El conductor que descubrió que su último pasajero cada noche… siempre era la misma persona, aunque su rostro cambiara
La ciudad, a medianoche, parecía flotar en una calma engañosa. Desde su coche gris, Julián observaba las luces del semáforo reflejadas en el parabrisas como si fueran pulsaciones de un corazón cansado. Conducía para una aplicación de transporte desde hacía tres años, pero en los últimos meses algo extraño lo mantenía inquieto: su último pasajero de cada noche siempre era alguien distinto, sí… pero al mismo tiempo, no.
Todo había empezado una madrugada lluviosa de enero. La aplicación le notificó una recogida en una calle secundaria del barrio de Lavapiés. Era una mujer joven, pelo negro y labios rojos, con un abrigo que olía a perfume caro. Hablaba poco, pero sus ojos tenían esa forma de mirar que parece atravesarte.
—¿Podrías dejarme en el cementerio de La Almudena? —le dijo, sin rodeos.
Julián se sorprendió. No era común que alguien pidiera ir allí a las dos de la mañana. Pero aceptó. Durante el trayecto, la mujer no habló más. Cuando llegaron, pagó en efectivo, sonrió apenas y se perdió entre las sombras del portón principal.
La noche siguiente, a la misma hora, recibió otra solicitud. Mismo punto de recogida, mismo destino. Pero esta vez era un hombre: alto, con barba y una bufanda gris. Lo curioso es que su voz, su manera de mirar por la ventana, incluso el leve temblor de las manos, eran idénticos a los de la mujer del día anterior.
Y así empezó todo. Cada noche, una persona distinta —una anciana con bastón, un adolescente con auriculares, una mujer embarazada, un tipo vestido de traje—. Todos con destinos similares, con ese mismo modo de quedarse callados durante el trayecto, de mirar la luna por la ventanilla, y con esa manera tan peculiar de pronunciar su nombre: “Gracias, Julián.”
Al principio pensó que eran coincidencias, una serie de viajes raros que el algoritmo le asignaba por azar. Pero una madrugada, cuando dejó a un pasajero en la misma puerta del cementerio, notó que el aire estaba demasiado frío, y que no había nadie más allí… salvo un ramo de flores frescas sobre el asiento trasero.
—¿Cuándo has dejado eso aquí? —murmuró, mirando al espejo retrovisor.
No había respuesta. Ni aplicación abierta. Ni señal de que alguien hubiera estado sentado allí.
A partir de entonces, Julián empezó a investigar. Guardaba los nombres, los rostros, los horarios. Todos diferentes, pero conectados por algo invisible. Descubrió que cada uno de esos pasajeros había muerto en un accidente de tráfico… el mismo día, pero en distintos años. Y todos, de alguna manera, estaban vinculados con él.
Una noche, una voz nueva pidió un viaje desde el hospital Gregorio Marañón. Julián dudó, pero aceptó. Cuando llegó, una enfermera se acercó al coche con un gesto confundido.
—¿Vienes por el señor Julián Torres? —preguntó ella.
Él tragó saliva.
—Sí, soy yo.
—Pero… —la mujer lo miró fijamente— ese hombre acaba de morir hace diez minutos.
El motor se apagó solo. En el espejo retrovisor, Julián vio una figura sentada detrás. Esta vez no cambió de rostro. Era él mismo.
—Te estaba esperando —dijo su reflejo.
El coche arrancó sin que tocara el volante. La aplicación, en la pantalla, mostraba un nuevo destino: “Desconocido.”
Y por primera vez, Julián no sintió miedo. Solo una calma profunda, como si al fin entendiera adónde había estado conduciendo todas esas noches.
El amanecer encontró su coche estacionado frente al cementerio, vacío, con el motor aún caliente y una nota doblada en el asiento del copiloto:
“Gracias por llevarnos a casa.”