La amiga que se volvió rica de repente y desapareció con todas nuestras fotos del teléfono
Madrid, una tarde de otoño, con su cielo anaranjado y ese aire melancólico que hace brillar los adoquines del centro como si fueran espejos rotos. Yo acababa de salir del trabajo, con el cansancio típico de los martes y el alma a medio camino entre la rutina y el recuerdo. Fue entonces cuando mi móvil vibró y vi una notificación: “Lucía te ha etiquetado en una foto.”
Lucía.
Mi mejor amiga.
Mi casi hermana.
No nos veíamos desde hacía dos meses, pero hasta hacía poco hablábamos todos los días. Compartíamos playlists, recetas fallidas, memes estúpidos y confesiones a medianoche. Hasta que, de repente, todo cambió.
Lucía empezó a comportarse de manera extraña. Llegaba tarde a nuestros encuentros, miraba el móvil cada dos minutos, y sonreía como quien guarda un secreto demasiado grande para compartir. Y luego, un día, simplemente… desapareció.
Todo comenzó un viernes cualquiera, cuando me invitó a un café en Malasaña. Era nuestro lugar habitual, el Café Antídoto, un rincón pequeño con lámparas de colores y olor a canela. Pero ese día, algo en el ambiente era distinto. Lucía llevaba un abrigo nuevo —de esos que se notan caros— y unas botas que jamás la habría visto comprar.
—¿Y ese look? —le pregunté, sonriendo.
—Un regalo —dijo, esquiva.
—¿De quién?
—De la vida —contestó, riendo nerviosa.
Luego habló de inversiones, de criptomonedas, de un “proyecto especial” del que no podía decir mucho porque “era confidencial”. Me reí, creyendo que bromeaba. Lucía siempre había tenido ideas locas. Pero esa vez, su mirada era distinta: una mezcla de excitación y miedo.
Durante las siguientes semanas, empezó a publicar fotos con coches lujosos, copas de champán, y vistas desde terrazas imposibles de pagar. Todo muy distinto a la Lucía que conocía: la chica que se emocionaba con una oferta de Zara y que soñaba con abrir una librería de segunda mano.
Le escribí.
No respondió.
Le llamé.
Número fuera de servicio.
Hasta que una noche, mientras revisaba mis fotos, noté algo extraño: todas las imágenes en las que aparecía con ella habían desaparecido. No solo de mis redes sociales, sino del propio carrete del teléfono.
Cientos de momentos, viajes, selfies, cumpleaños… borrados. Como si nunca hubiesen existido.
Mi primer pensamiento fue que se trataba de un error. Pero luego me di cuenta de algo inquietante: las fotos en las que salíamos juntas no solo habían desaparecido de mi teléfono, sino también de las cuentas de nuestros amigos comunes.
Lucía no solo había desaparecido. Había borrado toda evidencia de que alguna vez fuimos parte de su vida.
Durante días, busqué respuestas. Revisé nuestras conversaciones antiguas, sus publicaciones, los comentarios. Todo parecía cuidadosamente manipulado. Sus nuevas fotos estaban llenas de gente desconocida, de lugares exóticos, de lujo exagerado.
Hasta que un mensaje anónimo llegó a mi buzón de correo:
“¿Quieres saber la verdad sobre tu amiga? Ven mañana, a las ocho, al parque del Retiro. Sola.”
El correo no tenía remitente. Dudé, por supuesto. Pero la curiosidad —o quizá la nostalgia— fue más fuerte que el miedo.
A las ocho en punto estaba allí, junto al estanque, con el aire frío rozándome las manos. Pasaron cinco minutos. Luego diez. Hasta que vi a una mujer con gafas oscuras acercarse lentamente.
—¿Tú eres Elena? —preguntó con voz baja.
Asentí.
—Lucía no se fue. La hicieron desaparecer.
La historia que me contó aquella mujer parecía salida de una película. Según ella, Lucía había sido reclutada por una empresa privada que utilizaba identidades falsas para lavar dinero a través de redes sociales. Su “nuevo estilo de vida” era parte de una fachada. Le habían dado dinero, ropa, viajes… a cambio de una cosa: su imagen.
Pero algo había salido mal. Lucía descubrió lo que realmente hacía la organización —una red que se dedicaba al tráfico de datos y manipulación digital— y quiso salir.
Ahí fue cuando empezó a borrar las fotos. No para olvidarse de mí, sino para protegerme.
La mujer me entregó una pequeña tarjeta de memoria.
—Lucía te la dejó. Dijo que si algo le pasaba, tú sabrías qué hacer.
Volví a casa con el corazón desbocado. Metí la tarjeta en el ordenador, y vi un único archivo: “No confíes en nadie.mp4”.
El video mostraba a Lucía, ojerosa, asustada, grabándose frente a un espejo.
“Si estás viendo esto, es porque ya saben que intenté escapar. No soy quien crees que soy, Elena. Todo lo que subí, todo lo que mostré… era parte del trabajo. Pero ellos controlan más de lo que imaginas. Si borré nuestras fotos, fue para que no te rastreen. Te quiero. Y lo siento.”
Cortó la grabación bruscamente. Luego, silencio.
Esa noche no dormí. Intenté contactar con la policía, pero la historia parecía demasiado absurda. Al día siguiente, la tarjeta ya no funcionaba. Como si se hubiera autodestruido.
Pasaron semanas. Luego meses. Aprendí a vivir con su ausencia, aunque cada vez que veía una mujer con su cabello o su risa, el corazón me daba un vuelco.
Hasta que un día recibí otro mensaje. Esta vez, desde un número desconocido.
“Estoy bien. No me busques. Gracias por no rendirte.”
El mensaje iba acompañado de una única foto: una playa al amanecer, con dos tazas de café sobre la arena. Y en una de ellas, grabado con espuma, mi nombre.