‘Por favor, Quítamelo, Por favor…’ — Sus Palabras Rompieron el Silencio del Vaquero

‘Por favor, Quítamelo, Por favor…’ — Sus Palabras Rompieron el Silencio del Vaquero

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“Por favor, quítamelo” — Las palabras que rompieron el silencio del vaquero

El sol del desierto se hundía como una bala perdida en el horizonte, tiñendo de rojo la calima fina que flotaba sobre la tierra resquebrajada. Javier Reyes, vaquero de Nuevo México, arrodillado en la arena ardiente, sostenía la pierna de una mujer entre sus manos temblorosas. Llevaba el sombrero calado hasta las cejas y el revólver pesándole en la cadera como un recuerdo obstinado. La mujer yacía con el vestido rasgado, la piel manchada de polvo y sudor, el rostro pálido como una luna en eclipse. Sus labios, partidos, susurraron con un hilo de voz: “Por favor… quítamelo, por favor”.

Las palabras atravesaron el silencio del vaquero como un disparo. Durante años, Javier había guardado su propia lengua detrás de los dientes, como si el habla fuera un lujo que no merecía. Pero ese ruego lo sacudió por dentro. Miró el tobillo de ella: hinchado, enrojecido, con dos puntitos negros clavados en la carne, como ojos de demonio. Mordedura de cascabel.

Desenvainó el cuchillo Bowie. El metal reflejó el último rayo del día, y ella contuvo un gemido. “Aguanta”, murmuró. Le levantó con cuidado la falda, cortó la media y descubrió el latido oscuro del veneno expandiéndose como raíces. Succionó la sangre en torno a la herida y escupió al polvo, sin pensar, como lo había hecho otras veces en soledad, asistiendo a desconocidos en caminos que no dejaban huellas. Pero la mente—siempre alerta, siempre desconfiada—chispeó: ¿Por qué ella? ¿Por qué aquí?

El desierto no toleraba coincidencias.

La había encontrado junto a un corral derruido, con el caballo muerto a pocos metros. Las huellas de cascos indicaban una emboscada reciente. Bandidos… o algo peor. La reconoció después: Isabella Vargas, hija de don Enrique, el acendado más temido de la frontera. Había rumores de que escapó de su padre, de que llevaba un mapa tatuado en la piel, un secreto que guiaba hacia oro apache en cuevas de la Sierra Madre. “Quítamelo”, había dicho. ¿La media… o otra cosa?

Javier vendó el tobillo con un retazo de su camisa, ignorando el ardor de sus propias costillas magulladas tras un encontronazo con contrabandistas en el paso de San Cristóbal. La levantó en brazos y la montó sobre su mustang negro, El Diablo, que resopló inquieto. Cabalgaron hacia el pueblo fantasma de Río Seco, donde las cantinas vacías conservaban el olor a mezcal y pólvora como una oración rancia.

A mitad de camino, nubes de tormenta corrieron como búfalos por el cielo, y un trueno retumbó con el eco de un disparo en cañón. Isabella deliró en sus brazos, febril por la ponzoña: “El anillo… quítamelo… es la clave”. Javier le miró la mano: un aro de oro con una esmeralda que brillaba con ojo propio. Sintió el viejo pinchazo del presentimiento. Apretó el paso.

En la misión abandonada de Río Seco, encendió una fogata con ramas secas. El fuego pintó la piedra con sombras titubeantes. Isabella parpadeó hasta recuperar la conciencia, y su voz se afiló como navaja: “Te conozco”.

Javier tensó la mandíbula. “¿De dónde?”

“De la noche en que mataste a mi prometido, en el Cañón de las Águilas. Creíste que nadie te veía. Yo estaba entre las rocas.”

El corazón de Javier retumbó como tambor de guerra. Recordó la oscuridad, el polvo en el paladar, la mirada de su hermano—porque el prometido de Isabella había sido su propio hermano, Miguel—frente a él, revolver en mano, dos hombres apuntándose desde vidas que se bifurcaban. No fue por una mujer, se dijo tantos años; fue por honor. Por traición. Miguel vendía armas a apaches a espaldas de don Enrique, buscando incendiar la frontera. O eso quería creer Javier cuando apretó el gatillo. El recuerdo tenía filo por ambos lados.

“¿Por qué no me mataste entonces?”, preguntó, mano instintiva rozando la culata.

“Porque necesitaba un peón”, dijo Isabella, incorporándose con el dolor cosido a la pierna. Extendió la mano: “Quítame el anillo”.

Javier obedeció. Al retirar el aro, vio el secreto grabado por dentro: líneas finas como venas, una serpiente de trazos que conducía a una cueva marcada con una cruz diminuta: Sierra Madre. “El tesoro de mi padre”, explicó ella. “Oro acumulado por generaciones, arrancado a peones y a indios. Me ‘marcó’ con el anillo… y me soltó la víbora para que no escapara. Pensó que moriría aquí, mordida y sola.”

“¿Tu propio padre te dejó a la suerte del desierto?”, soltó Javier con incredulidad y rabia.

“Mi padre es un reino de crueldades”, dijo ella, y la esmeralda devolvió un destello verde, venenoso. “Con ese mapa lo destruiré.”

Un golpe seco en la noche los calló. Cascos. Voces. Javier apagó el fuego de un soplido y se asomó por la ventana rota. Cuatro jinetes rodeaban la misión, sombreros anchos, Winchester al hombro, un quinto rezagado con farol. Los hombres de don Enrique.

“¿Cómo nos hallaron?”, susurró Isabella, empalideciendo.

“El anillo”, dijo con amargura. “Imán y truco indio. Rastro.” Maldijo por lo bajo. La había salvado, y quizá lo había usado de cebo. No importaba: ya estaban allí. Revisó el tambor: seis balas. Lo suficiente para escribir una frase corta.

“¡Sal, Reyes!”, gritó una voz con acento de Chihuahua. “El patrón quiere a su hija viva… y a ti muerto.”

La balacera estalló como volcán. Javier derribó al del farol, que cayó con un alarido ahogado. Isabella, cojeando, alcanzó un rifle olvidado junto al altar roto y cubrió la puerta. “Quítame las cadenas del pasado”, gritó entre dientes, y la frase, extraña, pareció cortar la noche.

Una bala rozó el hombro de Javier; el calor húmedo de la sangre le trajo un zumbido en las sienes. Rodó, recargó, disparó al segundo que entraba como toro en cristalería. Cayó de espaldas, rifle al aire, el eco muriendo en el techo abierto de la misión. El viento trajo olor a lluvia y a pólvora, a herrumbre y a miedo.

Cuando el silencio recogió la pólvora quemada, apareció él: don Enrique Vargas, montado en caballo blanco, bigote espeso, levita oscura. Parecía un juez viniendo a dictar sentencia. “Hija mía”, bramó, “has sido una tonta”.

Javier se plantó, revólver en mano. “Esto termina aquí.”

Isabella dio un paso, apuntando al padre. La esmeralda le ardía en la palma como brasa. “Quítame—para siempre—el peso de tu tiranía”, dijo, y disparó. La bala entró en el pecho de don Enrique, quien cayó sin grito, ojos abiertos al cielo que por fin se rompía en lluvia.

Los hombres restantes vacilaron. Dos huyeron, otro soltó el rifle y alzó las manos. La tormenta cayó sobre Río Seco lavando sangre, polvo, rencor.

Al amanecer, con el mapa diminuto guardado en el bolsillo de Javier, cabalgaron hacia la Sierra Madre. Las montañas les salieron al paso como igualas antiguas, y el sendero los fue tragando entre pinos y peñas. La cueva, cuando la hallaron, respiraba frío. Dentro, el oro apilado devolvía luz como un segundo sol: lingotes envueltos en lona reseca, monedas españolas con reyes sin reino, cruces, cálices, brazaletes. La riqueza de un pecado largo.

Isabella se volvió hacia Javier, los ojos dos brasas sostenidas. “Ahora, si quieres venganza por tu hermano… quítame la vida.”

Javier la miró largamente. En ella vio la mordida y la cicatriz, la hija y la huida, la bala y la culpa. Vio también al muchacho que fue, arrodillado junto al cuerpo de Miguel, intentando creer que había sido honor y no miedo. “No”, dijo, rompiendo por fin el silencio que había cargado como un ataúd. “Tú me has dado una nueva.” Guardó el arma. Ella dejó caer el anillo en el polvo de la cueva: la esmeralda quedó como un ojo apagado entre el oro.

Se besaron bajo la luz filtrada, con el rumor del agua subterránea marcando un compás viejo. Pero el pasado no suelta fácil. En el rincón más hondo de la cueva, bajo una lona con sello de la misión, Javier halló un cofre pequeño con marcas raras: figuras grabadas, plumas y serpientes entrelazadas. Dentro, un documento: nombres, fechas, cantidades, y un sello de pacto con hombres peores que don Enrique—caporales, políticos y oficiales de frontera. Una red que seguía viva. “Esto nos perseguirá”, dijo. Isabella asintió. “Entonces que nos persigan… con la verdad a cuestas.”

Con parte del oro compraron una hacienda modesta en Sonora. Pagaron deudas ajenas, rescataron a peones, compraron libertad a quienes debían su vida al acendado muerto. El resto lo devolvieron sin ruido: cálices a misiones, piezas a familias que guardaban historias sin objetos. Ni santos ni ladrones; ajustes pequeños en un mundo torcido.

A veces, en la madrugada, Isabella despertaba empapada de sudor, apretando la pierna como si aún ardiese. “Quítamelo”, susurraba entre lágrimas. Javier la abrazaba hasta que el temblor pasaba. Entendió que había venenos que la navaja no alcanza: el que tatúan el miedo y la traición.

Una noche llegó un hombre delgado, pelo ceniza, acento de Santa Fe. Traía preguntas y la sombra de un encargo. Tras la charla larga y el mezcal, dejó sobre la mesa un recorte: muertes recientes, todos nombres del cofre hallado en la cueva. Alguien, desde la oscuridad, saldaba cuentas con método. “Pactos que cobran su deuda”, dijo el forastero. “O fantasmas con buena puntería.” Javier lo acompañó a la puerta y miró el cielo vacío de nubes. La frontera tenía memoria. Y manos.

Pasaron los años y la leyenda creció con el humo de las cantinas. Decían que un vaquero silencioso y una mujer marcada por la mordida habían robado tesoros y comprado media provincia. Otros juraban haberlos visto entregando bolsas de monedas al amanecer, dejando cruces en los patios para que nadie preguntara. En el oeste, la verdad y el cuento beben del mismo vaso.

Un atardecer, cabalgaron de regreso a Río Seco. La misión seguía en pie a su manera, sosteniendo al cielo con muros viejos. Isabella caminó hasta el altar roto. Dejó el anillo—ese ojo apagado—y un ramo de ruda. “Para las mordidas que no se ven”, dijo. Javier acarició la madera astillada y, sin pensarlo, pronunció en voz baja una oración sin santos: “Quítanos lo que sobra: miedo, rencor. Déjanos lo que hace falta: voz, camino.”

El viento pasó cargado de polvo caliente, y durante un instante pareció que el desierto respondía con su idioma de hojas secas. Al montar, Isabella miró el horizonte. “El veneno del pasado no se va del todo”, admitió. “No”, concedió Javier. “Pero deja de matar cuando lo miras a los ojos.”

Partieron, dos figuras recortadas contra la luz caída, con el rumor de cascos escribiendo otra línea en la arena. En los pueblos, los niños corrían detrás de su sombra y los viejos asentían como si entendieran un código. Aquel ruego—por favor, quítamelo—ya no era solo súplica. Era la frase de quienes eligen cortar la cuerda que los ata a una vida ajena.

Dicen que, en noches de viento, el desierto susurra sus nombres como advertencia y consuelo. No para espantar a los que desafían al destino, sino para recordarles que el precio de la libertad es cargar con lo que no se puede enterrar. Y que a veces basta con una voz—apenas dos palabras—para romper un silencio que parecía para siempre.

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