La chica que escribía cartas cada día a su amor muerto — hasta que un desconocido empezó a responderle
El buzón de la vieja casa del barrio obrero siempre estaba lleno de cartas que nadie debía recibir.
Lucía las dejaba allí cada tarde, con la misma delicadeza con la que una madre arropa a su hijo dormido.
Desde que Mateo murió en aquel accidente en la obra, ella no había dejado de escribirle.
Cada día una carta. Cada carta, una vida.
Era su manera de no rendirse.
Mientras el mundo seguía, ella se aferraba a su amor como a un trozo de madera en medio del mar.
Pero un día, algo cambió.
Una carta volvió con respuesta.
Una letra desconocida. Un sobre igual, la misma tinta azul.
Solo que, esta vez, no era Mateo quien escribía.
La primera vez que leyó aquella respuesta, Lucía pensó que alguien se burlaba de ella.
—“He recibido tus palabras, Lucía. No soy Mateo, pero vivo donde él trabajó. Y juro que siento lo que tú sientes.”
Sintió rabia.
¿Quién se atrevía a jugar con el dolor ajeno?
Ella era una empleada doméstica, vivía en la casita detrás del jardín de los señores Del Río —una familia rica y altiva, dueños de la constructora donde Mateo perdió la vida.
Aquella empresa le debía todo: su salario, su viudez, su duelo.
Durante días ignoró las respuestas del desconocido.
Pero las cartas seguían llegando.
Una tras otra.
Palabras dulces, sinceras, escritas con una ternura que desarmaba cualquier defensa.
Hasta que, una noche, no pudo más.
Le respondió.
“Si realmente sabes lo que es perder a alguien, dime tu nombre. O deja de escribir.”
La respuesta llegó dos días después.
“Soy Adrián Del Río.”
El corazón de Lucía se detuvo.
Ese apellido.
Del Río.
El hijo del patrón.
El joven heredero que apenas la miraba cuando pasaba por el jardín, con su camisa de lino y su perfume caro.
Él, el que había despedido a varios obreros después del accidente para “ahorrar costos”.
¿Y ahora le escribía cartas?
Lucía estaba entre el odio y la curiosidad.
Guardó silencio, pero no rompió las cartas.
Y cada una de ellas fue haciéndole una grieta en el corazón.
Adrián hablaba de culpa, de vergüenza, de no poder dormir desde que supo que su padre había ordenado ocultar los fallos de seguridad en la obra.
“Tu Mateo murió por nosotros”, escribió un día. “Y no sé cómo pagar una deuda así.”
Pasaron semanas.
Las cartas se convirtieron en conversaciones.
Luego, en confesiones.
Adrián comenzó a visitar el jardín a la misma hora en que ella regaba las flores.
No hablaban, pero el silencio entre ellos era distinto.
Hasta que una tarde, lloviendo, la vio llorar bajo el toldo del buzón.
Se acercó, sin paraguas.
—“Déjame llevarte a casa.”
—“¿Y desde cuándo los Del Río ayudan a los pobres?”
—“Desde que uno de ellos aprendió que el dinero no puede comprar el perdón.”
Lucía lo miró, y por primera vez, no vio al hijo del patrón.
Vio a un muchacho roto, que también cargaba su cruz.
El escándalo estalló una semana después.
Los vecinos murmuraban, los empleados cuchicheaban.
“¡La criada y el heredero!”
La madre de Adrián lo enfrentó en plena cena.
“¿Te das cuenta de la vergüenza que traes a esta casa?”
Él solo respondió:
“La vergüenza fue nuestra desde el día que dejamos morir a un hombre inocente.”
Cuando la empresa Del Río fue investigada por corrupción, Adrián testificó.
Entregó documentos, grabaciones, todo lo que su padre había ocultado.
Su familia lo desheredó.
Pero Lucía, por primera vez en años, sonrió con orgullo.
El día que todo terminó, Adrián dejó una última carta en el buzón.
“Esta vez te escribo no para pedir perdón, sino para agradecerte.
Por enseñarme que el valor no se mide por la sangre, sino por el alma.”
Lucía lloró.
Y respondió con una frase que Mateo habría dicho:
“El amor verdadero no muere, solo cambia de voz.”
Meses después, en el mismo barrio donde todo comenzó, abrió una pequeña escuela para los hijos de los obreros.
En la entrada colgaba un cartel:
“Fundación Mateo — Por los que aman sin tener nada.”
Y a su lado, en letras pequeñas:
“Dirigida por Lucía y Adrián.”