La copa de vino y la venganza de Elena
El líquido frío y pegajoso empapó mi vestido en cuestión de segundos. No era agua. El olor intenso y afrutado me indicó que era un cabernet añejo, probablemente la botella de $3,000 que mi suegra, doña Victoria, había estado presumiendo toda la noche. El silencio cayó sobre el gran salón del club de industriales. Trescientos invitados, la élite empresarial del país, dejaron de respirar al mismo tiempo. La orquesta se detuvo. El tiempo se congeló.
Sentí el vino escurrir por mi espalda, manchando no solo mi ropa, sino mi dignidad. Levanté la vista, parpadeando para quitarme las gotas de los ojos. Frente a mí estaba ella, doña Victoria, con su vestido de lentejuelas doradas y la copa vacía en una mano, mientras con la otra se cubría la boca en un gesto de falsa sorpresa. Sus ojos brillaban con malicia. “Ay, qué torpe soy”, exclamó con voz venenosa. “Pero bueno, querida, al menos ese trapo barato que llevas puesto ahora tiene un poco de color. Deberías agradecérmelo.” Las risas comenzaron tímidas, pero pronto se extendieron por el grupo de amigas de Victoria. Risas crueles, que dolían más que el vino.
Busqué a mi esposo Alejandro, esperando que esta vez por fin hiciera algo, que me defendiera. Pero Alejandro, a su lado, solo ajustó la corbata y tomó un sorbo de su copa, fingiendo que no pasaba nada. “Ve a limpiarte, Elena”, murmuró sin mirarme a los ojos. “Y por favor, no hagas un escándalo. Hoy es la noche más importante de la historia de nuestra empresa.” El representante del grupo Elios estaba por llegar para firmar la fusión de 800 millones de dólares. “No quiero que arruines mi futuro con tus dramas.”

¿Tu futuro?, pregunté con la voz temblando. Alejandro, tu madre me acaba de tirar una copa de vino encima a propósito. “Fue un accidente”, intervino Victoria bajando la voz para que solo yo la escuchara. “Y aunque no lo fuera, te lo mereces. Eres una cazafortunas, Elena. Mi hijo se casó contigo por lástima, pero cuando firmemos ese contrato esta noche y nos convirtamos en billonarios, él se divorciará de ti. Ya le he buscado una esposa a su altura, así que vete al baño, límpiate y lárgate de mi fiesta. No te quiero en la foto oficial.”
Me quedé allí parada, empapada y humillada, sintiendo cómo mi corazón se rompía en mil pedazos. No por el insulto, sino por la confirmación de que mi matrimonio había sido una farsa. Ellos veían a Elena, la chica sencilla que trabajaba en una biblioteca, la mujer callada que aguantaba los desplantes. Lo que doña Victoria y Alejandro no sabían, lo que su arrogancia les impedía ver, es que yo no estaba allí como la esposa de Alejandro. Yo era Elena Elios, la dueña, fundadora y CEO del grupo Helios, el conglomerado inversor misterioso que ellos esperaban desesperadamente para salvar su empresa de la quiebra.
Esa copa de vino no me había manchado, me había despertado. En ese momento, tomé una decisión. Iba a firmar el trato de 800 millones, sí, pero no iba a hacer el trato que ellos esperaban. Iba a ser su sentencia de muerte.
Fui al baño con la cabeza alta, aunque por dentro temblaba de furia. Me miré al espejo. El vino parecía sangre, una escena de crimen, y en cierto modo lo era. Acababan de asesinar a la Elena sumisa. Saqué mi teléfono y llamé a Simón, mi mano derecha, quien esperaba en una limusina a dos calles. “Cambio de planes, Simón. Trae el paquete rojo y contacta al equipo legal. Vamos a reestructurar el contrato ahora mismo. Será una adquisición hostil con cláusula de desmantelamiento total. Quiero comprar su deuda, sus activos, su casa y hasta el aire que respiran, y quiero hacerlo público en 30 minutos.”
Me lavé la cara, tiré el vestido manchado a la basura y, gracias a una empleada sobornada, recibí el paquete rojo: un vestido negro de alta costura, tacones de aguja, maquillaje perfecto. Me transformé. Elena, la esposa humilde, desapareció. En su lugar estaba Elena Elios.
Entré al salón flanqueada por Simón y seis guardaespaldas. El sonido de mis tacones resonó como martillazos. La gente se apartó, admirando el poder sin reconocerme al principio. Caminé hacia el escenario. Victoria intentó detenerme. “¿Quién es usted?”, preguntó altanera. Me quité las gafas de sol. “Hola, Victoria”, dije. Victoria retrocedió, pálida. Alejandro bajó del escenario, nervioso. “El inversor ya está aquí, Alejandro”, dije en voz alta. Tomé el micrófono. “Buenas noches a todos. Soy Elena Elios, fundadora y CEO del grupo Helios.”
Un jadeo recorrió la sala. Alejandro balbuceó: “Tú eres bibliotecaria. Eres pobre.” “Fui bibliotecaria porque amo los libros y quería saber si alguien podía amarme por mí y no por mis millones. Tú fallaste esa prueba.”
Abrí la carpeta negra. “He venido a cerrar un trato. Industrias Villa está en quiebra técnica. Victoria ha gastado el capital en fiestas y joyas, Alejandro ha perdido contratos clave. El grupo Helios compra la totalidad de la deuda y adquiere el 100% de los activos por 800 millones de dólares.”
Victoria cambió de actitud al instante. “¡Aceptamos! Elena querida, sabía que eras especial. Todo fue una broma.” Alejandro también aceptó, rogando por salvarse. Sonreí. “Hay condiciones. Cláusula 1: destitución inmediata del CEO y la presidenta honoraria. Victoria, acabo de comprar tu empresa. Ya no es tuya. Estás despedida. Y si no devuelves cada centavo malversado, te demandaré mañana.”
Cláusula 2: todos los activos personales puestos como garantía pasan a Helios. Incluye la mansión, coches y yate. Alejandro temblaba. “¿Nos dejas en la calle?” “Te dejo con tu apellido y tu arrogancia.”
Cláusula 3: el divorcio. Saqué los papeles. “Nos casamos por bienes separados, te vas sin nada de lo mío. Ahora, firmen o el banco ejecuta los embargos mañana y terminarán en prisión.”
Victoria y Alejandro firmaron, derrotados. Simón recogió los papeles. “Felicidades, señora Elios. Usted es dueña de todo.” Hice una señal a los guardias. “Saquen a estos intrusos de mi propiedad.” Los invitados miraban asombrados. Victoria gritaba, Alejandro lloraba. Fueron arrastrados por todo el salón, humillados.
En la puerta, me acerqué al micrófono. “Victoria, guarda esa botella de vino de $3,000. Será lo último de valor que pruebes en mucho tiempo.” Las puertas se cerraron tras ellos.
La fiesta continuó, pero yo no me quedé a celebrar con los hipócritas. Salí al aire fresco, vi a Alejandro y Victoria en la acera esperando un taxi. Los ignoré y subí a mi limusina. Mientras nos alejábamos, los vi hacerse pequeños en la distancia, derrotados por su propia soberbia.
Había recuperado mi libertad, limpiado mi nombre y cerrado el trato de mi vida: deshacerme de quienes no me valoraban. Industrias Villa fue absorbida por Helios. Despedí a la junta corrupta, pero mantuve a los empleados trabajadores con mejores sueldos. Victoria tuvo que mudarse a un pequeño apartamento; sus amigas la abandonaron. Alejandro se fue a otra ciudad, trabajando en una oficina gris.
Yo sigo dirigiendo mi imperio, ya no me escondo. Aprendí que la humildad es virtud, pero permitir que te pisoteen no lo es. A veces, para construir un rascacielos, primero tienes que demoler las ruinas que estorban. Eso fue exactamente lo que hice.
Gracias por escuchar mi historia. Si te gustó ver caer a los arrogantes y crees que la justicia tarda pero llega, escribe “la jefa manda” en los comentarios. Y recuerda, ten cuidado a quién manchas con tu vino, porque esa persona podría ser la dueña de la tintorería y de tu vida entera.