“La Limpiadora y la CEO: Lecciones de Humildad en el Rascacielos”

“La Limpiadora y la CEO: Lecciones de Humildad en el Rascacielos”

“LA LIMPIADORA Y LA CEO”

—¿Sabes quién es esa señora? —preguntó Carla, la nueva recepcionista del edificio empresarial más lujoso de la ciudad.

—¿Cuál? —dijo Leo, su compañero, mientras revisaba el listado de accesos.

—La de la bata azul que limpia los ascensores a las seis de la mañana. Siempre saluda, siempre sonríe.

—Ah, ella es Dora. Lleva aquí desde que se construyó el edificio, hace más de 25 años.

Carla frunció el ceño.
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—¿Y nadie le ha ofrecido algo mejor?

Leo la miró y sonrió, con esa expresión de quien sabe más de lo que dice.

—Sigue observando.

Aquel viernes, Carla entró temprano. Se encontró con Dora fregando el suelo de mármol, tarareando una canción.

—¿No se cansa de estar aquí tan temprano todos los días?

Dora se levantó despacio.

—¿Cansarme? Quizás un poco. Pero agradecida, siempre. Este suelo me ha dado más lecciones que muchos libros.

—¿Lecciones? —preguntó Carla, irónica.

—Sí, hija. Aquí he visto de todo. Gente que sube en ascensor con trajes de 1000 euros, pero que no es capaz de sostener una puerta. Y otras, que vienen en zapatillas rotas y me dan los buenos días con una sonrisa que dura toda la jornada.

—Supongo que a esas alturas, el dinero lo es todo.

Dora se rió.

—No, el dinero no. La altura no se mide por los pisos, sino por la humildad.

Ese mismo día, la gran CEO del edificio —Marta Valverde, una mujer de fama imponente— bajó sola en el ascensor. Iba cargando varias carpetas. Al pasar junto a Dora, tropezó con el cubo de limpieza. Los papeles salieron volando.

Carla contuvo el aliento. “Aquí va a explotar todo”, pensó.

Pero no.

Marta soltó una carcajada.

—¡Lo siento, Dora! Debí mirar por dónde caminaba.

—Y yo debí mover el cubo, señora Marta. No se preocupe.

Ambas se agacharon a recoger los papeles.

Carla se acercó.

—¿Quiere ayuda?

Marta la miró con calidez.

—Gracias. ¿Eres nueva, verdad?

—Sí, empecé esta semana.

Marta le tendió la mano.

—Bienvenida. Te presento a Dora, la mujer más importante de este edificio. Cuando ella falta, todo se detiene.

Carla parpadeó. No entendía nada.

Marta lo notó.

—¿Sabes quién me enseñó a manejar la presión cuando empecé como pasante aquí? Ella.

Dora negó con la cabeza.

—Exagera.

—Para nada. Hace 20 años, yo lloraba en este baño porque mi jefe me gritaba. Dora me encontró, me ofreció un café y me dijo: “Respira. No es lo que te dicen, es lo que tú te crees”.

Carla no dijo nada. Solo sonrió, con vergüenza.

Esa noche, al cerrar, Carla se cruzó de nuevo con Dora.

—Perdone si antes fui un poco… altiva.

—Tranquila, todos lo somos un poco cuando empezamos.

—¿Sabe? Hoy entendí algo que en la universidad nunca me dijeron.

—¿Qué cosa?

—Que el respeto no se gana con cargos. Se gana con humanidad.

Dora asintió, guardando el recogedor.

—Y la humanidad no se enseña. Se contagia.

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