Cada tarde, a las seis en punto, entraba el mismo hombre por la puerta de la relojería.
No decía mucho. Saludaba con un gesto de cabeza, se quitaba el sombrero, se sentaba en el banco de madera frente al mostrador… y esperaba.
No traía relojes para arreglar.
No compraba piezas.
No pedía hora.
Solo miraba la vitrina del fondo.
Allí, entre cronógrafos modernos y digitales baratos, dormía un reloj de cuerda con correa de cuero agrietada.
Una joya modesta, sin marca visible.
Y con una pequeña grieta en el cristal, a la altura de las 11.
—¿Te interesa? —le preguntó una vez el relojero, un hombre pequeño con dedos de precisión quirúrgica.
El visitante negó con la cabeza.
—Ya fue mío —susurró—. Pero no lo supe cuidar.
A partir de entonces, nunca volvió a hablar del reloj.
Solo lo miraba.
Cinco, diez, quince minutos.
Y luego se iba. Siempre a las seis y veintidós.
La gente del barrio empezó a llamarlo “el del reloj que no se lleva”.
Algunos pensaban que tenía problemas mentales.
Otros, que era viudo.
Nadie preguntaba.
Hasta que un día, el relojero decidió abrir la parte trasera del reloj.
Lo hizo por curiosidad, porque algo en esa historia sin palabras le había empezado a doler.
Y allí, en el reverso de la tapa, grabadas con torpeza, estaban las palabras:
“Volveré a las seis y veintidós.”
La fecha debajo: 14 de marzo de 1987.
Esa misma hora exacta con la que el hombre salía del local.
Esa misma hora exacta en la que, años después, el reloj aún estaba detenido.
Esa noche, el relojero no pudo dormir.
Y a la mañana siguiente, el hombre no vino.
Ni la siguiente.
Ni la siguiente.
Pasaron semanas.
El banco siguió vacío.
El reloj, intacto.
Hasta que un joven se presentó en la tienda con una caja de madera pequeña.
—Mi abuelo murió hace unos días —dijo—. Me pidió que le entregara esto si alguna vez dejaba de venir.
Era una carta.
Escrita a mano.
Papel desgastado, letra firme.
“Querido relojero:
Usted no lo supo, pero me salvó.
Cada día que fui a ver ese reloj, me reconecté con quien fui…
y con quien dejé esperando.
Ella me dijo:
‘Si me quieres de verdad, vuélveme a buscar cuando estés listo. A las seis y veintidós. Yo te esperaré aquí.’
Yo nunca estuve listo.
Pero el reloj seguía allí.
Como si alguien lo cuidara por mí.
Gracias por no venderlo.
Por dejar que alguien con el tiempo roto pudiera seguir recordando cómo se amaba.”
El relojero guardó la carta en el cajón más profundo.
No dijo nada.

Pero desde ese día, colocó un pequeño cartel junto al reloj:
“Reservado.
No por valor.
Por memoria.”
Y cada tarde, a las seis y veintidós, se detenía un segundo.
Solo para recordar que algunas personas no llegan tarde…
Solo están reparando el alma antes de volver.
Ankor Inclán