“Na cama eu faço com força” disse o cowboy a obesa solitária… O fogo que acende depois ninguém…
“En la cama lo hago con mucha fuerza”, dijo el vaquero gigante.
Mariana sintió que el corazón le latía con fuerza. Esas palabras resonaron en su mente como un trueno lejano, prometiendo tormentas que jamás había experimentado. A los 28 años, aún llevaba consigo la inocencia de quien nunca había sido tocada, de quien jamás sintió el calor de unas manos masculinas explorando su piel. Gordita desde niña, se había acostumbrado a las miradas de desprecio, los comentarios crueles, la soledad que la acompañaba como una sombra fiel.
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Pero en ese momento, frente a aquel hombre inmenso, de ojos penetrantes, algo dentro de ella despertó. Era deseo, era esperanza, era la certeza de que quizás, solo quizás, alguien finalmente la vería como mujer.
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Todo comenzó tres semanas antes, cuando Mariana decidió aceptar el trabajo temporal en la hacienda de los Almeida. Necesitaba el dinero. Y, sinceramente, cualquier cosa era mejor que soportar otro día en aquel pueblo pequeño donde todos la conocían como la gordita que nadie quiere. Su padre intentó disuadirla, argumentando que el trabajo pesado no era para ella, pero Mariana estaba decidida. Quería demostrarse a sí misma que tenía valor, que podía hacer algo más que ser motivo de lástima ajena.
La hacienda estaba a 40 km del pueblo, aislada entre colinas verdes y pastizales interminables. El primer día, al bajar de la camioneta que la llevó, Mariana se impresionó con la inmensidad del lugar. Cientos de cabezas de ganado salpicaban el horizonte. Caballos galopaban libres en un corral cercano, y el olor a tierra mojada, mezclado con estiércol, invadía sus narinas de forma extrañamente reconfortante.
Fue entonces cuando lo vio por primera vez.
Marcos medía casi dos metros, hombros anchos como vigas de madera y brazos gruesos marcados por venas salientes, testigos de años de trabajo duro. Llevaba sombrero de cuero gastado, camisa de cuadros con las mangas arremangadas y jeans manchados de barro. Su rostro curtido por el sol, con arrugas alrededor de los ojos claros que parecían ver a través de las personas. Tenía barba por hacer y una sonrisa torcida que apareció brevemente cuando ella se presentó, antes de volver al trabajo sin decir mucho.
Mariana no pudo quitarle los ojos de encima durante toda esa primera semana. Lo observaba de lejos mientras hacía sus propias tareas: alimentar las gallinas, ayudar en la huerta, organizar el almacén de granos. Marcos trabajaba principalmente en el establo, cuidando los caballos de raza, el orgullo de la hacienda. Los domaba con una mezcla de firmeza y ternura que hipnotizaba a Mariana.
Había algo en la forma en que sostenía las riendas, cómo pasaba las manos por el lomo de los animales, cómo susurraba palabras incomprensibles que calmaban hasta al semental más bravo. Mariana empezó a inventar excusas para pasar por el establo. Tenía que buscar herramientas que ni siquiera usaba. Tenía que verificar si las gallinas se habían escapado para ese lado. Cualquier motivo servía para verlo una vez más.
Marcos lo notaba. Ella estaba segura de eso. Varias veces lo sorprendió mirándola, pero él siempre desviaba la mirada rápidamente, volviendo al trabajo como si nada hubiera pasado. Mariana se preguntaba qué pensaba él al verla. Probablemente lo mismo que todos: pobre chica, tan joven y tan gorda, nunca conseguirá marido. Pero había momentos en los que juraba captar algo diferente en esos ojos claros. ¿Una chispa, una curiosidad, tal vez incluso interés? ¿O sería solo su imaginación creando fantasías imposibles?
En la segunda semana, Mariana se armó de valor. Esperó hasta el final de la tarde, cuando el sol teñía el cielo de naranja y violeta, y caminó deliberadamente hacia el establo. Marcos estaba cerrando la puerta del último box, el sudor resbalando por su cuello bronceado.
—¿Necesitas ayuda con algo? —preguntó, la voz más aguda de lo que quería. Él la miró por un largo momento antes de responder. —¿Sabes algo sobre caballos? —No mucho —admitió Mariana—, pero puedo aprender. Marcos asintió despacio, como evaluando no solo sus palabras, sino algo más profundo. —Está bien. Mañana puedes ayudarme a cepillar a Trueno. Le gusta la atención.
Trueno era un semental negro magnífico, temperamental pero deslumbrante. Mariana pasó la tarde siguiente junto a Marcos, aprendiendo los movimientos correctos para peinar la crin espesa, dónde presionar para relajar al animal, cómo interpretar cada movimiento de las orejas y cada resoplido. Todo ese tiempo, era dolorosamente consciente de la cercanía de él, del calor que irradiaba su cuerpo inmenso, del olor a cuero y sudor masculino que la mareaba, de cómo sus manos la corregían gentilmente cuando sostenía mal el cepillo, los dedos gruesos rozando los suyos por segundos que parecían eternos.
—Aprendes rápido —comentó Marcos al final de la tarde.
Había algo en su voz que hizo que el estómago de Mariana diera vueltas. —Tengo un buen maestro —respondió, reuniendo todo el valor para mirarlo directamente.
Sus ojos se encontraron. El momento se extendió, cargado de algo indefinible pero innegable. Entonces Marcos carraspeó y se apartó, rompiendo el encanto. —Será mejor que vuelvas antes de que oscurezca.
Pero algo había cambiado. Mariana lo sentía en cada fibra de su ser. En los días siguientes, empezó a ayudarlo regularmente en el establo. Hablaban poco, pero el silencio entre ellos no era incómodo; era íntimo, como si compartieran secretos sin necesidad de decirlos.
Mariana descubrió que Marcos tenía 35 años. Había venido de otra región tras un divorcio doloroso y prefería la compañía de los animales a la de las personas.
—Los caballos no mienten —dijo una vez—. No fingen, no hieren por placer. —Las personas también pueden ser sinceras —respondió Mariana suavemente. —¿Pueden? —preguntó él, mirándola de una forma que le hizo estremecer la piel—. Pero es raro.
Fue entonces cuando ella empezó a notar las miradas más prolongadas, la forma en que a veces se detenía solo para observarla trabajar, cómo encontraba excusas para rozarla al pasar, sus cuerpos tocándose brevemente en espacios que no eran tan estrechos, cómo su voz se volvía más ronca cuando hablaba con ella al final del día.
Mariana no era ingenua. Reconocía el deseo cuando lo veía, pero también llevaba años de rechazo, de bromas crueles, de hombres que la miraban como si fuera invisible. ¿De verdad Marcos la deseaba? ¿O solo era amable con la chica gordita que obviamente estaba enamorada de él?
La respuesta llegó una tarde de viernes, cuando una tormenta repentina los atrapó en el establo. La lluvia caía en cortinas densas, el trueno retumbaba, haciendo relinchar nerviosos a los caballos. Quedaron atrapados allí, mojados y temblando.
Marcos encendió un farol y trajo algunos mantas viejas. —Pasará pronto —dijo, pero su voz sonaba extraña.
Mariana se quitó la camisa empapada, quedando solo con una camiseta fina que se pegaba a cada curva de su cuerpo. Vio a Marcos mirarla y, por primera vez, no sintió vergüenza. Sintió poder.
—¿Por qué me miras así? —preguntó, el coraje nacido de semanas de atención acumulada. —¿Así cómo? —respondió él, pero había tensión en su mandíbula. —Como si… como si fuera bonita. Marcos soltó una risa sin humor. —¿Crees que no lo eres? —Sé que no lo soy. Todo el mundo siempre me lo ha dejado claro.
Él dio dos pasos hacia ella, de repente ocupando todo el espacio, todo el aire. —Todo el mundo es idiota.
El corazón de Mariana latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. —Marcos, ¿sabes cuántas veces tuve que contenerme para no tocarte? ¿Cuántas noches me quedé despierto imaginando cómo sería sentir tu piel? Cómo gemirías si yo…
Se detuvo abruptamente, pasándose la mano por el rostro. —Perdón, no debí decir eso.
Pero Mariana dio un paso adelante, acortando la distancia entre ellos. —¿Por qué no? —Porque eres joven. Porque mereces a alguien mejor que un vaquero acabado de 35 años. —¿Y si te quiero a ti de todos modos?
Sus ojos se oscurecieron. —No sabes lo que dices. —Lo sé exactamente. Yo… nunca he hecho esto, Marcos. Nunca estuve con nadie, pero quiero estar contigo.
El silencio que siguió era denso, cargado de posibilidades. Entonces Marcos cerró los ojos, la batalla interna visible en su rostro. Cuando los abrió de nuevo, había una determinación que hizo que las piernas de Mariana temblaran.
—Si hacemos esto —dijo despacio—, será a mi manera. No soy delicado en la cama, Mariana. No te trataré como cristal. Te tomaré con fuerza. Haré que lo sientas todo. Dejaré marcas que durarán días.
Debería estar asustada. Cualquier mujer sensata lo estaría, pero todo lo que sintió fue un calor líquido que se extendía entre sus piernas. Una necesidad tan aguda que casi dolía. —Quiero eso —susurró.
Marcos la atrajo contra sí con tanta fuerza que le robó el aliento. Dos manos enormes agarraron su cintura, subieron por su espalda, se enredaron en su cabello. Cuando finalmente la besó, fue con un hambre que borró cualquier pensamiento coherente de su mente. No fue el beso suave y romántico de las películas. Fue devorador, desesperado, casi violento en su intensidad. Mariana correspondió con igual fervor. Años de soledad y deseo reprimido explotaron en una necesidad urgente de más, más, más.
La empujó contra la pared de madera del establo, su cuerpo enorme cubriéndola por completo. Mariana podía sentir la evidencia de su deseo, presionando contra su vientre, dura e insistente. Sus manos exploraban cada centímetro de ella, apretando, acariciando, reclamando.
—En la cama lo hago con mucha fuerza —murmuró contra sus labios, la voz tan ronca que apenas parecía humana—. Haré que olvides a todos los que te hicieron sentir menos. Te haré mía de una forma que nunca podrás olvidarme.
Y cumplió su promesa. Allí mismo en el establo, sobre mantas viejas, con la lluvia tamborileando en el techo y los caballos como únicos testigos, Marcos hizo el amor con ella de una forma que era simultáneamente brutal y eterna. Era grande en todos los sentidos, y al principio dolió, pero fue paciente, esperando que ella se adaptara, susurrando palabras sucias y dulces en su oído, hasta que el dolor se transformó en placer.
Cuando finalmente se movió, fue con una fuerza controlada que la hizo ver estrellas. No hubo ternura, pero sí pasión, deseo, una necesidad primitiva que combinaba perfectamente con lo que ella misma sentía. Mariana se entregó por completo, dejando que él la guiara a través de sensaciones que jamás imaginó posibles. La volteó, la puso de rodillas, sujetó sus caderas generosas con esas manos enormes y la tomó de una forma que la hizo gritar su nombre. Y cuando finalmente llegó al clímax, fue tan intenso que lloró, el cuerpo temblando incontrolablemente mientras él seguía buscando su propio placer, con embestidas profundas que la llevaron al límite una vez más.
Después, tumbados juntos sobre las mantas, sudados y exhaustos, Marcos la atrajo a sus brazos. —Ahora eres mía —dijo simplemente, como si declarara un hecho innegable.
Y Mariana, por primera vez en su vida, se sintió completa.
Los días siguientes fueron un descubrimiento constante. Marcos no ocultaba su interés por ella. Durante el día trabajaban juntos, pero por la noche la llevaba a su pequeña cabaña en el fondo de la propiedad. Y allí, en la cama sencilla, con sábanas desgastadas, cumplía sus promesas una y otra vez. Le enseñó cosas que hacían que su rostro se sonrojara incluso después. Le mostró cómo funcionaba su propio cuerpo, dónde tocar para maximizar el placer, cómo usar la boca de formas que la dejaban sin aliento. No había vergüenza entre ellos, solo una exploración honesta de sus deseos mutuos. Y cada vez, sin falta, lo hacía con fuerza. No era violencia, nunca eso. Era intensidad, era pasión. Era un hombre que finalmente se permitía sentir algo después de años de adormecimiento emocional. Y una mujer que descubría que era deseable, que era sexy, que podía hacer que un hombre perdiera el control.
Mariana florecía bajo su atención. Empezó a caminar diferente, con más confianza. Sonreía más. Los otros empleados de la hacienda notaron el cambio, y a ella no le importaban las miradas curiosas ni los susurros. Por primera vez en la vida, era feliz.
Marcos también cambió. El hombre serio y solitario empezó a sonreír más, a hacer bromas, a participar en las conversaciones del almuerzo y siempre, siempre mantenía a Mariana cerca de él, una mano posesiva en su espalda o cintura, dejando claro para todos que ella era suya.
—¿Te vas a casar conmigo? —dijo una noche, no como pregunta, sino como afirmación. Mariana se rió, besándolo. —Ni siquiera lo has pedido bien. —No necesito hacerlo. Eres mía. Vas a ser mi esposa, vas a tener mis hijos, vas a envejecer a mi lado. Así será.
Y ella no discutió, porque era exactamente lo que quería. Tres meses después, se casaron en una ceremonia sencilla en la hacienda. Mariana lucía un vestido blanco que abrazaba sus curvas generosas. Y Marcos no podía dejar de mirarla como si fuera lo más precioso del mundo, porque para él lo era.
Esa noche, cuando finalmente estuvieron solos, la llevó en brazos a la habitación, porque era lo suficientemente fuerte para hacerlo, y la acostó con reverencia. —Mi esposa —murmuró, y había una emoción en su voz que ella nunca había oído antes—. Por fin, mi esposa.
Y entonces le mostró una vez más exactamente lo que significaba cuando decía que en la cama lo hacía con mucha fuerza.
Años después, con dos hijos corriendo por la hacienda y una vida construida juntos, Mariana aún recordaba aquella tarde lluviosa en el establo, cuando un vaquero gigante la miró como si fuera la única mujer en el mundo y prometió hacerla olvidar cada momento de soledad y rechazo.
Y él cumplió esa promesa todos los días, con fuerza, con pasión, con amor.
Porque a veces la persona correcta aparece en el momento correcto, en el lugar correcto. Y cuando eso ocurre, nada más importa. Ni lo que piensen los demás, ni las inseguridades del pasado, ni los juicios vacíos. Solo importa lo que construyen juntos. Y lo que Marcos y Mariana construyeron fue extraordinario: una vida entera de amor, compañerismo y pasión que nunca se apagó.
Porque cuando dos almas solitarias finalmente se encuentran, la fuerza que las une es inquebrantable.
Como dijo aquel vaquero gigante una vez, en la cama lo hacía con mucha fuerza. Pero lo que Mariana descubrió es que él también amaba con la misma intensidad, y eso hizo toda la diferencia.