manos grandes y ásperas corregían suavemente las suyas cuando cometía un error.
—Aprendes rápido —comentó él al final de la tarde.
—Tengo un buen maestro —respondió Mariana, reuniendo el coraje para mirarlo directamente a los ojos.
Sus miradas se encontraron, y el momento pareció alargarse. Había algo en el aire, una tensión palpable que ninguno de los dos se atrevía a romper. Finalmente, Marcos carraspeó y se apartó.
—Es mejor que vuelvas antes de que oscurezca —dijo, dándole la espalda.
Un deseo inconfesable
Los días siguientes, Mariana comenzó a pasar más tiempo en el establo, ayudando a Marcos con los caballos. Aunque hablaban poco, el silencio entre ellos no era incómodo, sino íntimo, como si compartieran algo que no necesitaba ser dicho. Mariana empezó a notar pequeños cambios en el comportamiento de Marcos: cómo sus miradas se prolongaban, cómo encontraba excusas para estar cerca de ella, cómo su voz se volvía más suave cuando le hablaba.
Una tarde, una tormenta repentina los atrapó en el establo. La lluvia golpeaba con fuerza el techo de madera, y los truenos hacían eco en la distancia. Ambos estaban empapados, temblando por el frío. Marcos encendió un farol y buscó unas mantas viejas para cubrirse.
—Pasará pronto —dijo, aunque su voz sonaba extraña.
Mariana, consciente de que su ropa mojada se pegaba a su cuerpo, decidió enfrentar sus inseguridades.
—¿Por qué me mira así? —preguntó de repente.
—¿Así cómo? —respondió él, frunciendo el ceño.
—Como si… como si fuera bonita.
Marcos soltó una risa amarga.
—¿Y quién dice que no lo eres?
—Todos. Toda mi vida me han hecho sentir que no lo soy.
Él dio un paso hacia ella, cerrando la distancia entre ambos.
—Entonces todos son unos idiotas.
Mariana sintió que su corazón latía con fuerza.
—¿Por qué no dice lo que realmente piensa? —lo retó.
Marcos la miró fijamente, y en sus ojos había una intensidad que la dejó sin aliento.
—¿De verdad quieres saber lo que pienso? Pienso que llevo semanas deseando tocarte, que me vuelvo loco cada vez que te veo. Pero no debería… porque tú mereces algo mejor que un vaquero como yo.
Mariana, con una valentía que nunca había sentido antes, dio un paso hacia él.
—¿Y si yo quiero que sea usted? —susurró.
Marcos cerró los ojos, luchando contra sus propios sentimientos. Cuando los abrió, su mirada estaba cargada de determinación.
—Si hacemos esto, será a mi manera. No soy un hombre gentil en la cama, Mariana. Lo hago con fuerza, y quiero que lo sepas.
Ella debería haberse sentido intimidada, pero en lugar de eso, sintió un calor recorrer su cuerpo.
—Quiero eso —respondió, con la voz temblorosa pero firme.
Un amor inesperado
Esa noche, en el establo, bajo el sonido de la lluvia y con los caballos como testigos, Marcos y Mariana se entregaron el uno al otro. Fue un encuentro apasionado, intenso, lleno de deseo reprimido y emociones desbordadas. Marcos cumplió su promesa: no fue gentil, pero sí fue sincero, y cada caricia, cada beso, cada movimiento fue una declaración de lo que sentía por ella.
Los días siguientes, su relación floreció. Marcos no ocultaba su interés por Mariana, y ella, por primera vez en su vida, comenzó a sentirse segura de sí misma. Tres meses después, se casaron en una ceremonia sencilla en la hacienda. Mariana, con un vestido blanco que abrazaba sus curvas, caminó hacia el hombre que había cambiado su vida. Y Marcos, con los ojos llenos de amor, la miró como si fuera lo más hermoso del mundo.
Juntos, construyeron una vida llena de amor, pasión y respeto, demostrando que el verdadero deseo y el amor no conocen barreras ni prejuicios. Porque cuando dos almas se encuentran, nada más importa.
.