“Necesitas un techo… yo deseo tu cuerpo: Tres noches bajo el dominio del hombre de la montaña”

 

Bajo la Nieve, el Fuego

I. El frío no perdona

Helena temblaba bajo el manto blanco de la montaña. La noche había caído como una sentencia sobre su vida, y el viento aullaba entre los pinos, arrancando lágrimas de sus ojos. No tenía nada más que las ropas que llevaba puestas, un abrigo demasiado fino y unas botas que ya no protegían sus pies del hielo. El mundo que conocía se había derrumbado en un instante, traicionada por el hombre que debía protegerla: Ricardo, su padrastro.

La casa que había sido su hogar era ahora territorio enemigo. Ricardo, con su sonrisa falsa y sus palabras venenosas, la había expulsado sin remordimientos. “No eres nada para mí”, le dijo antes de arrojarla al frío, como quien tira la basura.

Helena caminó sin rumbo, sus pensamientos una mezcla de desesperación y rabia. El miedo a morir congelada era real; la nieve cubría todo y la ciudad más cercana quedaba a kilómetros de distancia, imposible de alcanzar en medio de la tormenta. Sus amigos, todos aliados de Ricardo, no la ayudarían. Nadie la ayudaría.

El frío era un animal hambriento, mordiendo su piel, adormeciendo sus extremidades. Cada paso era un desafío al destino. La tentación de rendirse era fuerte: la nieve parecía invitarla a dormir, a dejar ir el dolor. Pero Helena se negó. No le daría a Ricardo el placer de su muerte.

Cuando sus fuerzas flaquearon, divisó una débil columna de humo entre los árboles. Un refugio, quizás. Se arrastró hacia la luz, apoyándose en los troncos, hasta que al fin llegó a una pequeña cabaña de madera. Cayó de rodillas en la veranda y golpeó la puerta con manos temblorosas.

—Por favor… —susurró antes de desmayarse.

 

II. El hombre de la montaña

Despertó envuelta en calor, sobre un sofá de cuero, frente a una chimenea crepitante. La cabaña era sencilla pero acogedora, el aire olía a café y leña quemada. Frente a ella, sentado en una mesa, estaba un hombre enorme, de hombros tan anchos como la puerta, barba oscura y ojos profundos.

—Estás viva —declaró, su voz grave como el trueno.

Helena se incorporó, el cobertor cayendo de sus hombros. Notó que sus botas y calcetines estaban secos junto al fuego.

—Gracias… —balbuceó.

—Todavía no. La tormenta empeora. Habrías sido una estatua de hielo si te quedabas allí.

No había dulzura en sus palabras, solo hechos. Se llamaba Julián. Vivía solo, cuidando de sí mismo, rodeado por el silencio y el peligro de la montaña.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó.

La vergüenza pesó sobre Helena. Explicó su historia, la muerte de su madre, la traición de Ricardo, la expulsión. Julián no respondió, solo la observó con intensidad feroz.

Le sirvió café amargo y caliente. Helena lo bebió, recuperando poco a poco la energía y la lucidez. Pero la realidad era clara: estaba en la cabaña de un desconocido, sin nada que ofrecer.

—No puedo darte refugio gratis —dijo Julián, directo y sin rodeos—. Nada es gratis en esta vida.

Helena intentó ofrecer trabajo: cocinar, limpiar, cortar leña. Julián soltó una risa seca.

—Me basto solo. No necesito una empleada.

Se inclinó hacia ella, su mirada más oscura y primitiva.

—Necesitas un techo. Yo necesito una mujer. La soledad aquí es una bestia hambrienta. Ven conmigo, deja que te use por tres días.

Helena se atragantó con el café, el terror regresando con fuerza. No había seducción, solo una transacción brutal.

—No te forzaré a nada —añadió Julián—. Es una oferta: abrigo, comida, protección. Tres días. Después eres libre de irte.

Salir significaba morir. Quedarse era vender lo último que le quedaba: su cuerpo, su dignidad. Lágrimas de rabia brotaron de sus ojos.

—Eres un monstruo —escupió.

—No, soy un hombre. Y tú, una mujer al borde de la muerte. Te ofrezco la vida. El precio es tu cuerpo. Es justo, dadas las circunstancias.

La voz fría y pragmática de Julián tenía razón. ¿De qué servía el orgullo a un cadáver congelado? Pensó en su madre, en la fuerza que siempre tuvo. Pero ahora estaba sola. Tenía que sobrevivir.

—Tres días —dijo, la voz firme—. Solo tres días. Y prométeme que no me harás daño.

Por primera vez, Julián pareció respetarla.

—Te doy mi palabra. Nunca he hecho daño a una mujer y no empezaré contigo.

El pacto más oscuro de su vida estaba sellado.

III. El primer día

La cabina se llenó de un silencio denso. Julián sirvió un guiso caliente con pan oscuro. Comieron en silencio; cada cucharada era una bendición para Helena. Observó al hombre mientras comía: eficiente, fuerte, directo. Había una extraña integridad en su brutalidad, algo que nunca vio en Ricardo.

—¿Por qué vives aquí solo? —preguntó Helena, venciendo el miedo.

—Me gusta el silencio. Las personas complican las cosas. Pero hasta el silencio puede ser demasiado ruidoso a veces.

Había dolor en su voz, una herida antigua. “A veces necesitamos sentir otra respiración en la oscuridad, solo para saber que no somos los únicos fantasmas en la montaña.”

Esa noche, Julián la invitó a la cama. No la tocó con brusquedad. Apagó la lámpara, dejando la habitación en penumbra. Se acercó con cautela, su mano grande y áspera envolviendo la de Helena en un gesto inesperadamente tierno.

—Solo quiero sentir que hay alguien aquí —susurró.

La abrazó, acunándola contra su pecho. Helena se sintió segura, una contradicción alucinante. El hombre del pacto más humillante era también el que le daba refugio y protección.

Helena se durmió escuchando el latido lento del corazón de Julián y el aullido del viento afuera.

 

IV. El segundo día

El amanecer trajo una luz gris, la tormenta persistía. Julián preparó el desayuno, la normalidad de la pregunta “¿Dormiste bien?” desconcertó a Helena. Comieron juntos, pero el silencio era incómodo.

Después, Julián salió a revisar los animales y cortar leña. Helena se ocupó de limpiar, arreglar la cama, barrer el suelo. Descubrió una foto antigua en la mesilla: Julián joven, una mujer rubia y un bebé. Una familia perdida.

Cuando Julián regresó, la sorprendió mirando la foto. La máscara de dureza cayó sobre su rostro.

—No toques mis cosas —dijo, la voz fría como el hielo.

El día transcurrió tenso, la conexión de la noche anterior rota por los fantasmas del pasado. La segunda noche, Julián la reclamó con urgencia áspera, buscando olvidar el dolor a través del deseo físico. Helena entendió: no la castigaba, se castigaba a sí mismo.

La pasión fue feroz, desesperada. Ambos buscaron en el otro un refugio contra el dolor. Después, Julián confesó: su esposa y su hijo murieron en una avalancha. La culpa lo había convertido en un hombre solitario, incapaz de amar de nuevo.

Helena lo sostuvo mientras lloraba, compartiendo el peso de su dolor. El pacto de cuerpos se transformó en comunión de almas heridas.

V. El tercer día

La atmósfera era diferente. Julián la observó con ternura, acarició su rostro, la besó con delicadeza. “Quédate un poco más”, murmuró. Helena aceptó, y hicieron el amor con cariño y admiración.

La vida en la cabaña tomó un ritmo doméstico: cocinar juntos, aprender a usar la bomba de agua, reír por primera vez en años. Julián mostró a Helena las huellas de animales en la nieve, la protegió de los peligros de la montaña.

Un día, mientras recogían leña, un lobo atacó. Julián luchó con el animal, y Helena, con valentía, lo ayudó a ahuyentarlo. Julián resultó herido, pero juntos se salvaron. El pacto había terminado, la tormenta había pasado.

Pero la partida era inevitable. Julián, fiel a su palabra, no pidió que se quedara. Helena, destrozada, preparó sus cosas, sintiendo que dejaba atrás el único hogar verdadero que había conocido.

La última noche fue melancólica. Durante la cena, la tensión era insoportable. Julián ofreció dinero para ayudarla, pero Helena lo rechazó.

—No quiero tu dinero. No soy una prostituta, Julián.

—Lo sé —dijo él, con dolor—. No quiero que estés sola ni desamparada.

—Entonces no me mandes lejos. Pídeme que me quede.

Julián luchó contra sus propios demonios. Temía perderla como perdió a su familia.

—Te amo, Helena, pero soy un hombre roto. No puedo arriesgarme a perderte.

—Ya me amas —dijo ella, segura—. Y yo a ti. No dejes que el miedo sea más fuerte que tu corazón.

Se besaron, un beso de súplica y promesa. Finalmente, Julián cedió.

—Quédate —susurró—. Por favor, Helena, quédate.

VI. Un nuevo comienzo

El amanecer trajo esperanza. Rieron y planearon juntos. Helena propuso ampliar la huerta en primavera, Julián sonrió por primera vez en años. La vida se acomodó a un nuevo ritmo.

Helena aprendió a vivir en la montaña, a cocinar en el fogón, a remendar ropa, a cuidar de Julián. Poco a poco, la cabaña se llenó de vida, no para borrar el pasado sino para construir un futuro.

La pasión entre ellos se profundizó, entrelazada con confianza y cariño. Sus noches eran celebración de su unión, sus días prueba de compromiso.

VII. El mundo exterior

Con la llegada de la primavera, Julián propuso bajar al pueblo por provisiones. Helena, decidida, lo acompañó. En el pueblo, Ricardo apareció, intentando humillarla públicamente. Julián la defendió con su sola presencia, y Helena se mantuvo firme.

Pero Ricardo no se rindió. Manipuló documentos, denunció a Julián por secuestro. La policía llegó a la cabaña: Julián fue arrestado y Helena llevada de vuelta con su padrastro.

En la cárcel, Julián contactó a un viejo amigo, Miguel, ahora abogado. Helena, prisionera en su antigua casa, fingió sumisión y logró escapar, encontrando pruebas de la falsificación de Ricardo.

Corrió a la comisaría y entregó las pruebas. Julián fue liberado, Ricardo arrestado. Helena recuperó su hogar y su libertad.

VIII. Renacimiento

Regresaron a la montaña, a la cabaña que ahora era suya. Helena, con una sonrisa traviesa, le anunció a Julián que estaba embarazada. El hombre que había perdido todo encontró una segunda oportunidad.

Construyeron una casa más grande, llena de luz y risas. Tuvieron un hijo, Léo, y una hija, Sara, nombres que sanaron viejas heridas y celebraron el renacimiento.

La vida en la montaña era dura pero hermosa. Enseñaron a sus hijos a respetar la naturaleza, a valorar el amor y la familia. El pasado de Ricardo se convirtió en una sombra lejana, un recordatorio de cuánto habían superado.

Julián nunca perdió su naturaleza fuerte y silenciosa, pero la tristeza en sus ojos fue reemplazada por felicidad. Helena floreció, segura y amada.

IX. Epílogo

La historia de Helena y Julián, nacida de la desesperación y la necesidad, se convirtió en una prueba de que el amor puede surgir en las circunstancias más oscuras. Almas rotas pueden sanar, y las segundas oportunidades pueden ser más dulces que las primeras.

A veces, no encontramos el amor que queremos, sino el que necesitamos. Y ese amor puede salvarnos de las maneras más inesperadas.

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