El precio de hacer lo correcto
¿Alguna vez has tenido que elegir entre tu futuro y tu conciencia? Lucio Guadarrama Hernández enfrentó esa decisión un martes por la mañana, cuando la vida le puso frente a sí la oportunidad que había esperado durante ocho meses y, al mismo tiempo, una anciana desconocida tirada en la banqueta, sangrando y pidiendo ayuda con los ojos. En ese instante, con el reloj corriendo y el corazón destrozándose, Lucio no sabía que su elección lo llevaría a través de treinta días de infierno absoluto, antes de descubrir un secreto que cambiaría todo lo que creía saber sobre sí mismo y su familia.
El despertador sonó a las 5:30 de la mañana en el departamento de Lucio, pero él ya llevaba despierto más de una hora. La ansiedad le había mantenido los ojos abiertos toda la noche, mirando el techo manchado de humedad, repasando una y otra vez las respuestas que había memorizado para la entrevista. A su lado, sobre la mesita improvisada con cajas de leche apiladas, estaba la fotografía de su madre, Guadalupe Hernández. Sonreía en esa imagen tomada años atrás, cuando todavía no sabía que la diabetes y los riñones enfermos se la llevarían lentamente, dejando a su hijo solo, con un departamento vacío y una montaña de deudas que crecía cada día como un monstruo hambriento.
Dos meses, solo dos meses habían pasado desde que su mamá cerró los ojos por última vez en ese hospital público donde las enfermeras estaban tan cansadas que ya no veían personas, solo cuerpos que atender. Lucio había estado junto a ella, sosteniendo su mano fría mientras ella murmuraba cosas sin sentido por la fiebre. “Mi hijo, no gastes dinero en mí. Ahorra para tu escuela. Tienes que estudiar. Tienes que ser ingeniero como siempre soñaste.” Esas fueron sus últimas palabras coherentes. Lucio había mentido. Había dicho, “Sí, mamá, voy a estudiar”, cuando sabía perfectamente que cada peso que ganaba se iba en pagar las deudas médicas que ella había dejado: 58,000 pesos entre hospitales, medicinas, estudios, más los 12,000 que le debía al gordo, el agiotista del barrio. Setenta mil pesos en total, una cifra que para alguien como Lucio podría significar años de esclavitud.
Lucio se levantó de la colchoneta tirada en el piso. Había vendido la cama hacía tres semanas y caminó hasta el pequeño altar que había armado para ella: dos veladoras consumiéndose lentamente, flores marchitas que no había podido reemplazar porque cada peso contaba, y esa fotografía donde su mamá todavía tenía luz en los ojos, esa sonrisa que decía, “Todo va a estar bien, mi hijo, ya verás.” Se arrodilló frente al altar y susurró con la voz quebrada: “Mamá, hoy es el día. Hoy voy a conseguir ese trabajo y voy a salir de este hoyo. Te lo prometo. Voy a hacer que te sientas orgullosa de mí. Voy a demostrar que todo tu sacrificio valió la pena.” Las lágrimas le quemaron los ojos, pero las contuvo. No podía presentarse a la entrevista con los ojos hinchados y rojos. Tenía que verse profesional, confiado, capaz. Aunque por dentro se estuviera desmoronando.
Se metió a bañar con agua fría porque el calentador llevaba roto tres meses y no tenía dinero para arreglarlo. El chorro helado le golpeó la piel morena como miles de agujas, pero Lucio apretó los dientes y se frotó con el jabón barato hasta sentirse lo más limpio posible. El agua fría le ayudaba a despertar, a enfocarse, a olvidar por un momento el hambre que le roía el estómago desde ayer en la tarde, cuando se había comido su última tortilla con sal. Hoy tenía que verse bien, hoy tenía que ser perfecto.
Desarrollos Urbanos del Valle. No era cualquier empresa. Era una de las constructoras más importantes de la Ciudad de México, con proyectos en todo el país, con oficinas relucientes en Polanco, donde la gente llegaba en coches del año y usaba relojes que costaban más que todo lo que Lucio había ganado en su vida. El puesto de asistente administrativo que ofrecían pagaba quince mil pesos al mes. Quince mil pesos para Lucio, que juntaba apenas cinco mil mensuales trabajando como animal, era una fortuna inimaginable. Era tres veces lo que ganaba matándose en sus tres chambitas: repartiendo comida en una moto destartalada que se apagaba en cada semáforo, ayudando en un taller mecánico por las tardes, y lavando platos en una taquería hasta pasada la medianoche, con las manos destrozadas por el jabón industrial y el agua hirviendo, oliendo a grasa.
El traje que le había prestado su vecino, don Chuy, le quedaba grande. Don Chuy era un señor de sesenta años que trabajaba de velador y que había sido amable con Lucio desde que era niño. “Llévate el traje, chamaco. Es de cuando yo era más flaco, pero te va a quedar. Vas a conseguir ese trabajo. Ya verás, tienes buena cara, eres trabajador.” Lucio tuvo que usar un cinturón apretado al máximo para que el pantalón no se le cayera y las mangas del saco le llegaban más allá de las muñecas, pero las dobló lo mejor que pudo. Era un traje. Era mejor que presentarse con sus jeans rotos y sus playeras desteñidas.
Se miró al espejo rajado del baño y apenas reconoció al joven flaco de ojos hundidos que le devolvía la mirada. Había perdido como diez kilos en estos dos meses desde que su mamá murió. Comía una vez al día cuando había suerte, a veces solo tortillas con sal o un huevo cuando le iba bien. Sus pómulos sobresalían demasiado, sus ojos tenían ojeras profundas, su piel se veía grisácea, pero se peinó con gel barato y trató de sonreír. La sonrisa le salió temblorosa, falsa, pero era mejor que nada.
Salió del departamento a las siete de la mañana. La entrevista era a las diez, pero Lucio no confiaba en el transporte público. El metro siempre estaba saturado en las mañanas. Siempre había retrasos por fallas mecánicas o por gente que se aventaba a las vías, algo que Lucio entendía cada vez más. Tenía tres horas para llegar a Polanco desde Nesa, un viaje que normalmente tomaba hora y media si todo salía perfecto.
En el camino hacia la estación del metro, pasó frente a una tiendita donde siempre compraba. La señora que atendía lo vio y le gritó: “Lucio, que te vaya bien en tu entrevista. Ya me contó, don Chuy.” Lucio le sonrió y levantó el pulgar. El barrio entero sabía de su entrevista. Todos estaban echándole porras. Eso hacía que la presión fuera aún mayor. No podía fallar. No solo por él, sino por todos los que creían en él.
La línea B del metro estaba detenida cuando llegó a la estación. “Fallas técnicas en la señalización”, anunció una voz aburrida y metálica por el altavoz, mientras cientos de personas se empujaban en el andén como ganado asustado. Lucio sintió como el pánico le apretaba el pecho. Miró su reloj, un Casio viejo que había sido de su papá, el papá que nunca conoció, que solo existía en fotografías borrosas y en las pocas historias que su mamá le contaba. Las 8:30. Todavía tenía tiempo. Esperó quince minutos parado entre el mar de gente. Veinte minutos. Treinta minutos. El metro seguía detenido y la gente empezaba a gritar.
A las 9:15, cuando finalmente llegó un convoy tan lleno que la gente literalmente colgaba de las puertas, Lucio se metió a empujones usando los codos, sintiéndose horrible por golpear a una señora mayor, pero sin otra opción. Adentro no podía respirar. Sentía que le aplastaban las costillas, como el aire le faltaba, como el pánico crecía como una ola gigante a punto de ahogarlo. “Por favor, Dios, por favor, que llegue a tiempo, por favor.” Repetía eso una y otra vez en su mente.
Llegó a la estación Polanco a las 9:50. Diez minutos. Tenía solo diez minutos para llegar. La oficina estaba a doce cuadras de distancia según Google Maps. Podía correrlas, tenía que correrlas. Lucio salió de la estación como si le fuera la vida en ello y le iba, le iba la vida, el futuro, todo. Corría con el traje prestado pegándose a su cuerpo empapado de sudor, con los zapatos viejos golpeando el pavimento haciendo un sonido extraño, porque la suela izquierda estaba medio despegada.
Su corazón latía tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho. La gente lo miraba raro al pasar, pero a Lucio no le importaba nada excepto llegar a tiempo, no decepcionar a su mamá muerta, a don Chuy, a todos los que confiaban en él. Iba por la séptima cuadra. Le faltaban cinco más. Cuando la vio.
Una señora mayor estaba tirada en la banqueta, con la cabeza contra el concreto sucio. Un hilillo de sangre le bajaba desde la frente hasta la mejilla arrugada. Sus manos temblaban violentamente, las venas azules marcadas bajo la piel transparente. Sus ojos, nublados y asustados, buscaban algo, alguien, cualquiera que la viera, que reconociera que existía. La gente pasaba a su alrededor sin detenerse. Nadie se detenía. Todos tenían lugares a donde ir.
Lucio se detuvo en seco. Miró a la anciana, miró su reloj. 9:57. Tres minutos. Miró hacia delante, donde a solo metros de distancia estaba el edificio de Desarrollos Urbanos del Valle, ese torre de vidrio y acero que brillaba bajo el sol matutino como una promesa de futuro mejor. Tal vez si corría, llegaría solo dos o tres minutos tarde. Tal vez entenderían.
La anciana gimió. Un sonido pequeño, roto, como el de un animal herido esperando el final. Lucio cerró los ojos y en ese segundo, vio a su mamá. Vio a Guadalupe tirada en un pasillo de hospital, esperando que alguien la atendiera, esperando horas y horas mientras el dolor comía los riñones. Vio sus manos temblando, igual que las de esta desconocida, buscando consuelo.
“Chingada madre”, susurró Lucio y se arrodilló junto a la señora. “Señora, ¿me escucha? Señora, estoy aquí. La voy a ayudar. No se preocupe.” Su voz le salió temblorosa mientras le tocaba el hombro con miedo de lastimarla más. La mujer parpadeó lentamente, confundida, tratando de enfocar la mirada en ese rostro joven y preocupado que flotaba sobre ella.
Lucio buscó en la bolsa que la señora apretaba contra su pecho con fuerza sorprendente. Era una bolsa de piel cara. Dentro encontró una cartera de piel, también perfectamente organizada. Sacó la identificación: Sara Huerta Iglesias, 74 años. Dirección en Lomas de Chapultepec, el barrio más rico de la ciudad. Había tarjetas de crédito doradas, billetes de 500 pesos perfectamente doblados. Esta mujer tenía dinero. ¿Por qué nadie la ayudaba?
“Señora Sara, me llamo Lucio. La voy a llevar al hospital. Sí, todo va a estar bien. Quédese tranquila, por favor. Ya viene ayuda.” Mentira, no venía ayuda. Pero tenía que decir algo. Sacó su celular viejo y llamó a emergencias. La línea sonó once veces antes de que una operadora aburrida contestara. “Emergencias. ¿Cuál es su urgencia?” Necesito una ambulancia urgente. Hay una señora mayor en la calle. Está herida. Está sangrando de la cabeza. “El servicio está saturado como siempre, que tardarían entre cuarenta minutos y una hora.” “Está sangrando. Tiene como 70 años.” “Señor, hago lo que puedo. Espere ahí con ella.” “Click.” La operadora colgó.
Lucio miró su reloj con las manos temblando. La entrevista había empezado. En ese momento, alguien más estaba sentándose frente al entrevistador, consiguiendo el trabajo que debería ser de Lucio. Marcó el número de Desarrollos Urbanos del Valle. Una secretaria contestó con voz profesional y fría. “Buenos días, Desarrollos Urbanos del Valle, ¿en qué puedo ayudarle?” Lucio tragó saliva. “Tengo una entrevista programada a las diez, pero tuve una emergencia grave. Estoy ayudando a una persona herida en la calle. ¿Pueden esperarme unos minutos o reagendar la entrevista, por favor?” “Señor Guadarrama, su entrevista era a las diez en punto. Puntualidad es uno de los requisitos básicos para trabajar en esta empresa. Ya estamos entrevistando al siguiente candidato. Lo siento mucho, señor, pero no depende de mí. Son las políticas de la empresa. Que tenga buen día.” Clic.
El mundo de Lucio se derrumbó. Se quedó ahí, arrodillado en la banqueta sucia, con el teléfono en la mano y un hueco enorme abriéndose en su pecho. La señora Sara gemía bajito, agarrándole la mano con una fuerza sorprendente. “No me dejes sola, por favor, no me dejes”, murmuraba ella. Lucio no podía pararse y dejar a esta anciana ahí tirada, sangrando, asustada, sola. Simplemente no podía.
Paró un taxi. El primer taxista vio la sangre y aceleró sin detenerse. El segundo también. El tercero se detuvo, pero cuando vio a la anciana herida, negó con la cabeza. “No puedo, joven. Me van a manchar los asientos.” Lucio sacó los billetes de 500 que encontró en la bolsa de Sara. “Hay 3,000 pesos aquí. El hospital está a diez minutos. Por favor.” El chófer miró el dinero, miró a la anciana, miró el dinero otra vez. “Súbanse rápido.”
El viaje fue una eternidad de diez minutos. Sara entraba y salía de la conciencia. A veces lloraba bajito, lágrimas silenciosas que le corrían por las mejillas arrugadas. A veces murmuraba nombres que Lucio no reconocía. “Ernesto, Ernesto, ¿dónde está? Tengo frío, tengo miedo, no quiero morir sola.” Lucio la sostenía tratando de darle calor con su cuerpo. “No se va a morir, señora Sara. Ya casi llegamos. Va a estar bien, se lo prometo.”
El Hospital Público San Jerónimo estaba repleto como siempre. El pasillo de urgencias parecía una escena de guerra. Lucio cargó a Sara hasta el mostrador de recepción, donde una enfermera exhausta apenas los miró. “Formularios. Llenen los formularios de ingreso y esperen su turno.” “Está sangrando. Necesita atención inmediata”, gritó Lucio. “Todos necesitan atención inmediata, joven. Solo somos tres doctores para doscientos pacientes. Llene los formularios y espere.”
Lucio se sentó con Sara en una silla de plástico rota y llenó papel tras papel. Nombre completo, dirección, teléfono, alergias, enfermedades previas, contacto de emergencia, seguro médico. Sara Huerta Iglesias tenía seguro privado, uno muy caro. ¿Por qué estaba en un hospital público entonces? Probablemente estaba demasiado confundida, demasiado asustada.
Pasaron cuatro horas sentados en esas sillas antes de que finalmente llamaran a Sara Huerta para atenderla. Lucio se quedó con Sara todo el tiempo, sosteniéndola cuando temblaba, limpiándole la sangre seca de la cara con su pañuelo, llamando a los números que encontró en su celular. El primero no contestó. El segundo era un número equivocado. El tercero contestó un hombre que se identificó como Julio, sobrino de Sara, y que vivía en Querétaro. “¿Qué tan grave es? Es que tengo trabajo, reuniones importantes hoy.” “Está en el hospital con una herida en la cabeza. Se cayó en la calle y nadie la ayudó. Venga por ella”, dijo Lucio con dureza. “Ah, bueno, voy a ver si puedo salir temprano. ¿En qué hospital están?”
Cuando finalmente llegó el sobrino, un hombre de cuarenta y tantos años con traje caro y cara de fastidio, apenas miró a su tía. Lucio le entregó la bolsa de Sara con todas sus cosas. “Su tía tiene seguro privado. Deberían transferirla a un hospital mejor. Aquí la atención es buena, hacen lo que pueden.” El sobrino asintió. “Sí, sí, me encargo. Gracias por ayudarla, supongo. ¿Eres familia?” “No, solo alguien que pasaba por ahí.” El sobrino frunció el ceño confundido, como si el concepto de ayudar a un desconocido fuera ajeno para él. “Ah, bueno, gracias de todas formas.” Lucio se fue sin esperar más agradecimientos.
Caminó de regreso a Nesa. No tenía dinero para el metro. Había usado sus últimos pesos en llegar a Polanco esa mañana, cuando todavía tenía esperanza. Caminó durante tres horas con los pies destrozados dentro de esos zapatos viejos, sintiendo cómo se le formaban ampollas que reventaban y se volvían a formar. El traje prestado estaba arruinado, manchado de sangre y sudor, las rodillas sucias del pavimento. Su alma estaba hecha pedazos, desparramada por todo el camino de regreso.
Cuando finalmente llegó a su edificio, eran casi las nueve de la noche. Don Chuy estaba sentado en la entrada como siempre, cuidando el edificio con su mirada cansada de velador, que ha visto demasiado. “Chamaco. ¿Y cómo te fue? ¿Conseguiste el trabajo?” Lucio solo negó con la cabeza, sin poder hablar. Don Chuy vio el traje arruinado, las manchas de sangre, la cara de derrota absoluta. Entendió sin necesidad de palabras, se levantó y le puso una mano pesada en el hombro. “Lo siento, hijo, lo siento mucho.” Ese gesto de compasión simple y honesto fue lo que rompió las últimas defensas de Lucio.
Subió las escaleras como zombie, abrió la puerta de su departamento vacío, se quitó el traje ensangrentado con cuidado y se tiró en la colchoneta del suelo. Y ahí, solo en la oscuridad, lloró como no había llorado desde el funeral de su mamá. Lloró por todo, por la oportunidad perdida, por los trabajos perdidos, por las deudas que nunca podría pagar, por su mamá, que había sufrido tanto para criarlo y que merecía un hijo exitoso en lugar de este fracaso de veintitrés años.
Los siguientes treinta días fueron los más oscuros de su vida. No fue una oscuridad metafórica. Fue real, tangible, visceral. Fue despertarse cada día sin ganas de abrir los ojos. Fue sentir el peso del fracaso aplastándolo contra el colchón. Fue el hambre constante rolléndole el estómago como un animal rabioso. Fue el miedo paralizante cada vez que escuchaba pasos en el pasillo, pensando que eran los cobradores viniendo a cumplir sus amenazas.
El día dos después de la entrevista perdida, Lucio intentó recuperar su trabajo de repartidor. “Lo siento, Lucio, pero la app funciona con base en confiabilidad. Ya te reemplazamos. Suerte.” Fue a la taquería a hablar con Jorge, a rogarle que le diera otra oportunidad. “Ya te dije, Guadarrama, no puedo tener gente que desaparece sin avisar. Ya contraté a alguien más. Agarra tus cosas del locker y vete.” Solo le quedaba el taller de don Fermín.
Don Fermín lo recibió con una palmada en el hombro. “Todavía tienes tu chamba aquí. Pero ahora te necesito tiempo completo. Ándale, ponte a trabajar.” Lucio casi lloró de alivio. Al menos tenía algo. 150 pesos diarios por ocho horas de trabajo de lunes a sábado, 900 pesos a la semana, 3,600 al mes. No era suficiente ni cerca de ser suficiente. Su renta eran 2,500. Las deudas le comían otros 4,000 al mes solo en intereses. Estaba corto por más de 3,000 pesos mensuales y esa brecha solo crecería.
El viernes de la primera semana aparecieron en su puerta. “Guadarrama. Abre la puerta o la tiramos”, era la voz del gordo. Lucio abrió, no tenía opción. El gordo entró con sus casi 150 kilos de músculo convertido en grasa, seguido de dos tipos que Lucio no conocía. “¿Tienes mi lana, Guadarrama?” “Tengo 100 pesos. Es todo lo que pude reunir, pero el próximo viernes te traigo más. Te lo juro.” “Te dije 3,000. Ahora son 4,000 porque te tardaste. Si no los traes, mi compa aquí, el chueco, se va a divertir contigo y créeme que sabe cómo hacer que duela sin que te mueras. ¿Entiendes, Lucio?” Lucio asintió.
La segunda semana fue una espiral descendente. Lucio trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde en el taller sin descanso. Comía una vez al día y aún así su cuerpo seguía consumiéndose. El martes de la segunda semana tocó a su puerta doña Meche, su casera. “Llevas dos meses sin pagar renta. Son 5,000 pesos que me debes. Si para fin de mes no me pagas lo atrasado, voy a tener que iniciar proceso de desalojo.” Lucio sintió como el mundo se hacía más pequeño.
Esa noche Lucio no durmió. Pensó en cosas oscuras. Había un puente cerca sobre la autopista. Sería rápido. Sería el fin del dolor. Pero entonces miraba la foto de su mamá y no podía hacerlo. No podía darle esa última decepción.
La tercera semana Lucio llegó al punto más bajo. Don Fermín le puso 2,000 pesos sobre el escritorio. “Es un adelanto de dos meses, chamaco. Sé que estás en problemas gordos. Devuélvemelo cuando puedas. Y si no puedes, ni modo. Tu mamá fue buena persona. Mereces una oportunidad.” Lucio lloró ahí mismo. 2,000 pesos que eran un salvavidas, pero no suficiente para llegar a la orilla.
Vendió todo lo que le quedaba: la televisión, el horno de microondas, los últimos platos, la silla rota, el abanico. 3,080 pesos que sumados a los 2,000 de don Fermín le daban 5,080. Todavía le faltaban casi 1,000 para el gordo y no le quedaba absolutamente nada más que vender. Su departamento ahora estaba completamente vacío, solo la colchoneta en el piso, el altar de su mamá y paredes desnudas.
El viernes llegó. Lucio esperó al gordo con los 5,080 pesos en la mano, con el corazón latiéndole tan fuerte que pensaba que se le iba a salir. El gordo llegó a las seis de la tarde acompañado del chueco. “Te faltan 920. Te los perdono, pero la próxima semana me vas a dar 4,000 por concepto de intereses atrasados y la siguiente otros 4,000 y así hasta que acabes de pagar los 12,000 que me debes. ¿Te queda claro?” Era una trampa de la que nunca iba a salir. Pero Lucio no tenía opción.
La cuarta semana fue zombie mode. Lucio funcionaba en automático, despertaba, iba al taller, trabajaba sin pensar, regresaba, se acostaba en la colchoneta, no dormía realmente. Comía cada dos días, sus manos temblaban todo el tiempo, su piel se veía grisácea. El domingo de la cuarta semana, Lucio fue al panteón. Se sentó frente a la tumba sencilla de su madre. “Mamá, no sé qué hacer. Cada vez que trato de salir me hundo más. Ayudé a esa señora porque tú me enseñaste a ayudar. Pero el mundo me está castigando por ser bueno, mamá. Me está aplastando. Y ya no sé si puedo seguir.” Lloró con la frente apoyada en la lápida fría.
Regresó a su departamento cuando oscureció. Pasó frente a la tiendita de la señora Rosa. “Toma. Sé que estás pasándola mal. No es mucho, pero…” Lucio no pudo ni agradecerle, solo abrazó a la señora y siguió caminando antes de que ella lo viera llorar otra vez.
La noche del domingo, exactamente 28 días después de la entrevista perdida, Lucio estaba sentado en el piso de su departamento vacío, rodeado de papeles con números en rojo, con avisos de corte de luz, con amenazas escritas a mano que le habían dejado debajo de la puerta. El viernes que venía tenía que pagarle al gordo 4,000 pesos que no tenía. El lunes siguiente era fin de mes y doña Meche iniciaría el desalojo. No había salida.
Pensó, “¿Vale la pena seguir? ¿Para qué sigo peleando? ¿Para qué?” Miró la foto de su mamá, la única cosa que no había vendido ni empeñado ni perdido. Ella sonreía en esa imagen vieja, con su delantal de cocina y sus manos llenas de masa de tortillas, con esa sonrisa que decía, “Todo va a estar bien.” Pero todo no estaba bien. Todo estaba horrible. Y él estaba cansado, tan cansado. “Perdóname, mamá”, susurró en la oscuridad. “Lo intenté. De verdad, lo intenté, pero no puedo más.”
Esa noche de domingo recibió un mensaje del gordo. “Lunes 4,000 pesos. Última oportunidad.” Lucio no respondió. Se acostó en el colchón tirado en el piso y esperó que el sueño viniera a llevárselo, aunque fuera temporalmente, de esta pesadilla que era su vida.
Y entonces sonó el teléfono. Era lunes en la mañana, apenas las nueve. Lucio había sobrevivido otra noche sin dormir. El celular prestado que usaba, un Nokia viejo de don Chuy, sonó con su ring tone anticuado. Lucio casi no contestó. No reconocía el número, probablemente otro acreedor, otra persona a quien le debía, otro problema, pero algo, algún instinto que no entendía, lo hizo levantar el teléfono.
“Señor Lucio Guadarrama Hernández”, era una voz de hombre, educada, formal, con acento de gente que había estudiado en escuelas caras. “Sí.” “Mi nombre es licenciado Rodrigo Salazar. Represento a la señora Sara Huerta Iglesias. ¿Recuerda usted a la señora Huerta?” El corazón de Lucio dio un salto extraño. “Sí, la señora que ayudé hace casi un mes.” “Exactamente, treinta días para ser precisos. La señora Huerta desea verlo personalmente, señor Guadarrama. Es un asunto de suma importancia y urgencia. ¿Podría venir hoy a su residencia?”
Lucio miró alrededor de su departamento vacío. Miró la hora. El gordo llegaría en cualquier momento, exigiendo los 4,000 pesos que no tenía. No tenía nada que perder. “Sí, ahí estaré. ¿Cuál es la dirección?” Le enviaron la ubicación por mensaje. La dirección era en Lomas de Chapultepec.
Lucio se vistió con lo único que le quedaba, unos jeans remendados y una camisa que había sido blanca tiempo, pero ahora era más bien gris. Se lavó la cara con agua fría. Salió del departamento sin saber si volvería. Tal vez el gordo ya estuviera esperándolo afuera. Pero no había nadie, solo don Chuy barriendo la entrada. “¿A dónde vas tan temprano, chamaco?” “Tengo una cita. No sé bien qué es.” “Que te vaya bien, hijo, y si necesitas algo, aquí estoy.”
Lucio tuvo que pedir prestado para el metro y el micro que lo dejó en Lomas, treinta pesos que le prestó Don Chuy sin hacer preguntas. El viaje fue como viajar a otro planeta. Las calles de Lomas no tenían basura. Los coches estacionados costaban millones. Las casas eran mansiones con jardines perfectos.
La dirección lo llevó frente a una propiedad inmensa, una mansión blanca de dos pisos con columnas, con jardines de revista, con una fuente de cantera en el frente. La reja era de hierro forjado. Un guardia de seguridad uniformado estaba en la caseta. “¿Busca a alguien?” “Busco a la señora Sara Huerta. Me mandó llamar. Soy Lucio Guadarrama.” “Lo están esperando. Pase, por favor.”
Lucio caminó por el sendero de piedra entre flores. La puerta principal se abrió antes de que llegara. Apareció un señor mayor con traje impecable. “Señor Guadarrama, bienvenido. Soy Miguel, mayordomo de la señora Huerta. Por favor, pase.”
Entró a un hall de entrada más grande que su departamento entero. Miguel lo guió por un pasillo donde había más cuadros, fotografías enmarcadas en plata, floreros con arreglos frescos. Todo gritaba dinero, antigüedad, clase. Llegaron a una sala que era del tamaño de la casa completa de Lucio cuando vivía con su mamá.
Y ahí, sentada en un sillón de terciopelo azul junto a la ventana, estaba Sara Huerta Iglesias. Se veía completamente diferente de aquella mujer confundida y sangrante tirada en la banqueta hace treinta días. Llevaba un vestido elegante color perla. El cabello blanco estaba peinado en un chongo elegante. Llevaba maquillaje discreto, solo un pequeño vendaje color piel en la sien recordaba el incidente, pero cuando lo vio entrar, esos ojos se llenaron de lágrimas inmediatamente.
“Lucio Guadarrama Hernández”, dijo ella, y su voz era firme, pero cargada de emoción profunda. Se levantó del sillón con movimientos lentos, pero seguros. “Siéntate, por favor, Miguel. Tráenos café, por favor.”
Lucio se sentó en la orilla de un sillón que probablemente costaba más que todo el mobiliario que había vendido en su vida. Sara se sentó frente a él estudiando su rostro con intensidad. “Señora Huerta, yo no sé por qué me mandó llamar. Si es por los gastos del hospital, yo puedo ir pagando poco a poco.” “No, no, no.” Sara levantó una mano deteniéndolo. “No es nada de eso. Al contrario, necesito hablarte. Necesito explicarte por qué te mandé llamar.”
Tomó aire profundamente. “Hace treinta días, un joven desconocido sacrificó algo muy importante para ayudarme cuando nadie más lo hizo. Ese joven fuiste tú. Cuando desperté completamente en el hospital y mi sobrino, que es un inútil, por cierto, me contó vagamente lo que había pasado, insistí en saber más. ¿Quién eras? ¿Por qué me ayudaste? ¿Qué te costó?”
Miguel trajo una charola de plata con café en tazas de porcelana fina. Lucio tomó la taza con manos temblorosas. Sara continuó. “Contraté investigadores. Espero que no te ofenda, pero necesitaba saber, necesitaba entender qué clase de persona hace algo así. ¿Qué clase de hombre sacrifica su futuro por una desconocida?”
Lucio sintió vergüenza quemándole las mejillas. “No tengo nada que esconder, señora. Soy nadie, solo un tipo de Nesa con un montón de deudas que nunca va a poder pagar.” Los ojos de Sara se llenaron de lágrimas. “Ahora descubrí todo, Lucio, tu madre, que falleció hace solo dos meses, las deudas terribles que te dejó por tratamientos médicos, los tres trabajos que tenías, la entrevista de trabajo que perdiste por ayudarme, la entrevista que era tu única esperanza real. Descubrí que perdiste dos de tus tres trabajos ese mismo día. Descubrí el infierno que has vivido estos treinta días, las amenazas, el hambre, la desesperación. Descubrí que vendiste absolutamente todo lo que tenías tratando de sobrevivir. Y todo por haber hecho lo correcto, todo por haberme salvado.”
Lucio no sabía qué decir. Sentía una mezcla extraña de vergüenza y alivio de que alguien finalmente supiera, de que alguien viera su sufrimiento. “No necesitaba investigar todo eso, señora. Yo solo hice lo que mi mamá me enseñó, nada más.”
Sara se inclinó hacia adelante, tomando las manos ásperas y trabajadas de Lucio entre las suyas, suaves y cuidadas. “Pero hay algo más, algo que descubrí cuando mi investigador me trajo información sobre tu familia, sobre tu padre, sobre Roberto Guadarrama Salinas.”
Lucio se tensó, su padre, el hombre fantasma, el cobarde que había abandonado a su mamá embarazada. “No conocí a mi padre. Abandonó a mi mamá cuando estaba esperándome. Ella nunca me habló mucho de él. Solo decía que se llamaba Roberto y que se perdió.”
Sara asintió lentamente, las lágrimas corriendo por sus mejillas arrugadas, pero perfectamente maquilladas. “Lo sé. Y hay una razón por la que se perdió. Una razón que nunca supiste.” Se levantó y caminó hasta una repisa donde había fotografías en marcos de plata antigua. Tomó una y regresó extendiéndosela a Lucio con manos temblorosas. “¿Reconoces a alguien en esta fotografía?”
Lucio tomó el marco. Era una foto vieja amarillenta, de hace muchos años. Mostraba a dos hombres jóvenes, quizás de treinta años, con cascos amarillos de construcción y ropa de trabajo polvorienta. Tenían los brazos sobre los hombros del otro, sonriendo a la cámara bajo un sol brillante. Detrás de ellos se veía una obra en construcción. Lucio reconoció inmediatamente a uno de ellos. Los mismos ojos oscuros que veía en el espejo, la misma mandíbula cuadrada, la misma sonrisa torcida. “Es mi papá, Roberto. Pero, ¿cómo tiene usted?”
“Tu padre, Roberto Guadarrama, trabajaba para mi esposo Ernesto Huerta, en la constructora que él dirigía hace más de veinticinco años”, explicó Sara sentándose de nuevo, secándose las lágrimas con un pañuelo bordado. “Este es mi Ernesto”, señaló al otro hombre en la foto. “Era más que jefe y empleado, Lucio. Eran amigos. Ernesto respetaba muchísimo a Roberto. Decía que era el hombre más trabajador, más honesto, más alegre que había conocido.”
Lucio miraba la fotografía sintiendo algo extraño en el pecho. Su padre se veía feliz ahí, completo, vivo de una forma que nunca había imaginado. “Mi mamá nunca me enseñó fotos de él así. Solo tenía una donde se veía serio, como para documentos.” “Tu madre probablemente guardó los recuerdos felices para ella misma. El dolor a veces hace eso.”
Sara respiró profundo, preparándose. “Lucio, hace veintiséis años, el día 3 de marzo de 1999, hubo un accidente terrible en una obra donde tu padre y mi esposo trabajaban. Estaban construyendo un centro comercial en Satélite. Era un proyecto enorme, había cientos de trabajadores.”
Ese día, por una falla en las cadenas de seguridad, una viga de acero de dos toneladas se soltó de la grúa. Iba cayendo directo hacia donde estaba mi Ernesto. Él ni siquiera la vio venir. Estaba revisando planos concentrado. Todos gritaron, pero era demasiado tarde. Tu padre la vio. Roberto vio la viga cayendo y sin pensarlo, sin dudarlo ni un segundo, se lanzó. Empujó a Ernesto con todas sus fuerzas, sacándolo de la trayectoria, pero él no alcanzó a quitarse. La viga le cayó en la espalda