Por favor, no me toques
El invierno de 1887 llegó temprano a las montañas Bitrut de Montana, cubriéndolo todo con un manto de nieve y silencio. En medio de ese desierto blanco, la cabaña de Silas Hargrove se mantenía firme y solitaria, igual que el hombre que la habitaba. Silas llevaba años huyendo del mundo y de su propio dolor, aislado desde que la fiebre se llevó a su esposa Margaret y a su hijo Samuel.
Una tarde, mientras revisaba sus trampas, Silas encontró huellas en la nieve que llevaban hasta su porche. Allí, medio enterrada y congelada, yacía una mujer. Sin dudarlo, la alzó en brazos y la llevó dentro. Era una mujer grande, con el rostro azulado por el frío y la ropa endurecida por el hielo. Le quitó las botas y la ropa mojada, la envolvió en mantas y se sentó a vigilarla junto al fuego.
Horas después, la mujer despertó sobresaltada. “Por favor, no me toques”, suplicó, temblando más de miedo que de frío. Silas, con voz suave y manos abiertas, le aseguró que estaba a salvo y se mantuvo a distancia. Le ofreció comida y refugio. Cuando ella, aún desconfiada, preguntó por qué la ayudaba, él respondió: “Porque sé lo que es necesitar ayuda y no poder pedirla”.

La tormenta duró días. Clara, así se llamaba la mujer, poco a poco recuperó fuerzas y confianza. Compartió su historia: el desprecio y la crueldad de su pueblo, la traición de un hombre que la cortejó solo por una apuesta, el incendio que la dejó huérfana y sola. Había caminado sin rumbo, dispuesta a morir en la nieve, hasta encontrar la cabaña de Silas.
Silas escuchó en silencio, comprendiendo su dolor. También él había perdido todo y se había encerrado en su soledad por miedo a volver a sufrir. Pero la presencia de Clara comenzó a cambiar la rutina de ambos. Ella cocinaba, remendaba ropa, llenaba la casa de pequeños detalles. Él le enseñó a sobrevivir en la montaña, a leer huellas y a confiar en sí misma. El miedo al contacto fue cediendo poco a poco, reemplazado por una tímida cercanía y una confianza naciente.
Un día, unos tramperos llegaron buscando a Clara, tentados por la recompensa. Silas los enfrentó y, aunque salió herido, defendió a Clara con fiereza. Ella, entre lágrimas, quiso huir, convencida de ser solo una carga. Pero Silas, con palabras sencillas y honestas, le mostró el valor que veía en ella: su fortaleza, su bondad, su capacidad de resistir y transformar la vida en ese rincón olvidado.
Con la llegada de la primavera, Clara y Silas encontraron en su mutua compañía un nuevo sentido de pertenencia. El miedo dio paso a la ternura y, finalmente, al amor. Se casaron bajo las estrellas, prometiéndose amor, respeto y la valentía de seguir eligiéndose cada día, a pesar de los miedos y las cicatrices.
El otoño trajo consigo la noticia de un embarazo. Clara temía no ser suficiente, pero Silas la convenció de que su hijo crecería rodeado de amor y fortaleza. En marzo, nació Esperanza, una niña sana y fuerte. Al mirarla, Clara comprendió que su cuerpo, tantas veces despreciado, había dado vida; que su corazón, tantas veces herido, podía amar y ser amado de nuevo.
En la cabaña, entre risas, trabajo y sueños, Clara, Silas y Esperanza formaron una familia. El pasado de dolor quedó atrás, reemplazado por la certeza de que, a pesar de las adversidades, habían encontrado el hogar y la paz que tanto anhelaban. Clara, que un día suplicó no ser tocada, ahora se sabía digna de amor, valorada por quien era, y abrazada por quienes la veían de verdad.
Así, mientras la primavera transformaba las montañas, tres vidas renacían, unidas por el coraje de abrirse al otro y la esperanza de un futuro mejor.
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