“você não aguentaria a noite toda” disse o cowboy a esposa do pastor após um pedido inusitado♥️

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“No aguantarías toda la noche”, dijo Cole Randall, los ojos grises fijos en los de ella.

Margaret Perish sintió que las piernas le flaqueaban. Acababa de decirlo, de pedirle una noche con él, las palabras saliendo temblorosas después de meses cargando el peso de ese deseo. Cole era inmenso, casi dos metros, manos que parecían poder romper madera sin esfuerzo. Trabajaba en el rancho Miller y aparecía en la iglesia los domingos, siempre en el banco del fondo, el sombrero en el regazo.

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—Sí aguantaría —respondió Margaret, aunque sabía que no era verdad.

Cole dio un paso hacia ella. El establo olía a heno y cuero. Tocó el rostro de Margaret con sus dedos callosos, despacio.

—Entonces ven.

Margaret siguió a Cole hasta la casa abandonada, al límite de la propiedad de los Miller, donde él vivía solo desde que llegó al condado, dos años atrás. La noche de septiembre era cálida, sin viento, el cielo cubierto de estrellas. Sentía el corazón latir tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo.

Casada desde hacía nueve años con el pastor Thomas Parish, Margaret tenía 32 años y nunca había sentido lo que sentía al mirar a Cole. Thomas era un buen hombre, dedicado, predicaba sobre el amor y el perdón todos los domingos, pero nunca la tocó con intensidad. Nunca.

Cole abrió la puerta, encendió un farol. La luz amarilla reveló un cuarto simple: una cama estrecha contra la pared, una mesa con dos sillas, estantes con latas de comida. Olía a jabón y tabaco. Cole colgó el sombrero en un clavo en la pared. Margaret se quedó parada cerca de la puerta, las manos apretando el bolso.

—Aún puedes irte —dijo Cole, girándose hacia ella.

Margaret negó con la cabeza. Ya no podía. Había pasado los últimos seis meses evitando mirarlo en la iglesia, pero sus ojos siempre encontraban los de él. Cole nunca apartaba la mirada. Tres semanas atrás, él la abordó cuando salía de la tienda de telas. Preguntó si estaba bien. Margaret dijo que sí, pero la voz salió débil. Cole le tomó el brazo rápidamente y dijo que viviría en esa casa hasta fin de mes, por si ella necesitaba algo. Cualquier cosa. Margaret entendió.

Ahora, allí, Cole se acercó, se detuvo frente a ella, mirando hacia abajo. Margaret levantó el rostro. Él pasó la mano por el cuello de ella, subiendo hasta la barbilla. Margaret cerró los ojos, sintiendo la aspereza de aquella piel contra la suya.

—Margaret.

Ella abrió los ojos. Él inclinó la cabeza, rozó sus labios con los de ella, despacio. Margaret soltó el bolso, lo oyó caer al suelo, tomó la camisa de él con ambas manos. Cole profundizó el beso, sus manos bajando por la espalda de ella, acercándola más. Margaret sintió el cuerpo entero de él presionado contra el suyo y perdió el aliento.

Él la guió hasta la cama sin soltarla. Margaret tropezó, pero Cole la sostuvo. La sentó en el borde del colchón, se arrodilló frente a ella y empezó a desabrocharle las botas, una por una, quitándolas con cuidado. Luego las medias. Margaret observó esas manos enormes trabajando, delicadas a pesar de su tamaño. Cole levantó la mirada, encontró los ojos de ella.

—¿Estás segura? —Lo estoy.

Él se levantó, la hizo ponerse de pie, la giró de espaldas y comenzó a desabotonarle el vestido. Margaret sintió sus dedos en la nuca, bajando por la columna, abriendo cada botón despacio. El vestido se aflojó. Cole empujó el tejido por sus hombros, dejándolo caer al suelo. Margaret quedó solo con la combinación blanca, sencilla. Cole pasó las manos por los brazos de ella despacio, luego por los hombros. Margaret temblaba.

—¿Estás temblando? —Tengo miedo… de mí. —¿De mí?

Cole la giró de frente, tomó su rostro con ambas manos, miró a sus ojos.

—No tienes que tener miedo.

La besó de nuevo, más despacio ahora, explorando. Margaret dejó que sus manos subieran por el pecho de él, sintiendo los músculos bajo la camisa. Él soltó un sonido bajo, casi un gemido. Empezó a quitarse la camisa, tirando de ella por la cabeza. Su pecho era ancho, marcado por cicatrices y vello oscuro. Margaret extendió la mano, tocó, sintió el calor.

Cole se tumbó en la cama con cuidado, se quitó el cinturón y los pantalones, quedó solo en ropa interior, se acostó a su lado y la atrajo hacia él. Margaret apoyó el rostro en su pecho, oyó el corazón latiendo rápido. Cole pasó la mano por el cabello de ella, soltando los pasadores, dejando que el pelo cayera sobre sus hombros. Sus dedos allí, tiró de la cabeza de Margaret hacia atrás, exponiendo su cuello. Besó allí, bajando hasta el hombro. Margaret arqueó la espalda. Cole tiró de la tira de la combinación, dejándola deslizar por el brazo de ella. Luego la otra, bajó el tejido despacio, exponiéndola. Se detuvo, miró.

Margaret se sonrojó, quiso cubrirse, pero él le sujetó las manos.

—No te escondas.

Besó su pecho despacio, bajando. Margaret cerró los ojos, la respiración acelerada. Cole quitó la combinación por completo, la tiró al suelo. Margaret quedó allí desnuda, vulnerable. Cole se desnudó también. Margaret sintió el peso de él sobre ella, la piel caliente pegada a la suya.

—Cole… —Estoy aquí.

Él se movió despacio. Margaret contuvo la respiración, las manos aferradas a sus hombros. Cole se detuvo.

—¿Te duele? —No. Sigue.

Él obedeció, más despacio aún. Margaret sintió cada movimiento, cada respiración de él en su cuello. Cole murmuró algo que ella no entendió, la voz ronca. Margaret rodeó la cintura de él con las piernas, lo atrajo más profundo. Cole gimió, los músculos tensos. El mundo desapareció. Solo existía ese cuarto pequeño, ese hombre inmenso, ese momento que ella sabía que lo destruiría todo, pero no podía parar.

Cole aceleró el ritmo, la respiración pesada. Margaret sintió algo crecer dentro de ella, una presión que subía y subía hasta explotar. Cerró los ojos, mordió el labio para no gritar. Cole tembló, quedó quieto, el rostro enterrado en el cuello de ella. Margaret pasó las manos por su espalda, sintiendo el sudor. Quedaron así, pegados, hasta que la respiración volvió a la normalidad.

Cole rodó a un lado, pero no la soltó. Atrajo a Margaret contra su pecho, los cubrió con la sábana. Quedaron en silencio. Margaret miró el techo, vio las sombras danzando, pensó en Thomas, en casa, probablemente preparando el sermón del domingo. Pensó en las mujeres de la congregación, en los niños que enseñaba en la escuela dominical. Pensó en Dios, la culpa llegó como una ola fría.

—Margaret… —No digas nada, por favor.

Él la apretó más fuerte, besó la coronilla de ella. Margaret cerró los ojos, tratando de grabar cada segundo. Sabía que no volvería a tener eso. Nunca más.

Quedaron allí hasta la madrugada. Cuando el cielo empezó a aclarar, Margaret se levantó, se vistió en silencio. Cole también se vistió, la acompañó hasta la puerta. El aire fresco de la mañana entró. Margaret lo miró por última vez.

—Esto no puede volver a pasar. —Lo sé.

—Te vas al final del mes, como planeado.

Margaret asintió. Salió caminando rápido por el camino de tierra, de vuelta a la casa, a la vida que había prometido vivir. No miró atrás.

Thomas dormía cuando Margaret entró. Subió las escaleras, se quitó el vestido, se puso el camisón, se acostó junto al marido, rígida, mirando el techo. No durmió. Cuando Thomas despertó, ella ya estaba en la cocina preparando el café. Él le besó la frente, comentó que había madrugado. Margaret sonrió, dijo que no podía dormir.

Los días siguientes fueron tortura. Margaret limpió toda la casa, lavó toda la ropa, cocinó demasiado. Thomas lo notó, preguntó si estaba bien. Margaret dijo que sí, solo cansada. Él aceptó la explicación.

Llegó el domingo. Margaret se puso el vestido gris, recogió el cabello en un moño apretado. En la iglesia, se sentó en la primera fila, como siempre. No miró atrás, pero sabía que Cole estaba allí. Lo sentía. Durante todo el sermón de Thomas sobre fidelidad y compromiso, Margaret mantuvo los ojos fijos en su marido, las manos apretadas en el regazo.

Al terminar el culto, Margaret salió rápido, no saludó a nadie, fue directo a casa. Esa noche se encerró en el cuarto y lloró hasta no tener más lágrimas. Thomas llamó a la puerta, preocupado. Margaret dijo que tenía dolor de cabeza. Él dejó té fuera y se fue.

Cole se fue dos semanas después. Margaret lo supo por la esposa del herrero. Había ido a Colorado a trabajar en un rancho más grande. No se despidió de nadie. Margaret recibió la noticia con el rostro impasible, pero esa noche vomitó hasta quedar vacía.

La vida siguió. Margaret tenía 32 años. Los años pasaron. Ella y Thomas no tuvieron hijos, aunque lo intentaban ocasionalmente, encuentros rápidos y sin pasión que la dejaban aún más vacía. Se dedicó a la iglesia, organizó eventos, visitó enfermos, enseñó a niños. Era admirada, era ejemplo. Pero todas las noches, antes de dormir, Margaret pensaba en él, en el cuarto pequeño, en sus manos grandes, en la forma en que Cole la miró, como si fuera la única mujer en el mundo, en su peso, en la sensación de estar completa, y se odiaba por eso. Rezaba pidiendo perdón, pero las palabras eran huecas.

A los 50, Margaret tenía el cabello blanco. Thomas tenía 68, empezaba a olvidar cosas. Ella lo cuidó con paciencia, le dio medicinas, leía para él. Cuando Thomas murió una tarde de otoño, Margaret tomó su mano fría y lloró. Lloró porque él había sido bueno, porque ella lo había traicionado, porque nunca pudo amarlo por completo.

En el funeral, toda la ciudad asistió. Margaret vestía de negro, el rostro cubierto. Escuchó los elogios, las condolencias. Volvió a casa sola.

Margaret vivió 20 años más. Rechazó ofertas de compañía. Prefería la soledad. Leía, bordaba, cuidaba el jardín y pensaba. Siempre pensaba en él.

Margaret murió a los 79, dormida, tranquila. Las vecinas dijeron que tuvo una vida digna, una vida de fe, pero nadie sabía que en sus últimos momentos Margaret susurró un nombre, Cole, y sonrió.

Cole Randall vivió hasta los 74. Trabajó en ranchos por todo el oeste, nunca se quedó mucho tiempo en un lugar. Tuvo algunas mujeres, pero nunca se casó. Decía que era un hombre de camino, pero no era verdad. Él tampoco la olvidó. En noches solitarias, Cole pensaba en ella, en su rostro, en sus ojos oscuros, en la forma en que Margaret se entregó completamente. Nadie más lo hizo. Nadie.

A veces se arrepentía de haberse ido, pero sabía que era lo correcto. Ella no era suya, nunca lo sería.

Cole murió en una tormenta de nieve, intentando salvar ganado atrapado. Encontraron su cuerpo dos días después. En sus bolsillos hallaron una cinta de cabello azul desvaída. Cole la había tomado del cuarto aquella noche, sin que ella lo notara. La llevó consigo durante 42 años.

Enterraron a Cole en una colina, sin ceremonia. La cinta fue enterrada con él, pero la memoria permaneció.

En algún lugar más allá del tiempo, Margaret y Cole aún existen, aún se tocan, aún viven aquella única noche que fue real, imperfecta y humana, y quizás eso era todo lo que merecían tener.

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