PART3: ¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró
La amenaza del pasado
Los días en el rancho “Las Tres Cruces” parecían haber vuelto a la calma después del duelo entre Epifanio y el hombre de la cicatriz. Crisóbal, ahora un joven fuerte y decidido, se dedicaba a trabajar junto a su padre para mantener el legado de su madre. Sin embargo, el desierto nunca olvida, y las sombras del pasado comenzaron a acechar nuevamente.
Una noche, mientras Crisóbal inspeccionaba los corrales, escuchó un ruido extraño proveniente del horizonte. Era un sonido metálico, como el chocar de espuelas contra las piedras. Al principio pensó que eran los vaqueros regresando de una ronda nocturna, pero cuando miró hacia el camino principal, vio algo que le heló la sangre: un grupo de jinetes, vestidos de negro, avanzaba lentamente hacia el rancho bajo la luz de la luna.
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Crisóbal corrió hacia la casa grande y despertó a Epifanio.
—¡Padre! ¡Vienen hombres! —dijo con urgencia.
Epifanio, que había aprendido a confiar en los instintos de su hijo, se levantó de inmediato y tomó su machete. Miró a Crisóbal con ojos firmes, pero había algo en su mirada que revelaba preocupación.
—Prepárate, hijo. Esto no será fácil.
Los vaqueros del rancho, alertados por el ruido, también se reunieron en el patio principal. Armados con rifles y machetes, esperaron a los jinetes en silencio, mientras el viento del desierto soplaba con fuerza. Los hombres de negro desmontaron de sus caballos y caminaron hacia el grupo. Al frente estaba el hombre de la cicatriz, pero esta vez no estaba solo. A su lado había un hombre aún más imponente: alto, musculoso, con una barba espesa y ojos que brillaban como brasas.
—Epifanio Salazar —dijo el hombre de la cicatriz con una sonrisa torcida—. Te dije que esto no había terminado.
Epifanio dio un paso al frente, con Crisóbal a su lado.
—Ya te derroté una vez. ¿Qué más quieres?
El hombre de la cicatriz señaló al gigante que estaba a su lado.
—Él es mi hermano, Martín. Y juntos venimos a reclamar lo que es nuestro.
Martín, el gigante, avanzó un paso y habló con una voz grave que resonó como un trueno.
—Mi madre fue expulsada de este rancho por tu esposa. Mi padre, Don Crisóbal, nos abandonó. Ahora hemos vuelto para tomar lo que nos pertenece.
Crisóbal, furioso, agarró su rifle y apuntó directamente al gigante.
—¡Este rancho no les pertenece! Mi madre y mi padre lo construyeron. Si quieren pelea, tendrán pelea.
Epifanio levantó una mano para detener a su hijo.
—No, Crisóbal. Esto no se resolverá con balas. Se resolverá con sangre.

El desafío de los gigantes
Martín, el hombre gigante, lanzó un desafío que nadie esperaba.
—Un duelo. Tú contra mí —dijo, señalando a Crisóbal—. Si gano, el rancho es mío. Si pierdo, me iré y nunca volveré.
Los vaqueros murmuraron entre ellos, preocupados por el tamaño y la fuerza del oponente. Epifanio miró a su hijo y vio en sus ojos la misma determinación que había visto en Doña Refugio años atrás.
—Acepto —dijo Crisóbal, con voz firme.
El duelo se llevaría a cabo al amanecer, en el corral principal. Los vaqueros prepararon el espacio, mientras los dos hombres se preparaban para la batalla. Martín llevaba un hacha pesada, mientras que Crisóbal eligió un machete, el mismo que su padre había usado en su duelo años atrás.
Cuando el sol comenzó a salir, los dos hombres se enfrentaron bajo la mirada atenta de los vaqueros y del hombre de la cicatriz. El aire estaba cargado de tensión, y el silencio era tan profundo que se podía escuchar el crujir de las ramas bajo los pies.
Martín atacó primero, levantando su hacha y lanzando un golpe que habría partido a cualquier hombre en dos. Pero Crisóbal, ágil y rápido, esquivó el ataque y contraatacó con un movimiento preciso, cortando la camisa del gigante. La pelea continuó, feroz y brutal, con golpes que resonaban en todo el rancho.
A pesar de su tamaño, Martín comenzó a cansarse. Crisóbal, con la velocidad y la fuerza que había heredado de su madre, logró desarmar al gigante y lo derribó al suelo. Con el machete apuntando al cuello de Martín, Crisóbal gritó:
—¡Lárgate de aquí! Este rancho nunca será tuyo.
Martín, derrotado, miró a su hermano con desesperación. El hombre de la cicatriz, viendo que no había esperanza, montó su caballo y se marchó, seguido por el gigante y el resto de los hombres de negro.
El espíritu de Doña Refugio
Esa noche, mientras el rancho celebraba la victoria de Crisóbal, Epifanio se sentó junto al mezquite gigante donde descansaba Doña Refugio. Miró la lápida y recordó las palabras de su esposa: “Protege lo que construimos juntos”.
De repente, el viento comenzó a soplar con fuerza, y Epifanio sintió una presencia a su lado. Miró hacia el cielo y vio una sombra alta y majestuosa proyectada contra la luna llena. Era ella.
—Epifanio —susurró una voz suave pero firme—. Estoy orgullosa de ti y de nuestro hijo. Has cumplido tu promesa. Pero el desierto nunca olvida, y los enemigos siempre regresan. Enséñale a Crisóbal a ser fuerte, a no temer a la oscuridad. Nuestro legado depende de él.
Epifanio cerró los ojos, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
—Lo haré, Refugio. Lo prometo.
Desde entonces, Crisóbal no solo se convirtió en el líder del rancho, sino en un protector del legado de su madre. Bajo su mando, “Las Tres Cruces” prosperó como nunca antes, y los rumores sobre la sombra de Doña Refugio se convirtieron en leyendas que los vaqueros contaban alrededor del fuego.
Decían que, en las noches de luna llena, se podía ver a una mujer altísima caminando entre los corrales, vigilando el rancho y protegiendo a su familia. Y aunque nadie podía probarlo, todos sabían que el espíritu de Doña Refugio nunca abandonaría “Las Tres Cruces”.
El futuro de una dinastía
Años después, cuando Crisóbal ya era un hombre mayor y el rancho había pasado a sus hijos, la historia de Doña Refugio y Epifanio seguía viva en cada rincón de Sonora. Los descendientes de los gigantes continuaron trabajando la tierra, criando el mejor ganado y manteniendo la tradición de fuerza y valentía que su madre había dejado como legado.
En las noches de tormenta, cuando el viento soplaba con furia y los coyotes aullaban en la distancia, los habitantes del rancho miraban hacia el mezquite gigante y juraban que podían escuchar la voz de Doña Refugio, cantando corridos yaquis y riendo como solo ella sabía hacerlo.
El desierto nunca olvida, pero “Las Tres Cruces” tampoco. Y mientras el viento siga soplando, la leyenda de la viuda de nueve pies y su dinastía de gigantes vivirá para siempre.