Golpeó a su Esposa Embarazada y causó el Parto… LA VENGANZA DE SU SUEGRO SACUDIÓ LA CIUDAD

La sangre de un padre: una historia de justicia y venganza

El sonido de la bofetada no fue lo que me rompió el corazón, sino el ruido sordo de mi cuerpo golpeando contra la esquina de la mesa de mármol del comedor. El impacto fue seco, seguido por un dolor punzante en la parte baja de mi vientre. El silencio que vino después fue aterrador. Me quedé tirada en el suelo frío, con las manos instintivamente protegiendo mi barriga de siete meses. Mi respiración era entrecortada, una mezcla de pánico y dolor físico que me nublaba la vista.

Levanté la mirada con la esperanza de ver arrepentimiento en los ojos de mi esposo, Roberto. Esperaba que se acercara, que me pidiera perdón, que llamara a una ambulancia. Pero él estaba ahí de pie, ajustándose los gemelos de oro de su camisa, mirándome con desprecio.

—Mira lo que me haces, Elena —dijo con voz helada—. Siempre tienes que provocarme, siempre preguntando a dónde voy, con quién hablo. ¡Eres asfixiante!

Traté de hablar, pero solo logré susurrar mientras sentía una humedad caliente y pegajosa entre mis piernas.

—Roberto, por favor… el bebé…

Él se limitó a gritar, pateando una silla cercana.

—¡Deja el drama! Solo te caíste. Levántate y límpiate la cara. Tenemos una cena con el alcalde en una hora, y no pienso ir con una esposa que parece una magdalena llorosa.

Intenté levantarme, pero mis piernas no respondieron. El dolor en mi vientre se transformó en una contracción violenta que me arrancó un grito gutural. Algo estaba mal. Algo se había roto dentro de mí.

—Roberto… estoy sangrando —gemí, mostrando mi mano manchada de sangre.

Por un momento, vi miedo en sus ojos, pero no era por mí ni por nuestro hijo. Era miedo por su alfombra persa, por su reputación.

—¡Maldita sea, Elena! —masculló mientras sacaba su teléfono. Pensé que llamaría a emergencias, pero no. Llamó a su asistente.

—Cancela la cena. Mi esposa tuvo un accidente doméstico. Sí, otra vez con sus torpezas. No, no envíes al chófer. Yo me encargo.

Colgó y me miró con odio puro.

—Vas a manchar el coche —dijo con desprecio.

Esa fue la última frase que escuché antes de que todo se volviera negro. Cuando volví en mí, estaba siendo arrastrada por Roberto hacia el coche. No llamó a una ambulancia porque no quería sirenas frente a su mansión en el barrio más exclusivo de la ciudad. No quería que los vecinos hablaran. Me arrastró sin piedad, ignorando mis gritos de dolor.

Durante el trayecto al hospital, no dijo una palabra de consuelo. Conducía rápido, murmurando sobre cómo yo siempre arruinaba sus momentos importantes. Yo, en el asiento trasero, sentía cómo la vida se me escapaba. Mi pequeño Gabriel se movía frenéticamente dentro de mí, luchando contra el trauma.

—Aguanta, mi amor… aguanta —le susurré entre lágrimas.

Al llegar a urgencias, Roberto puso su mejor cara de esposo preocupado. Gritó pidiendo ayuda.

—Se cayó por las escaleras —mintió al médico mientras me subían a una camilla—. Le dije que tuviera cuidado, pero es muy torpe.

Quise gritar la verdad, pero el dolor era tan intenso que la oscuridad me venció. Lo último que vi fue a Roberto limpiándose una mancha de mi sangre de su camisa con un pañuelo de seda, con cara de asco.

Lo que Roberto no sabía, lo que su arrogancia le impedía ver, era que esa mancha no se borraría nunca. Esa mancha iba a crecer hasta ahogarlo, porque él había olvidado quién era mi padre.

Roberto pensaba que mi padre, don Vicente, era un viejo empresario retirado que vivía cultivando viñedos en el campo. Un hombre tranquilo, de pocas palabras. Pero lo que Roberto no sabía era que el silencio de mi padre no era debilidad, sino la calma antes de la tormenta.

Cuando desperté, el sonido rítmico de las máquinas llenaba la habitación del hospital. Intenté incorporarme, pero un dolor agudo en el abdomen me detuvo. Entonces, los recuerdos volvieron de golpe: el golpe, la sangre, mi bebé.

—¡Gabriel! —grité con la garganta seca.

Una mano cálida y callosa tomó la mía.

—Tranquila, mi niña. Tranquila.

Era mi padre, don Vicente. Estaba sentado a mi lado, con su sombrero de ala ancha sobre las rodillas. Su rostro, curtido por el sol y los años, estaba pálido, pero sus ojos brillaban como carbones encendidos. Había una tormenta en su mirada.

—Papá… —lloré—. ¿Dónde está Gabriel?

—Está en la incubadora, hija. Nació muy pequeño, pero nació peleando. Los médicos dicen que las próximas 48 horas son críticas.

Lloré por mi hijo, que luchaba por respirar en una caja de plástico en lugar de estar seguro en mi vientre. Entonces mi padre preguntó:

—¿Qué pasó, Elena? Roberto dijo que te caíste por las escaleras.

Pensé en mentir, en proteger a Roberto como lo había hecho tantas veces antes. Pero luego pensé en mi hijo, lleno de tubos, y en la cara de Roberto preocupado por su alfombra.

—No me caí, papá —susurré—. Él me golpeó. Me tiró contra la mesa. Y luego no quería llamar a la ambulancia porque no quería que los vecinos hablaran.

El silencio que llenó la habitación fue aterrador. Vi cómo la mandíbula de mi padre se tensaba y cómo las venas de sus manos se marcaban. Se levantó lentamente, se puso el sombrero y dijo:

—Descansa, hija. Tu madre viene en camino. Ella se quedará contigo y con el niño. Yo tengo que salir un momento.

—Papá, ¿a dónde vas? —pregunté asustada.

—Voy a hacer unas llamadas —dijo con frialdad—. Y luego voy a tener una conversación con tu marido.

Antes de que pudiera responder, salió de la habitación. Con él, salió la paz de la ciudad.

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