En un rincón olvidado de Lagos, Nigeria, vivía un niño llamado Tunde. Tenía diez años, ojos enormes que parecían absorberlo todo, y un par de sandalias remendadas que apenas sostenían sus pasos. Cada mañana, mientras sus vecinos corrían al colegio con mochilas coloridas, él caminaba en dirección opuesta: al vertedero.

En un rincón olvidado de Lagos, Nigeria, vivía un niño llamado Tunde. Tenía diez años, ojos enormes que parecían absorberlo todo, y un par de sandalias remendadas que apenas sostenían sus pasos. Cada mañana, mientras sus vecinos corrían al colegio con mochilas coloridas, él caminaba en dirección opuesta: al vertedero.

 

 

Allí buscaba papel, cartón, latas… cualquier cosa que su madre pudiera vender para poder cocinar algo caliente. Pero Tunde tenía una manía extraña. No buscaba solo basura útil. Buscaba libros.

—¿Para qué quieres eso si no vas a la escuela? —le preguntó un día un recolector mayor, sacudiendo la cabeza al verlo con un cuaderno roto entre las manos.

—Porque quiero aprender a leer todas las historias que hay adentro —respondía Tunde sin alzar la vista.

Y así, cada día, recogía libros rasgados, hojas sueltas, manuales escolares de otros años. En su casa de lámina y madera, tenía una pequeña caja donde los guardaba, ordenados con mimo.

Una tarde, mientras hojeaba un viejo ejemplar de ciencias, entró su madre.

—Tunde, estás leyendo al revés.

—No importa, mamá —respondió—. Algún día lo leeré bien.

Su madre, cansada y cubierta de polvo, se sentó a su lado y le acarició el cabello.

—Ojalá ese “algún día” llegue pronto, hijo.

Esa noche, cuando Tunde dormía, ella vendió uno de los sacos de arroz que guardaban para emergencias. Al día siguiente, con ese dinero, lo inscribió en una escuelita comunitaria.

Cuando Tunde vio el uniforme y los cuadernos, lloró en silencio.

—Gracias, mamá. Nunca voy a fallarte —susurró.

En la escuela, Tunde no era el más rápido. Ni el que escribía más bonito. Pero era el que más preguntaba. El que se quedaba después de clase para copiar lo que no entendía. El que aprendía frases enteras de memoria porque no sabía cómo deletrearlas.

Una tarde, su maestra lo llamó aparte:

—Tunde, ¿por qué no tienes mochila?

—Porque no tengo cosas suficientes que guardar, señora.

Ella le regaló una usada, con una cremallera rota. Tunde la arregló con alambre. Ese día caminó por la calle como si llevara un cofre del tesoro a la espalda.

Pasaron los años. Tunde pasó de grado en grado. A los 15, ganó un concurso regional de lectura. A los 17, escribió un ensayo que fue publicado en un diario nacional. A los 20, fue aceptado en una universidad, con una beca completa.

El día que se despidió de su madre para irse a estudiar, ella le metió en la maleta su primer libro roto, envuelto con una cinta roja.

—Para que nunca olvides de dónde vienes —le dijo.

Tunde besó el libro, la abrazó, y partió.

Hoy, ese niño es profesor de literatura. Viaja por África construyendo bibliotecas en comunidades pobres. En la primera estantería de cada biblioteca, siempre hay un cartel que dice:

“Aquí comienza una historia. Aunque las páginas estén rotas.”

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