En el velatorio de su padre, Sophie, de ocho años, no quiso separarse del ataúd. Se quedó sentada en silencio, observándolo durante horas. Todos pensaban que estaba en estado de shock, hasta aquella noche, cuando se metió dentro para acostarse con él.

En el velatorio de su padre, Sophie, de ocho años, no quiso separarse del ataúd. Se quedó sentada en silencio, observándolo durante horas. Todos pensaban que estaba en estado de shock, hasta aquella noche, cuando se metió dentro para acostarse con él.

Había sido un día largo. La sala de la casa de la abuela de Sophie estaba llena de gente: vecinos, familiares, compañeros de trabajo de su difunto padre, Daniel Miller. El aire olía ligeramente a lirios y café. Murmullos de conversaciones se mezclaban con el llanto de un bebé en algún rincón.

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Pero Sophie no se percataba de nada. Llevaba sentada en una pequeña silla de madera junto al ataúd de su padre desde la mañana. Sus manitas descansaban sobre la superficie pulida, sus piernas colgaban justo por encima del suelo.

—Cariño, ven a comer algo —dijo su madre, Laura, en voz baja, arrodillándose a su lado—. Necesitas comer, ¿de acuerdo?

Sophie no respondió. Ni siquiera la miró. Su mirada permanecía fija en el rostro inexpresivo de su padre, el mismo rostro que solía iluminarse con una carcajada cuando la arropaba por las noches.

Laura suspiró, agotada. —Quizás necesite tiempo —murmuró la abuela de Sophie—. Déjala que haga su duelo a su manera.

Pasaron las horas y Sophie permaneció inmóvil. Los invitados iban y venían, murmurando que tal vez la niña no comprendía la muerte. Pero Sophie entendía más de lo que creían. Había estado allí la noche en que el corazón de su padre se detuvo en el hospital; había visto a los médicos intentarlo sin éxito.

Ahora, solo quería estar cerca de él una última vez.

Al caer la noche, la mayoría se había marchado. Solo quedaban unos pocos familiares, recogiendo platos y vasos vacíos. Laura se quedó dormida en un rincón, con el rostro pálido de tanto llorar.

Fue entonces cuando Sophie se levantó en silencio. Sus piececitos apenas hicieron ruido sobre el suelo de baldosas. Se subió a la silla, se inclinó sobre el ataúd y dudó.

Luego, lentamente, levantó la pierna y entró.

La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por una lámpara. Su movimiento pasó desapercibido al principio, hasta que su tía se giró y gritó.

«¡Sophie!»

Todos corrieron hacia ella. Laura se despertó sobresaltada y corrió hacia el ataúd.

Sophie yacía junto a su padre, con la cabeza apoyada en su hombro y los ojos cerrados, como si durmiera.

La habitación se llenó de pánico y llantos. Alguien gritó que la sacaran, otro pidió ayuda. Pero en ese instante paralizado, Laura no pudo moverse. Se quedó allí, temblando, mirando a su hija dentro del ataúd, envuelta en la quietud de la muerte misma.

Su corazón se detuvo, porque por un segundo, no pudo distinguir quién parecía más en paz: su difunto esposo o su hija viva.

«¡Sophie, cariño, despierta! ¡Por favor!»

La voz de Laura se quebró al meter la mano en el ataúd y sacar a su hija. Sophie respiraba —con calma, en paz— pero se negaba a abrir los ojos. Su mejilla seguía pegada al pecho de su padre cuando Laura finalmente la apartó.

Todos en la habitación se quedaron paralizados. La tía que había gritado ahora lloraba, aferrada a su rosario, mientras la abuela de Sophie susurraba: «No se ha desmayado… está descansando. Mírenle la carita».

El cuerpecito de Sophie se relajó en los brazos de Laura, pero su respiración se mantuvo constante. Era como si se hubiera dormido a su lado, encontrando un consuelo que nadie más podía darle.

Después de unos instantes, su abuela acompañó a Laura al sofá. «Déjala descansar, cariño. No la despiertes. Ha aguantado demasiado».

Laura se sentó, temblando, observando el rostro de su hija. En la penumbra, Laura notó algo: la mano de Sophie apretaba con fuerza algo que debía haber sacado del ataúd.

Cuando Laura abrió suavemente la palma, se quedó sin aliento. Era un trozo de papel doblado.

Dentro, escrito con la letra familiar de Daniel, había solo unas palabras:

«Si me pasa algo, dile a Sophie que lo siento. Quería estar aquí más tiempo».

A Laura se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía que existía esa carta. Daniel la había escrito semanas antes de su infarto, pero nunca se lo había contado a nadie. Había estado trabajando jornadas de dieciséis horas, intentando salvar el negocio familiar que se hundía en deudas. Se había esforzado al máximo hasta que su corazón no pudo más.

En ese momento, Laura comprendió por qué Sophie no había llorado. La niña los había oído discutir la semana anterior, cuando Laura acusó a Daniel de preocuparse más por el trabajo que por su familia.

Y ahora, Sophie debía de creer que su padre había muerto a causa de esa pelea.

Mientras Laura apretaba la carta contra su pecho, sintió un dolor más profundo que ninguno que hubiera conocido jamás. La culpa que creía haber enterrado volvió a aflorar.

Sophie se removió en sus brazos, abriendo los ojos lentamente. —¿Mamá?

Laura se secó rápidamente las lágrimas. —Estoy aquí, cariño.

—Papá tenía frío —susurró Sophie débilmente—. Quería calentarlo. No quería que estuviera solo.

Laura se derrumbó. Abrazó a su hija con fuerza y ​​le susurró entre lágrimas: —No hiciste nada malo, mi amor. Papá sabía que lo querías.

Sophie apoyó la cara en el hombro de su madre. —Me dijo… que lo sentía —murmuró, medio dormida.

Laura se quedó paralizada. —¿Qué dijiste?

Sophie parpadeó lentamente, agotada. —Dijo que lo sentía y que ya debería dormir.

No era una afirmación sobrenatural, solo la vívida imaginación de una niña afligida que buscaba paz. Pero impactó el corazón de Laura como un rayo.

Por primera vez desde la muerte de Daniel, sintió que la asfixiante culpa se disipaba, aunque solo fuera un poco.

Besó la frente de Sophie y susurró: «Descansa, mi amor. Mañana visitaremos a papá juntas… y nos despediremos como es debido».

Esa noche, mientras la casa se vaciaba y las velas se consumían, Laura se sentó junto al ataúd hasta el amanecer, sosteniendo la carta entre sus manos.

La verdad finalmente había salido a la luz: las últimas palabras de Daniel no eran solo para Sophie, sino también para ella.

A la mañana siguiente, la luz del sol se filtraba suavemente a través de las cortinas de la sala, iluminando las flores que rodeaban el ataúd de Daniel. El aire ya no se sentía pesado, solo tranquilo. En paz.

Sophie despertó en brazos de su abuela. Sus primeras palabras fueron suaves y firmes: «¿Puedo despedirme de papá ahora?».

Laura asintió con un nudo en la garganta. «Sí, cariño. Hagámoslo juntas».

La vistieron con un vestido blanco que Daniel le había comprado para su cumpleaños, uno que nunca llegó a usar. Cuando se acercó al ataúd esta vez, no lloró ni tembló. Se puso de puntillas, apoyó ambas manos sobre la madera pulida y sonrió levemente.

«Adiós, papá», susurró. «Gracias por decirme que no tuviera miedo».

Todos en la habitación guardaron silencio. Los ojos de Laura se llenaron de lágrimas. No había miedo en la voz de Sophie, solo calidez, la calma que llega tras la aceptación.

Cuando los portadores llegaron para llevar el ataúd al coche fúnebre, Sophie apretó con fuerza la mano de su madre. Los siguieron, paso a paso, mientras la procesión fúnebre avanzaba por el pequeño cementerio donde Daniel descansaría en paz.

Junto a la tumba, el sacerdote habló brevemente. Laura no escuchó mucho; su mente estaba en otra parte, reviviendo años de risas, discusiones y amor.

Cuando le tocó el turno a Sophie de colocar una flor sobre el ataúd, se inclinó y depositó un girasol. —Esta es de los dos —dijo en voz baja.

Laura observó, con lágrimas que ahora le corrían libremente por las mejillas. Luego metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó la nota que Daniel había escrito, la que Sophie había encontrado la noche anterior. La colocó dentro del ataúd antes de que lo bajaran.

Le temblaban las manos mientras susurraba: —Él lo sabe, Sophie. Sabe que lo perdonamos.

La ceremonia terminó. Familiares y amigos se fueron retirando poco a poco, murmurando condolencias. Solo quedaron Laura y Sophie. Se sentaron juntas en el césped un rato, observando cómo los trabajadores llenaban la tumba.

Tras un largo silencio, Sophie se volvió hacia su madre. —Mamá, ¿sigues triste?

Laura asintió. —Un poco. Pero creo que papá querría que estuviéramos bien.

Sophie sonrió levemente. —Entonces yo también estaré bien.

Laura rodeó a su hija con un brazo, sintiendo el ritmo constante de su corazón contra el suyo. Por primera vez desde la muerte de Daniel, no sintió el peso abrumador del dolor, solo amor y la serena certeza de que la vida continuaría.

Esa noche, cuando Laura arropó a Sophie, la pequeña susurró: «Soñé con papá. Estaba sonriendo».

Laura le dio un beso en la frente. «Entonces quizá eso significa que está en paz».

Sophie la miró. «Y nosotras también, ¿verdad?».

Laura sonrió entre lágrimas. «Sí, mi amor. Nosotras también».

Al atenuarse las luces, la casa se sentía diferente: ya no estaba marcada por la pérdida, sino llena del dulce recuerdo de un hombre que había amado profundamente, trabajado demasiado y, gracias a la inocencia de una niña, finalmente había sido perdonado.

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