El multimillonario de 70 nunca imaginó que una noche con su empleada terminaría en embarazo
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La Mansión del Dolor
En el corazón de la bulliciosa Ciudad de México, entre altos edificios y calles que nunca dormían, resistía una vieja mansión colonial en una callejuela de la colonia Roma. Allí vivían don Rafael y doña Elena, un matrimonio de más de setenta y sesenta años respectivamente, sin hijos, rodeados de lujo y soledad.
Don Rafael había sido un comerciante exitoso en el mercado de la Merced. Sus años de trabajo le dejaron una fortuna considerable, una gran villa y un terreno céntrico en la capital. Doña Elena, de salud precaria y frecuentes internaciones por problemas cardíacos, vivía en esa enorme casa que, a pesar de su belleza, era fría y vacía.
Un día, Sofía, una joven humilde proveniente de un pueblo pobre de Oaxaca, llegó buscando empleo. Su aspecto sencillo y su disposición trabajadora convencieron rápidamente a doña Elena, quien la contrató para ayudar en casa, cocinar y cuidarla. Nadie podía prever que la llegada de Sofía desataría una tragedia que marcaría a todos para siempre.
Sofía se instaló en un pequeño cuarto junto a la cocina. Sus tareas eran simples: cocinar, limpiar, asistir a doña Elena con su medicación y hacer las compras en el mercado de Coyoacán. El sueldo, aunque modesto, le permitía enviar dinero a su madre enferma en Oaxaca. Al principio, don Rafael la consideró una empleada buena y confiable, pero pronto su mirada cambió.
Por las noches, cuando la ciudad se sumía en el silencio, don Rafael buscaba pretextos para pasar por la cocina, donde la luz amarilla brillaba cálida. Sus preguntas inocentes sobre la ciudad o el frío se volvieron más personales, penetrantes. Sofía, inexperta, solo asentía, sintiendo vergüenza y temor. Esa mirada ya no era la de un anciano hacia una nieta.
Una noche de lluvia, doña Elena empeoró y Sofía se hizo cargo de su cuidado, levantándose temprano para prepararle tés y papillas. Durante ese tiempo, don Rafael y la joven se acercaron. Él pasaba horas en la cocina observando a Sofía mientras ella preparaba la estufa de carbón. Un día, al entregarle una toalla, él le sujetó la mano. Sofía se sobresaltó; sus manos nudosas la apretaban y sus ojos revelaban un anhelo peligroso.
—Me recuerdas a mi joven esposa —susurró don Rafael.
Sofía quedó muda. Sabía que debía apartarse, pero en esa mansión ella era solo una empleada y él el patrón. Esa noche lluviosa, el error comenzó. Tras esa noche, la atmósfera en la mansión cambió. Sofía intentó ignorarlo, continuando con sus quehaceres y las medicinas de doña Elena, pero notó la mirada de don Rafael, tierna y a la vez llena de un deseo inconfesable.
De día, don Rafael mantenía su fachada de anciano respetable, pero al caer la noche, buscaba excusas para ir a la cocina o al cuarto de Sofía. Al principio eran charlas triviales sobre el campo o su juventud. Sofía pensaba que el anciano solo buscaba compañía y lo escuchaba. Pero poco a poco los límites se difuminaron.
Una noche helada, con la ciudad cubierta de niebla, Sofía encendía la estufa cuando don Rafael le puso la mano en el hombro. Sofía se estremeció. Al voltearse, vio que su mirada ya no era de preocupación, sino de una pasión asfixiante.
—He vivido toda mi vida con ella, pero nunca sentí mi corazón latir así —susurró.
Sofía se quedó paralizada. Era consciente del error, pero también de su condición. Su familia era pobre, su madre estaba enferma. Si perdía este trabajo, ¿a dónde iría en esta ciudad cara? Esa debilidad le impidió ser firme. Así el error se repitió una y otra vez, convirtiéndose en un secreto. De día ambos mantenían la calma como si nada. Pero al caer la noche, la vieja mansión se transformaba en un refugio de secretos.
Sofía empezó a vivir con miedo. Cada vez que pasaba por el cuarto de doña Elena, su corazón latía con fuerza. La anciana, débil y con respiración agitada, jamás sospecharía que en su propia casa su viejo esposo la traicionaba con la joven en la que confiaba.
Cada mañana, al oír el grito del vendedor de tamales y ver el ir y venir de la gente en la calle, Sofía se sentía en un laberinto. Pensaba en su madre enferma en Oaxaca, en el dinero que enviaba. Cuanto más pensaba, más se hundía, diciéndose: “Si guardo silencio, todo pasará”. Pero la vida no era tan sencilla.
Semanas después, el cuerpo de Sofía empezó a cambiar. Sentía náuseas y mareos. Al principio pensó que era por el clima o la alimentación irregular, pero cuando su periodo se retrasó, el pánico la invadió. Una mañana, frente al espejo de su pequeño cuarto, Sofía se tocó el vientre. Un terror la inundó. Murmuró: “No puede ser, no puede ser”. Pero en el fondo, sabía que una vida crecía dentro de ella. Era el resultado de las noches equivocadas con el patrón de más de 70 años.
Desde que sospechó su embarazo, Sofía vivió en constante ansiedad. No comía ni dormía tranquila, siempre con el temor de que doña Elena lo descubriera. Cada vez que pasaba por la habitación de la anciana y oía su tos, el corazón de Sofía se aceleraba. Se sentía culpable, una traidora con un secreto inconfesable.
En los primeros días de marzo, la CDMX se abría a la primavera, pero el corazón de Sofía no hallaba paz. Por las mañanas iba al mercado, preparaba las medicinas de doña Elena y limpiaba la mansión. Pero cada vez que se miraba al espejo y veía su piel pálida, sus ojeras y, sobre todo, su vientre que comenzaba a asomarse, entraba en pánico. Sofía se ataba un pañuelo fuerte intentando ocultarlo, pero el miedo se reflejaba en sus ojos.
Don Rafael notó el cambio. Una tarde, mientras doña Elena dormía, él la arrastró a un rincón de la cocina y bajó la voz.
—¿Te pasa algo?
Sofía tembló esquivándolo.
—No, nada, solo estoy cansada.

Pero su mirada nerviosa hizo que don Rafael entendiera. Su corazón latió fuerte entre miedo y una extraña sensación.
—Dios mío —murmuró.
Sofía apretó los labios sin responder. Las lágrimas cayeron por sus manos. Don Rafael se quedó paralizado. Sabía que si la verdad salía, destruiría su honor, la salud de doña Elena y la vida de Sofía.
En los días siguientes, don Rafael se volvió callado. Solía sentarse en el balcón absorto, mirando el tráfico de Insurgentes lleno de preocupación. Pero esa preocupación no tranquilizaba a Sofía, sino que la angustiaba más. Consideró huir. Muchas veces al ir al mercado, veía autobuses que regresaban a Oaxaca y sentía un dolor punzante. Si subía ahora, podría desaparecer, llevando su secreto y empezar de nuevo. Pero cada vez que pensaba en su madre enferma y el dinero que debía enviar, desechaba la idea. Sin el trabajo de don Rafael, ¿cómo la mantendría?
Sofía estaba atormentada entre dos miedos. Que doña Elena descubriera la verdad y la incertidumbre de irse. Por las noches, cuando la ciudad callaba y los grillos cantaban en el jardín, ella yacía en su pequeño cuarto abrazando su almohada, con los ojos enrojecidos y un dolor sordo que le recordaba que el secreto no podría ocultarse para siempre.
Una mañana, mientras lavaba los platos en la cocina, Sofía se sintió mareada. Sus manos temblaron y dejó caer un plato que se hizo pedazos. El ruido hizo que doña Elena saliera de su cuarto entrecerrando los ojos. Su mirada recorrió el rostro pálido de Sofía y se detuvo en su vientre apretado bajo la ropa suelta. En ese instante, Sofía sintió que su mundo se derrumbaba. Doña Elena no dijo nada, solo frunció el ceño y regresó a su cuarto. Pero Sofía supo que esa mirada había sembrado la primera semilla de la sospecha y una vez que la duda creciera, la tormenta llegaría.
Desde que doña Elena notó algo extraño en el vientre de Sofía, la atmósfera en la mansión se tensó. Ella no decía nada, pero sus miradas inquisitivas hacían que la joven sudara frío. Sofía intentaba usar ropa más holgada y se ataba un pañuelo al vientre cada vez que salía, pero sabía que tarde o temprano no podría ocultarlo.
Los días de lluvia primaveral en la CDMX hacían la mansión más sombría. Sofía barría mientras oía la tos de doña Elena desde el piso de arriba, mezclada con sus pesados suspiros. Cada pequeño sonido hacía que Sofía se sobresaltara como si estuviera en un juicio esperando el veredicto.
Una noche, después de que doña Elena tomara su medicina, don Rafael se sentó junto a la cama y le acarició suavemente.
—Descansa, yo salgo un momento.
Luego bajó a la cocina donde Sofía lavaba los platos. La puerta quedó entreabierta y la luz proyectaba la sombra del anciano en la pared. Él bajó la voz.
—Sofía, tenemos que actuar. Ella no puede descubrirlo.
Sofía soltó la cuchara. Sus manos temblaban.
—Pero, ¿qué hago? No puedo abortar. Y si lo tengo, se descubrirá tarde o temprano.
Don Rafael se llevó las manos a la cabeza, afligido. Por un lado, su esposa enferma con la que había compartido toda su vida. Por el otro, un error irreparable. Sabía que cualquier elección tendría graves consecuencias, pero su egoísmo lo impulsó a pensar en ocultarlo un poco más, encontrar una solución.
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Mientras tanto, doña Elena arriba no podía dormir. Aunque su oído estaba afectado, escuchó las voces susurrantes de su esposo en la cocina. Desde hacía tiempo sentía un cambio. Él salía tarde, su mirada era esquiva. Al principio pensó que era la soledad de la vejez, pero ahora era diferente. Un pensamiento oscuro la invadió y la dejó sin aliento.
Al día siguiente llamó a Sofía a su cuarto y le ofreció una taza de té de manzanilla.
—Bebe esto. El clima húmedo de la ciudad cansa.
Su voz era cálida, pero su mirada penetrante. Sofía tembló al tomarla y cuando sus manos se rozaron, doña Elena apretó levemente, sintiendo el miedo de Sofía.
—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó directamente.
Sofía bajó la mirada, las lágrimas a punto de caer. Quiso confesar, liberarse, pero un nudo en la garganta se lo impidió. En ese instante, don Rafael entró de repente con los ojos desorbitados.
—¿Qué pasa?
El aire se hizo denso. Doña Elena guardó silencio mirando a su esposo fijamente. En sus ojos había dolor y una incredulidad imborrable.
Esa noche, Sofía se acostó en su cuarto oyendo los ruidos de la calle. Sabía que su frágil velo estaba a punto de romperse, que el secreto inmenso estallaría y entonces nadie en esa mansión encontraría paz.
Tras esa tensa noche, doña Elena casi no durmió. En su habitación del segundo piso, bajo una tenue luz amarilla, se sentó junto a la ventana mirando la tranquila callejuela. El tráfico disminuía con la noche. Dentro de ella, una ola reprimida de sospecha, miedo y un dolor punzante le desgarraba el corazón.
Observaba más a Sofía. En cada comida su mirada recorría el rostro pálido y el vientre que se redondeaba bajo la ropa holgada. Cuanto más intentaba Sofía ocultarlo, más confirmaba doña Elena su intuición.
Algunas mañanas la hacía cargar cubos de agua pesados desde el jardín. Si se fijaba bien, notaba la torpeza inusual de la joven. Un día, cuando Sofía se agachó a recoger un pañuelo, doña Elena le preguntó sin rodeos:
—¿Estás embarazada?
Sofía se quedó helada, el rostro pálido, los labios temblorosos, sin poder decir nada. Sus manos se aferraron instintivamente a su blusa, cubriendo su vientre. Ese silencio fue la confesión más clara.
En un instante, doña Elena sintió que el mundo se le venía encima, pero luego un pensamiento la sobresaltó. ¿De quién era ese bebé? Su razón le decía que en esa casa solo había dos hombres, pero don Rafael tenía más de 70 años. La idea era demasiado horrible para creerla.
Esa tarde, doña Elena fingió estar cansada y pidió a Sofía que le preparara un té. Luego se retiró. Cuando se quedaron solos, miró a don Rafael fijamente con los ojos llorosos.
—Viejo, ¿me ocultas algo? —Su voz se quebró.
Don Rafael se sobresaltó intentando negarlo, pero la mirada penetrante de su esposa le impidió hablar. Incapaz de soportar la tensión, le dio la espalda intentando disimular.
—Piensas demasiado, la chica es pobre y está débil. Seguramente por eso está tan pálida.
Pero su prisa solo confirmó las sospechas de doña Elena.
Esa noche, en la vieja mansión, tres personas se hundieron en sus diferentes aflicciones. Doña Elena, angustiada por una intuición que se volvía una cruel verdad. Don Rafael intentando negarlo, aferrándose a su frágil honor. Y Sofía, en su pequeño cuarto de la cocina, lloraba abrazándose el vientre, lamentando la vida no nacida y temiendo el día en que la verdad saliera a la luz.
En los días siguientes, doña Elena actuó con discreción. Pidió a una amiga, una enfermera jubilada del barrio, que la visitara para examinarla, pero en realidad buscaba confirmar sus sospechas. Sofía sintió que el corazón se le caía, sus piernas temblaban y apenas podía caminar. El enfrentamiento era solo cuestión de tiempo y Sofía sabía que una vez revelada la verdad, nadie en esa casa escaparía de la tormenta.
La CDMX vivía los últimos días de primavera con una lluvia fina que impregnaba las calles de una humedad pesada. En la vieja mansión el ambiente era aún más sombrío. Desde la visita de la enfermera, doña Elena tenía más pruebas para su presentimiento. Su mirada ya no era de duda, sino una hoja afilada que escudriñaba cada gesto de Sofía.
Doña Elena le comentó a la enfermera:
—Fíjese en ella, está extraña, come poco, está pálida, vomita. Temo que le pase algo.
La enfermera al principio pensó que doña Elena era desconfiada, pero al observar a Sofía cómo se abrazaba el vientre suavemente, su rostro lívido, asintió levemente.
—Es posible que tenga razón.
Esa noticia fue como una apuñalada en el corazón de doña Elena. Esa noche no durmió. Los recuerdos de sus años con don Rafael volvieron desde su boda en el centro histórico hasta su mudanza a esta mansión. Ella había sacrificado su juventud y ahora, en su vejez y enferma, su esposo la traicionaba bajo su propio techo.
A la mañana siguiente, Sofía fue al mercado. La avenida Insurgentes era bulliciosa, pero ella sentía un peso inmenso, como si sus pies arrastraran piedras. El sudor frío le cubría el cuerpo. Presintió que ya no podía ocultarlo. Los susurros de doña Elena, las miradas inquisitivas, todo la asfixiaba.
Al llegar a casa, doña Elena la llamó a la sala. La luz matinal entraba por el marco de madera, iluminando su rostro delgado pero firme.
—Sofía, siéntate —ordenó con voz lenta pero autoritaria.
Sofía bajó la cabeza, el corazón desbocado.
—Dime la verdad, ¿de quién es el bebé que llevas?
La pregunta cayó como un rayo. Sofía tembló violentamente. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Quiso hablar, pero su garganta se cerró. Doña Elena la miró fijamente, como queriendo desnudar cualquier mentira.
En ese momento se oyó el golpe de un bastón en el suelo. Don Rafael entró. Había escuchado la pregunta. Su rostro anciano palideció.
—Basta ya. ¿Qué preguntas son esas? La niña es joven. Quizá la engañaron antes de venir aquí. No sospeches mal.
Pero esas negaciones, lejos de apagar el fuego, echaron más leña. Doña Elena miró a su esposo con los ojos llenos de lágrimas, pero con una frialdad cortante.
—He vivido con usted más de media vida. ¿Cree que no conozco sus miradas y gestos? Jura ante nuestros ancestros que ese bebé no tiene relación alguna con usted.
La sala quedó en silencio. Afuera se oían las sirenas y los gritos de los vendedores de pan dulce. Pero en el corazón de esas tres personas solo había una tormenta a punto de estallar.
El aire de la sala era tan denso que parecía cortarse. Sofía se acurrucó abrazándose el vientre, las lágrimas cayéndole. Doña Elena la miraba, el rostro tenso, los ojos encendidos de ira y dolor. Don Rafael, flaco y tembloroso, se apoyaba en su bastón evitando la mirada de su esposa.
Doña Elena habló con voz dura, cada palabra como una acuchillada.
—Su silencio es una admisión, ¿no es así? He soportado muchas cosas de usted, pero esto es el colmo.
Don Rafael intentó contenerse.
—Esposa, me equivoqué. Pero no todo es como usted cree ni como yo creí.
Doña Elena casi gritó. Sus hombros temblaban.
—Entonces, ¿cómo es? Esta muchacha está embarazada y usted es el culpable.
Sofía estalló en sollozos con la voz quebrada.
—Lo siento, de verdad no quería. No sé qué hacer.
Esa frase fue la última puñalada en el corazón de doña Elena. Se levantó temblando, agarrándose al respaldo de una silla, su rostro pálido. Los miró a ambos, sus ojos llenos de odio y desesperación.
—Confié en ella, la traté como a una hija. Y usted, usted me traiciona así.
Don Rafael bajó la cabeza, su cabello blanco desordenado, sus manos temblorosas aferradas al bastón. Su debilidad y miedo eran evidentes.
—Esposa, perdóneme, solo soy un viejo solitario y débil. No fue intencional.
Pero esas excusas no podían borrar la humillación. Las lágrimas de doña Elena cayeron mientras gritaba:
—Toda mi vida a su lado, soportando tanto para que al final me trate así.
El eco de su voz resonó por la mansión, haciendo temblar a Sofía más que nunca. Se sentía culpable, una destructora de un hogar ajeno. Quiso huir, pero sus pies parecían pegados al suelo.
Después de un largo silencio, doña Elena recuperó la calma con voz ronca.
—Bien, no dejaré que esto quede en la oscuridad. Todo saldrá a la luz.
Dicho esto, se dio la vuelta y subió las escaleras, sus pasos firmes confirmando su decisión. Don Rafael, consternado, intentó llamarla, pero un nudo en la garganta se lo impidió. Sofía, con la cabeza gacha en la esquina de la cocina, lloraba pensando que la tormenta había llegado.
Tras el duro enfrentamiento, la atmósfera en la mansión era densa como una niebla. Los tres vivían bajo el mismo techo, pero nadie se atrevía a mirarse a los ojos. Don Rafael pasaba los días en silencio en el balcón con un cigarro tembloroso en la mano. Sofía se escondía en su pequeño cuarto. El miedo la consumía a cada instante y doña Elena ya no lloraba, sino que se había vuelto fría y decidida.
Empezó a vigilar cada detalle. Cuando Sofía iba al mercado, enviaba a un vecino a seguirla. Cuando don Rafael salía, lo esperaba para interrogarlo. Todo lo que veía confirmaba la amarga verdad en su corazón.
Una tarde de lluvia fina, llamó a su prima de la Condesa, quien había visitado muchas veces y conocía la situación de su matrimonio. Su voz temblaba, pero era firme.
—Prima, no puedo más. Él y la sirvienta me han traicionado. Ella está embarazada.
La noticia, como fuego, se extendió rápidamente. En el barrio no faltaban bocas para el chisme. En pocos días, la callejuela entera estaba alborotada. Unos compadecían a doña Elena, otros movían la cabeza por la locura de don Rafael. Algunos con malicia susurraban:
—Viejo y vicioso, una vergüenza para toda la familia.
Sofía escuchaba los murmullos, su corazón oprimido. Cada vez que salía, sentía decenas de miradas clavadas en ella, escudriñándola de pies a cabeza. Las risas a medias, los empujones por detrás la hacían desear desaparecer de la CDMX.
Don Rafael tampoco escapó del desprecio. Sus viejos conocidos del mercado de la Merced solo lo saludaban con un breve asentimiento y se daban la vuelta riendo suavemente. Alguien comentó con sarcasmo:
—A su edad, qué valiente. Pero esta osadía le traerá problemas.
En casa, doña Elena se mostraba cada vez más fría. Ya no gritaba ni lloraba, sino que se preparaba en silencio para un plan mayor. Una noche sacó una vieja caja de madera con documentos de propiedades y su libreta de ahorros y los puso frente a su esposo.
—No quiero morir humillada. O usted lo admite ante todos o yo enviaré una carta directa a las autoridades para que toda la colonia conozca su verdadera cara.
Don Rafael se sobresaltó temblando. Sabía que una vez que su esposa decidía algo, nadie podía detenerla. En esa sombría mansión, el golpeteo de la lluvia afuera se mezclaba con el sonido del bastón en el suelo, anunciando una terrible tormenta.
El rumor sobre la mansión se extendió como un incendio, pero eran solo susurros. Doña Elena sabía que para terminar con el engaño debía exponerlo ella misma. Una mañana de domingo, doña Elena, vestida con un rebozo oscuro, se dirigió lentamente al kiosco del parque, donde solían reunirse los ancianos y vecinos. Sus pasos no eran apresurados, pero su mirada resuelta atrajo la atención de todos.
De pie en el centro del kiosco habló con voz ronca pero potente.
—Vecinos, vengo a contarles algo doloroso. He vivido toda mi vida con don Rafael, pero a mi edad él me ha traicionado. Ha traicionado a toda la familia. La muchacha que trabaja en casa está embarazada y el padre de ese bebé es mi esposo.
El kiosco se alborotó. Los murmullos resonaron como un enjambre. Unos boqueabiertos no lo podían creer, otros movían la cabeza y lamentaban.
—Viejo y desvergonzado, pobre doña Elena, toda una vida dedicada.