Todas las tardes, el perrito esperaba a que su dueño volviera a casa. Hasta que un extraño se acercó y comprendió por qué no se marchaba.

Todas las tardes, el perrito esperaba a que su dueño volviera a casa. Hasta que un extraño se acercó y comprendió por qué no se marchaba.

La historia comienza en un pequeño pueblo junto al río, llamado San Esteban del Río. Allí vivía un perrito callejero de pelaje marrón claro, orejas siempre erguidas y ojos llenos de esperanza. Nadie sabía su nombre, así que los vecinos lo llamaban simplemente “el perrito que espera”. Cada tarde, poco después de las cinco, se apostaba frente a la vieja puerta azul de una casa en la ladera, con la mirada fija en el sendero que conducía al pueblo.

Ese sendero era el mismo por el que cada día regresaba su dueño: Don Álvaro, un hombre apacible que trabajaba como bibliotecario en la escuela municipal. Salía temprano por la mañana con un paquete de libros en los brazos, caminaba hasta la escuela, y al atardecer regresaba por el mismo tramo polvoriento, descansado o cansado, pero siempre con esa rutina. Y el perrito lo esperaba puntualmente.

Los vecinos contaban que el perro había llegado semanas atrás: apareció un día bajo la lluvia, tiritando, famélico, sin collar ni dueño que lo reclamase. Alguien le dio de comer, alguien lo cubrió con una manta; pero él, extrañamente, no se fue. Había algo en su mirada que decía: “Espero por alguien”. Se dejaba acariciar, permitía que lo alimentaran, pero nunca se alejaba del sendero frente a la puerta azul. Y como las tardes se volvían jardines de rutina, la gente se acostumbró a verlo: las mujeres al pasar le lanzaban un trozo de pan, los niños lo saludaban con risas, y los ancianos lo observaban desde sus bancas.

Con el correr de los días, el perro se volvió parte del paisaje emocional del pueblo. Muchos ya lo reconocían como símbolo de paciencia. Uno a uno, comentaban en la plaza: “Ese perro no se rinde. Espera con esperanza”. Pero cuando alguien proponía adoptarlo, los vecinos descubrían que no había quien pudiera llevárselo: siempre regresaba al mismo punto al caer la tarde, como si en ese lugar tuviera una promesa que cumplir.

Una tarde de otoño, con el cielo teñido de dorado y hojas secas cayendo, apareció una persona desconocida. Venía caminando despacio por el sendero: un hombre alto, de abrigo gris, con una cámara colgada al hombro. Sus ojos mostraban curiosidad al pasar frente a la puerta azul. Al ver al perro en su usual vigilante postura, se detuvo. Estudió la escena con atención, sacó notas, quizá incluso fotografió al animal. Los niños del barrio se reunieron, intrigados: ¿quién era aquel hombre que prestaba tanta atención al perrito?

—Es un forastero —murmuraron las gentes —, no lo he visto antes.

El desconocido se acercó con lentitud, con las manos sin amenazas. El perrito alzó el hocico y lo miró fijamente, pero no retrocedió. Hubo un momento de silencio. Luego el hombre habló en voz baja:

—Hola, amigo. Me gustaría saber por qué esperas aquí cada tarde.

El perro ladeó la cabeza con curiosidad. No ladró, no gruñó. Pareció comprender que era alguien que quería saber. El hombre trajo un papel de su bolsillo, lo desplegó. Era una vieja carta con un sello gastado. Caminó unos pasos atrás y la sostuvo hacia el perro:

—¿Reconoces esto? —preguntó.

El perro dio un pequeño paso adelante. La carta tenía una caligrafía antigua, parecía haber viajado por años. El hombre contó que había hallado esa carta entre documentos familiares antiguos. Era de una dama llamada Isabel, fechada hacía veinte años: en ella se mencionaba un perro leal que cada tarde aguardaba a un caballero que había desaparecido. Se hablaba de una promesa de reencuentro. Y el nombre del perro era “Fidel”.

El hombre explicó que hacía tiempo buscaba pistas sobre el destino de ese caballero, su antepasado. Hasta que llegó al pueblo de San Esteban del Río y oyó historias de un perrito fiel que esperaba. El papel era la única pista concreta. Mostró más páginas: la dama escribía que su Alberto —el caballero— partió en un viaje incierto, prometiendo volver. Y el perro, llamado Fidel, esperaba su regreso cada tarde en la puerta azul de la casa de la señora Isabel. Pero los años pasaron, la dama murió y el misterio quedó sin resolver.

El perro, al ver la carta, emitió un leve gemido. El desconocido se arrodilló y deslizó el papel junto al hocico. Entonces, al caer la última luz del día, apareció por la senda una figura conocida: un hombre de paso pausado, con bastón, rostro marcado por arrugas, pero ojos aún vivos. Los vecinos que observaban lo reconocieron de inmediato: era Don Álvaro, el dueño de la casa azul. Venía de la escuela, con su paquete de libros y pasos cansados. Al llegar al portal, se detuvo. Vio al perro, vio al desconocido con la carta en la mano, y sus ojos se abrieron con asombro.

El perrito corrió hacia él, meneando la cola, y dio un pequeño ladrido. Don Álvaro se arrodilló también, lo abrazó. Fue un momento de conmoción. El desconocido alzó la carta al cielo y dijo con voz temblorosa:

—Este perro, querido señor, es el mismo Fidel, tu mascota leal. Durante años te esperó aquí.

Don Álvaro, con lágrimas, tomó la carta. No cabía en su sorpresa. ¿Cómo había llegado allí esa carta? ¿Qué misterio encerraba la historia?

Esa noche, bajo las luces quebradas del farol del pueblo, se desvelaron secretos: la familia de Don Álvaro había argumentado que él nunca volvió a la casa azul tras una larga enfermedad; su esposa (la señora Isabel) había sido quien escribió esas cartas. Pero en los archivos se perdió todo, nadie creía volverían a leerse. Hasta que el desconocido, un investigador de genealogía, dio con esos documentos perdidos y con la pista de Fidel.

La historia del perro que espera cada tarde se volvió leyenda viva en el pueblo. Los niños recitaban sus actos de lealtad en las noches de fogata. Los ancianos hablaban con orgullo: “Ahí está Fidel, la prueba de que un corazón puede esperar toda una vida”.

Don Álvaro decidió cuidar de Fidel con dedicación. Y el desconocido, cuyo nombre resultó ser Sebastián, se convirtió en amigo del pueblo: se quedó varios días, ayudó a recopilar documentos de la historia local, visitó archivos antiguos en el municipio, emergió como un puente entre el presente y el pasado desvanecido.

Con los días, descubrimos que la señora Isabel había sido madrina de una niña del pueblo, y su correspondencia se dispersó tras su muerte. Sebastián reunió varios sobres, fotos, recortes, y organizó una exposición pequeña en la biblioteca: “Fidel y su espera”.

El perrito ya no espera solo: espera con compañía, espera con afecto, espera en un hogar lleno de cariño. Y cada tarde, cuando el reloj marca las cinco, Don Álvaro y Sebastián se sientan en un banco frente a la puerta azul, y Fidel se recuesta entre sus piernas, vigilando con ojos firmes el sendero que conduce al horizonte.

Pero en cuanto se asoma la tarde, los vecinos aún repiten: “Mira, ahí está Fidel, fiel hasta el final”.

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