Pacto de amor esclavo con el Gerente General (Capítulo 2: El precio del silencio)

Pacto de amor esclavo con el Gerente General

(Capítulo 2: El precio del silencio)

Esa noche casi no dormí. La pantalla del portátil quedó encendida hasta el amanecer, con cientos de carpetas abiertas, balances, movimientos bancarios… y el nombre Ares Holdings repitiéndose como una advertencia.

Buscaba los tres millones desaparecidos, pero lo único que encontraba eran sombras. Transferencias camufladas, facturas inexistentes, firmas digitales que no coincidían. Y una palabra que se repetía en varios documentos: “Fundación OMEGA.”

No había registros públicos sobre ella. Ni página web, ni dirección, ni teléfono. Solo una cuenta en Suiza.

Cuando miré el reloj eran casi las seis y media. Me lavé la cara con agua fría, me recogí el cabello y respiré hondo. Sabía que ese día tendría que enfrentarme otra vez a Adrián Ares.


Llegué a la oficina diez minutos antes que nadie. Todo el piso olía a café recién hecho y a silencio. Al abrir mi correo, lo encontré esperándome:

“Confío en que haya avanzado con lo que le pedí. Suba a mi despacho a las 8:00. —A.A.”

Me temblaron los dedos. ¿Cómo podía escribir con tanta frialdad? Parecía que cada palabra suya tenía filo.

A las ocho en punto toqué la puerta de su oficina.

—Pase —dijo, sin levantar la vista del portátil.

Su tono era firme, pero esa vez su voz sonaba más cansada. Llevaba la chaqueta desabotonada, la corbata suelta y una leve sombra en la mandíbula, como si tampoco hubiera dormido.

—Encontré algo —dije, dejando una carpeta sobre su escritorio.

Adrián levantó los ojos. Su mirada, gris y penetrante, se posó en mí unos segundos antes de tomar la carpeta.
La abrió sin decir nada, hojeó las páginas, y de pronto alzó una ceja.

—Fundación OMEGA… —murmuró—. No esperaba que llegara tan lejos tan rápido.

—No fue fácil —reconocí—. Sus registros están protegidos. Solo pude rastrear una cuenta en Suiza vinculada a la empresa.

Él cerró la carpeta y se recostó en la silla, observándome.

—Dígame, Lucía… ¿por qué sigue haciendo lo que le pido? Podría haberme denunciado o simplemente haber renunciado.

No supe qué responder. Tal vez porque quería demostrarle que no era una simple asistente. O porque algo en él me arrastraba sin remedio.

—Porque me pidió que confiara —respondí finalmente.

Adrián sonrió por primera vez. Pero no era una sonrisa amable; era una sonrisa peligrosa.

—La confianza es un lujo, Lucía. Y todo lujo tiene un precio.

Se levantó, caminó lentamente hacia mí y se detuvo tan cerca que pude sentir su respiración.
—Necesito que asista conmigo a una reunión esta noche. —Su voz bajó un tono—. No aparecerá en ningún calendario.

—¿Una reunión? ¿Dónde?
—En el hotel Gran Colón. Suite 1703. A las nueve.

Mi corazón se aceleró.
—¿Y… debo llevar algo? —pregunté, intentando sonar profesional.
—Solo su discreción —contestó, sin apartar la mirada—. Y un vestido negro.


Pasé todo el día intentando concentrarme en mi trabajo, pero era imposible. Cada correo, cada llamada, cada palabra se desvanecía detrás de una única imagen: él, mirándome desde su escritorio, ordenándome ir a esa suite.

Cuando el reloj marcó las ocho, ya estaba frente al espejo de mi apartamento.
Elegí un vestido negro sencillo, de tela suave, con los hombros al descubierto. No demasiado provocativo, pero tampoco inocente.
Me miré a los ojos y casi no me reconocí.

Tomé un taxi hasta el hotel. Las luces doradas del vestíbulo me cegaron por un instante. En recepción no tuve que decir nada: el encargado asintió y me entregó una tarjeta magnética.

—Suite 1703 —dijo simplemente.

El ascensor subía lento. Podía oír mi propio corazón. Cuando la puerta se abrió, el pasillo estaba vacío, cubierto por una alfombra beige que amortiguaba mis pasos.

Golpeé la puerta con los nudillos. Una voz respondió desde dentro:

—Pase.

Entré. La suite era amplia, con ventanales que daban vista a toda la ciudad. Adrián estaba allí, sin chaqueta, con las mangas arremangadas y una copa de whisky en la mano.

—Llegó puntual —dijo, sin apartar la vista de la ciudad.

—Dijo que la reunión era importante.

—Lo es. —Se giró hacia mí—. Pero no es una reunión de negocios, Lucía.

El silencio cayó entre nosotros.

—Entonces, ¿qué es esto? —pregunté con un hilo de voz.

Él dio un paso hacia mí. Luego otro.

—Esto… —susurró, dejando su copa sobre la mesa— …es un pacto.

—¿Un pacto?

—Sí. Quiero que trabajes para mí, no solo como asistente. Quiero que seas mi aliada… mi sombra… mi cómplice. Y si aceptas, no habrá límites entre nosotros.

Su mirada se volvió más intensa, más peligrosa.

—¿Y si no acepto? —pregunté, intentando mantenerme firme.

Él se acercó tanto que sentí su aliento rozar mi mejilla.

—Entonces me convertiré en tu peor pesadilla.

El reloj del cuarto marcó las nueve en punto. Afuera, las luces de Madrid titilaban como testigos silenciosos de algo que estaba a punto de comenzar.

Yo respiré hondo. Y sin saber por qué, asentí.

—Acepto.

Él sonrió, despacio, como quien acaba de ganar una guerra.

—Bienvenida a mi mundo, Lucía. —Su voz sonó como una sentencia—. A partir de ahora, tu tiempo, tu lealtad… y quizá algo más… me pertenecen.

Y en ese momento, entendí que había sellado un pacto que cambiaría mi vida para siempre.

Continuará…

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