“El Hombre del Portón de Hiedra: Un Viaje de Compañía y Recuerdos”
Tenía 80 años y pensé que solo lo cuidaría por dinero.
Nunca imaginé que terminaría cuidando partes de mí que ya daba por muertas.
Cuando acepté el trabajo, lo hice porque no tenía otra opción.
Las facturas se acumulaban.
.
.
.
Mi esposo estaba cada vez más distante y mis hijos ya no me necesitaban tanto como antes.
La casa se sentía grande, fría, llena de silencios incómodos.
Un amigo me habló de un anciano que buscaba compañía por las tardes y ayuda con las cosas sencillas de la vida: prepararle el té, organizar sus medicinas, leerle un poco de los periódicos que ya no podía ver sin cerrar los ojos.
El anciano se llamaba Don Ernesto y vivía en una vieja casa al final de la calle, que todos conocían por la gran verja de hierro cubierta de hiedra.
Decían que había sido ingeniero, que había viajado por el mundo, pero que ahora, viudo y sin hijos cerca, se había quedado solo. La primera vez que crucé esa verja sentí un escalofrío.
No por miedo, sino por respeto.
Fue como entrar en un mundo detenido en el tiempo.
Don Ernesto me recibió en el umbral, apoyado en su bastón, aún alto, con la espalda ligeramente encorvada, cabello blanco como la nieve y ojos grises que, a pesar de la edad, conservaban un brillo inquietante.
No me miró como a los demás ancianos del barrio, con la resignación de quien espera el fin.
Su mirada era profunda, casi curiosa, como si quisiera descifrarme desde el primer segundo.
—¿Es usted quien me cuidará? —preguntó con voz grave, haciendo una pausa.
—Sí, Don Ernesto. Me llamo Laura. Me recomendó Rosa, la vecina.
—Ah, Rosa, siempre metiéndose en la vida de los demás —dijo con una leve sonrisa—. Pase.
La casa era un museo viviente. Muebles de madera maciza, cuadros con marcos sepia, estanterías llenas de libros de ingeniería y novelas clásicas.
Todo olía a antigüedad, pero también a algo acogedor, como esas casas de pueblo que guardan secretos en cada rincón.
Ese primer día, mientras le preparaba el té, noté que me observaba atentamente.
No era una mirada incómoda, sino la de quien se detiene a apreciar lo que no tiene cerca durante un tiempo: una mujer, juventud, vitalidad.
“Caminas deprisa, como si el tiempo te pesara”, me dijo de repente.
Me reí a carcajadas.
—Será la costumbre. En casa siempre corro espalda con espalda.
—Bueno, aquí no hay prisa. Aquí, si quieres, puedes aprender a caminar despacio.
No supe qué responder, pero esas palabras se me quedaron grabadas.
Caminaba despacio, hablaba despacio, pero cada frase parecía tener un peso diferente, como si tras ellas viviera demasiado.
Me contó que había perdido a su mujer hacía más de diez años. “No quería volver a casarme”, me confesó. Después de conocer a alguien tan especial, ¿para qué engañarte buscando sustitutos?… 👉 Haz clic en el enlace azul del primer comentario para leer la emocionante continuación de la historia, ya que es muy larga y no puedo publicarla aquí.
Si tienes alguna pregunta sobre la historia, déjala en los comentarios y compártela con tus seres queridos para que más personas la conozcan.
✨ ¡Te deseo un día maravilloso, lleno de alegría y felicidad!