“¡Ábrelo… Hazlo con Fuerza!” – Pero lo que el Ranchero Encontró Debajo… Lo Destruyó Por Completo.
La Historia de Elias y Ada: Secretos Oscuros, Fantasmas del Pasado y la Búsqueda de Redención en el Salvaje Oeste
El olor a muerte flotaba sobre las praderas de Simmeron. Las botas de Elias Crow se hundían en el polvo mientras el sol quemaba su cuello hasta dejarlo en carne viva. Habían pasado tres semanas desde que enterró a su único hijo.
El muchacho murió aplastado bajo mil cascos cuando una tormenta enloqueció al ganado. Desde aquel día, Elias no había pronunciado una sola palabra. Vendió el rebaño, quemó el granero y salió a cabalgar con nada más que una botella de whisky y una pala.
El cielo era de un azul cruel. No había viento, ni sonido.
Entonces, un grito desgarró el silencio.
Era un sonido que no pertenecía a los vivos. Un grito demasiado roto, demasiado perdido para venir de este mundo. Era débil, ronco, casi inhumano. Elias giró la cabeza y la vio.
Una joven, no mayor de 20 años, atada a un árbol caído. Su vestido colgaba en jirones, sus manos estaban hinchadas y moradas por las correas de cuero que la sujetaban. Sus labios estaban agrietados, su cabello cubierto de tierra. Por un momento, Elias pensó que estaba viendo un fantasma. Se parecía a su difunta esposa: la misma piel pálida, los mismos ojos salvajes que suplicaban misericordia.
Un Pedido Desesperado

Elias dio un paso hacia ella, pero se detuvo en seco cuando escuchó las palabras que salieron de sus labios agrietados.
“Ábrelo… hazlo con fuerza,” dijo entre sollozos.
Por un instante, Elias se congeló. Las palabras le atravesaron el pecho como un cuchillo. Su mente, cansada y rota, interpretó el pedido de la peor manera posible. Pero entonces vio lo que realmente quería decir.
Sus muñecas sangraban donde el cuero las había cortado. Ella le rogaba que cortara los nudos, que la liberara.
Elias sacó su cuchillo. Sus manos temblaban mientras deslizaba la hoja bajo las correas. Con un gruñido, forzó el cuero hasta que se rompió. La joven cayó en sus brazos, jadeando por aire. Por un momento, él la sostuvo como un hombre que se aferra a un recuerdo, temeroso de que si la soltaba, desaparecería como todo lo demás que había amado.
Su piel estaba caliente, febril. Su cuerpo temblaba de miedo y agotamiento.
“¿Quién te hizo esto?” preguntó Elias, su voz baja pero firme.
Los ojos de la joven se movieron frenéticamente por el campo, aterrorizados. “Por favor… no dejes que me encuentre,” susurró antes de desmayarse.
El Misterio de las Iniciales

Elias la acostó sobre un parche de hierba seca y vertió el último trago de su cantimplora sobre sus labios. Solo le dio un sorbo, lo suficiente para que pudiera respirar. Luego, sacó un poco de pan duro de su alforja y, con cuidado, le dio pequeños trozos.
Pasaron dos horas antes de que su respiración se estabilizara lo suficiente como para hablar.
Cuando abrió los ojos, su mirada estaba llena de miedo, pero también de vida.
“Estás a salvo ahora,” dijo Elias suavemente.
Ella negó con la cabeza. “Nadie está a salvo aquí.”
Con la voz quebrada, dijo su nombre: Ada May Whitman. Contó que venía de Dodge City. Su madre había muerto el invierno pasado, y su padrastro la había llevado de la casa una noche, prometiéndole trabajo con una familia en el sur. Pero el camino que eligió no era el de un hombre decente, y el trabajo que le prometió era más oscuro que el pecado mismo.
Elias escuchó en silencio, el viento moviendo la hierba como un susurro de fantasmas. Las palabras de Ada golpearon como un martillo. Mencionó un nombre: Silas Gley.
Elias conocía ese nombre demasiado bien. Silas había sido un viejo compañero de trabajo en su rancho, pero desapareció la misma noche en que la esposa de Elias fue asesinada, dejando sangre en el suelo de la cocina.
Elias apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos. El dolor del recuerdo cortó profundo, pero entonces sintió los dedos temblorosos de Ada en su brazo.
“Por favor,” suplicó ella, “si me encuentra, me matará.”http://rb.goc5.com/wp-content/uploads/2025/11/v-2025-11-26T103257.453.png
El Camino a la Venganza
Elias miró las huellas de un carro que iban hacia el este. Las marcas eran frescas, profundas, y llevaban algo pesado. Ayudó a Ada a subir a su caballo.
“Iremos tras él,” dijo, “pero no para matarlo. Para hacerlo pagar correctamente.”
Ada se apoyó débilmente contra su espalda, todavía temblando, pero se aferró con fuerza.
Cabalgaron hasta que el sol se hundió bajo el horizonte y las praderas se tiñeron de oro. Ada señaló adelante.
“Allí, esa cabaña junto al arroyo. Él se queda ahí.”
Elias desmontó en silencio. La cabaña estaba medio enterrada en maleza, con humo saliendo de un fuego moribundo. Al lado, un carro cubierto con lona descansaba en la sombra. Elias levantó la lona y lo que vio le detuvo el corazón.
Dentro del carro había cajas marcadas con el sello de su antiguo rancho. Y entre ellas, un relicario de plata con las iniciales E y C grabadas.
Era el collar de su esposa.
Elias cayó de rodillas, el relicario brillando en su palma. No podía respirar. Ada lo miró, confundida, sin comprender lo que él acababa de encontrar.
Pero antes de que pudiera moverse, la puerta de la cabaña se abrió con un crujido.
El Enfrentamiento Final

Silas Gley salió al porche, sosteniendo un rifle oxidado. Su sonrisa mostraba dientes podridos y una vida llena de malas decisiones.
“Vaya, vaya,” dijo con voz áspera. “Nunca pensé que vendrías buscando fantasmas, Crow.”
Elias se puso de pie lentamente, con el relicario aún en la mano. “¿Dónde está ella, Silas? ¿Qué le hiciste a mi esposa?”
Silas soltó una risa seca y cruel. “Se fue donde todas las buenas mujeres van cuando descubren el tipo de hombre con el que se casaron.”
Ada retrocedió, pero Silas apuntó con el rifle hacia ella. Elias no pensó. Agarró un trozo de leña del suelo y golpeó el cañón del rifle, desviando el disparo. El sonido del arma resonó en el valle mientras los dos hombres caían al suelo, luchando como animales cansados.
Ada corrió hacia el caballo, sacó una pequeña pistola de la alforja y, con manos temblorosas, apuntó hacia Silas.
“Déjalo ir,” gritó.
Silas se congeló por un segundo, lo suficiente para que Elias lo derribara. Con el hombre inmovilizado, Elias ató sus manos con las mismas correas de cuero que habían sujetado a Ada.
Justicia en el Oeste
Al amanecer, llevaron a Silas a Dodge City, junto con el relicario y los papeles que encontraron en el carro: pruebas de robos, asesinatos y vidas destruidas.
El mariscal de la ciudad miró las pruebas y asintió con gravedad. “Esto será suficiente para colgarlo diez veces,” dijo.
Elias y Ada regresaron al rancho días después. La cabaña que una vez estuvo vacía comenzó a llenarse de vida nuevamente. Ada plantó flores junto al porche, y Elias, por primera vez en años, sintió que el peso de su pasado comenzaba a aliviarse.
Una noche, mientras el sol se ocultaba detrás de las colinas, Ada miró a Elias y preguntó: “¿Crees que el pasado alguna vez nos deja ir?”
Elias pensó por un momento antes de responder. “No, pero aprendemos a vivir junto a él.”