En las afueras de Bergen, en Noruega, donde los tejados se cubren de nieve hasta bien entrada la primavera, vivía Sigrid, una mujer de 68 años, sola desde hacía casi una década. Su marido había fallecido de forma repentina una noche de invierno, y desde entonces, el silencio de la casa se había vuelto más pesado que el frío.

En las afueras de Bergen, en Noruega, donde los tejados se cubren de nieve hasta bien entrada la primavera, vivía Sigrid, una mujer de 68 años, sola desde hacía casi una década. Su marido había fallecido de forma repentina una noche de invierno, y desde entonces, el silencio de la casa se había vuelto más pesado que el frío.

 

 

Cada mañana, Sigrid abría la ventana de la cocina y dejaba migas de pan sobre el alféizar. No por costumbre, sino por una vieja frase que su esposo solía repetir: “Si cuidas a las aves, ellas cuidarán de ti”. Al principio venían gorriones, alguna paloma torpe, y de vez en cuando, un cuervo grande de plumaje oscuro como tinta recién vertida.

El cuervo se quedaba quieto, observando, como si esperara algo más que pan.

Sigrid le habló una vez, en voz baja:

—¿Tú también extrañas a alguien?

Desde entonces, el cuervo venía cada día. Siempre a la misma hora. Comía en silencio, luego se posaba sobre la barandilla y se quedaba mirando hacia el interior de la cocina, como si esperara que ella dijera algo más.

Una mañana, el cuervo no trajo solo su sombra. Llevaba algo en el pico: una pequeña ramita de abeto, perfectamente simétrica, como arrancada con cuidado. La dejó sobre el alféizar, comió sus migas y se fue.

Sigrid pensó que era casualidad.

Pero al día siguiente trajo una tapita metálica de botella, reluciente como una moneda. Después, un trozo de tela roja, y más tarde, un botón de madera, una espina de pino, una pequeña piedra con forma de corazón.

No eran objetos valiosos. Pero tenían algo… algo que parecía elegido.

—¿Me estás dando las gracias? —le preguntó un día, mientras sostenía la piedrita entre los dedos—. ¿O me estás enseñando algo?

Sigrid comenzó a guardar los regalos en una cajita junto al fregadero. No sabía por qué lo hacía, pero le parecía injusto no hacerlo. Era lo único que alguien le había dado sin pedir nada a cambio en mucho tiempo.

Con el paso de los meses, el cuervo se volvió parte de su rutina. Si no lo veía una mañana, salía a buscarlo con los ojos. Si tardaba más de lo habitual, su día se sentía incompleto. No era solo un ave. Era un recordatorio de que aún existía un diálogo con la vida, aunque fuera a través de migas y objetos pequeños.

Una tarde de abril, mientras Sigrid plantaba flores en su jardín, el cuervo se posó en el borde del macetero. Llevaba algo brillante en el pico. Lo soltó sobre la tierra blanda: una alianza de oro, vieja, cubierta de tierra.

Sigrid la tomó con cuidado. No era suya. Pero la reconocía.

En el fondo del aro, apenas visible, estaban las iniciales J.O., las de su marido.

Durante años, esa alianza había estado perdida. Él la había extraviado en el bosque detrás de la casa, mientras podaba unas ramas, y nunca volvió a encontrarla.

Sigrid no supo qué decir. Se sentó en el suelo y lloró. No de tristeza, sino de algo más grande, más íntimo.

El cuervo alzó el vuelo en silencio.

Desde entonces, Sigrid deja algo más que pan en la ventana: a veces una flor seca, otras una nota escrita a mano. Y el cuervo sigue viniendo. No todos los días. Solo cuando el viento cambia o cuando la soledad intenta colarse otra vez por las rendijas.

Hay vínculos que no necesitan palabras. Solo alas, y un lugar donde posar.

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