“El Erizo Sanador: Cómo Matías Rompió el Silencio en una Residencia de Ancianos”

En un caserón olvidado a las afueras de Burgos, convertido en una residencia de ancianos sin carteles, sin nombre y sin más visitas que el viento, vivía Irene, de 87 años. No hablaba desde hacía meses. Ni con las cuidadoras, ni con los otros seis residentes. Solo miraba por la ventana, siempre a la misma hora, con los ojos en una especie de espera que nadie lograba entender.
Una noche de abril, mientras llovía con rabia, uno de los auxiliares salió al cobertizo a buscar leña. Volvió con algo más: un erizo mojado, temblando entre sus manos. Lo había encontrado intentando resguardarse bajo una caja.
—¿Dónde lo dejamos? —preguntó, sin saber bien por qué lo había traído dentro.
La cuidadora más joven, Miriam, lo secó con una toalla, preparó una caja con hojas secas y lo dejó sobre la mesa del comedor.
Al día siguiente, todos se acercaron a mirar al visitante. Todos, menos Irene.
Pasaron los días. El erizo, al que bautizaron Matías, se recuperaba lento. Le daban trocitos de fruta, lo abrigaban, incluso le tejieron una pequeña manta. Una mañana, mientras barrían el salón, sucedió algo inesperado.

 


—¿Y el erizo? —preguntó una voz.
Todos giraron.
Había sido Irene.
—¿Lo habéis dejado solo? —insistió.
Su voz era quebrada, como quien abre una caja olvidada.
Fue como una grieta en el muro. A partir de entonces, Irene bajaba al salón. Se sentaba cerca de la caja. Lo miraba sin tocarlo.
—Eres igual que yo. Te pinchas si alguien se acerca —le decía—. Pero tienes ojos buenos.
Nadie interrumpía. Solo escuchaban.
Con los días, Irene comenzó a hablar más. Y no solo con Matías. Comentaba el clima, los recuerdos, la vida antes del geriátrico. Se ofreció a ayudar a regar las plantas. A leer cuentos a los demás.
Y como si algo se hubiese encendido en ella… también los otros ancianos comenzaron a cambiar.
Esteban, que siempre dormía, pidió pintar. Dolores, que solo tejía en silencio, empezó a cantar bajito mientras lo hacía. Ramón, que no toleraba el contacto, acarició por primera vez a un gato del jardín.
La directora del lugar, que había perdido la fe en aquel rincón del mundo, pidió ayuda a una amiga veterinaria para cuidar mejor al erizo. Hasta que un día, Matías, ya sano, empezó a merodear la puerta. Quería irse.
—Lo tenemos que dejar marchar —dijo Irene.
—¿Estás segura?
—Él ya hizo lo que vino a hacer.
Aquella tarde, lo llevaron a la linde del bosque.
Irene lo dejó en el suelo. Matías olisqueó el aire, giró la cabeza, y desapareció entre los matorrales.
Nadie lloró. Pero todos sintieron ese vacío noble que deja la gratitud.
Desde entonces, en el recibidor de la casa hay un pequeño cartel que dice:
“Aquí un erizo curó el silencio.”
Y si algún día vas por esa carretera rural, puede que no veas al erizo.
Pero si miras a los ojos de los ancianos que allí viven…
te darás cuenta de que, a veces,
los milagros vienen con espinas.

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