“Mátame rápido”, suplicó — El soldado solitario levantó su falda… y vio lo que le habían marcado.

“Mátame rápido”, suplicó — El soldado solitario levantó su falda… y vio lo que le habían marcado.

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“Mátame Rápido”, Suplicó — El Soldado Solitario Levantó Su Falda… Y Vio Lo Que Le Habían Marcado

 

 

I. La Inmensidad Blanca

 

En la infinita blancura del invierno de Wyoming, donde el viento aullaba como un espíritu perdido sobre la llanura nevada, Clara se sentaba en su cabaña solitaria. La luz de la chimenea era su única compañía. Clara, de 37 años, vivía sola; las vigas de la cabaña, que ella y su difunto esposo Elías habían construido con sus propias manos, crujían bajo la presión del viento, manteniendo viva la memoria del hombre que había muerto tres años atrás en un accidente en el aserradero.

Sus días eran un ciclo de supervivencia y soledad: cortar leña hasta que le dolían los hombros, romper el hielo del arroyo congelado para sacar agua o sellar las paredes contra el viento silbante. Las noches eran silenciosas, llenas del crujir de la madera y el chisporroteo del fuego. Su única compañía era un viejo diario en el que escribía recuerdos de Elías, palabras que la protegían del olvido.

Una noche, cuando una ventisca sumió al mundo en un blanco impenetrable, Clara oyó un débil pero insistente golpe en la puerta. Su corazón dio un vuelco. Nadie llegaba a ese rincón remoto del valle, mucho menos en una tormenta como aquella. Tomó el viejo rifle que colgaba sobre la chimenea.

“¿Quién anda ahí?” Gritó, con la voz áspera por la desconfianza que los años de soledad habían forjado.

“¡Por favor!” llegó una voz débil, pero decidida desde el exterior, apenas audible. “Déjame entrar o estoy acabado.”

Clara luchó contra una chispa de compasión. Abrió la puerta apenas una rendija y el viento arrojó copos de nieve al interior. Frente a ella, estaba un hombre alto pero demacrado, con el rostro medio cubierto por una bufanda congelada. Su abrigo estaba rasgado y sus botas empapadas. Sus ojos, oscuros y penetrantes, buscaron los de ella, y en ellos había una mezcla de desesperación y una extraña fuerza.

“Entra,” murmuró finalmente Clara. “Pero nada de tonterías.”

El extraño se desplomó frente a la chimenea. Clara cerró la puerta y le entregó una manta. “Me llamo Jonás,” susurró él. Clara le ofreció café caliente y notó las callosidades en sus manos, marcas de trabajo arduo. “Estaba de paso. Quería cruzar las montañas, pero la tormenta me atrapó.”

La noche pasó en un silencio tenso. Clara sentía una extraña mezcla de desconfianza y curiosidad. Jonás emanaba una calma que, al mismo tiempo, la tranquilizaba y la inquietaba.

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II. Un Pasado Oculto

 

A la mañana siguiente, la tormenta no había amainado. Jonás se ofreció a cortar leña, a pesar de sus manos heridas. Clara lo observó a través de la ventana helada. Sus movimientos eran lentos, pero decididos.

“No tenías que hacer eso,” dijo ella al ver sus brazos pesados por el esfuerzo.

“No me echaste,” respondió él con una sonrisa torcida. “Es lo menos que puedo hacer.”

En los días siguientes, se desarrolló una rutina cautelosa. Jonás ayudaba donde podía: remendó un agujero en el tejado, reparó una silla tambaleante y paleó la nieve de la puerta. Clara compartía sus provisiones, aunque sabía que sus reservas eran escasas.

Una noche, mientras Clara cosía un desgarrón en el abrigo de Jonás, él le contó: “Yo también perdí a alguien. Mi hermana Abigail murió cuando éramos niños. Desde entonces he estado vagando, buscando algo.”

Clara lo miró. Por primera vez sintió que el muro alrededor de su corazón comenzaba a desmoronarse. “No me dejaste sola,” dijo ella.

La conexión creció en pequeños momentos silenciosos. Jonás le contó sobre sus viajes y Clara le habló de Elías, de los sueños que compartieron y de la cabaña que construyeron con amor.

Pero la calma era engañosa.

El séptimo día, cuando la tormenta amainó y el sol brilló débilmente a través de las nubes, Clara oyó el sonido de cascos en la distancia. Jonás se quedó inmóvil, su rostro palideció y sus manos se cerraron en puños.

“Hombres que me buscan,” dijo él, su voz tensa, casi un gruñido. “No te conté todo.”

Jonás reveló que cinco años atrás se vio envuelto en una pelea en un pueblo pequeño de Colorado. Un hombre murió, y aunque no fue por su mano, él fue acusado. Desde entonces, había estado huyendo de cazarrecompensas que lo perseguían por un crimen que no cometió.

Clara sintió que la ira y el miedo se agitaban en su interior, pero también un instinto protector. “No,” dijo con decisión. “Te quedas. Nos enfrentaremos a ellos juntos.”

 

III. La Defensa de la Cabaña

 

Los cazarrecompensas, cuatro en total, cabalgaron a través de la nieve con los rifles listos, sus rostros endurecidos por la codicia de la recompensa. Clara y Jonás atrincheraron la cabaña, empujaron la pesada mesa contra la puerta y apilaron leña para asegurar las ventanas.

“¡Entrégalo, mujer!” gritó el líder desde el exterior. “O quemaremos la cabaña y lo tomaremos por la fuerza.”

Clara se acercó a la puerta con el rifle en la mano y la abrió una rendija. “Váyanse ahora,” dijo su voz sin temblar. “O lo lamentarán.”

Los hombres rieron, pero Jonás disparó un tiro de advertencia al aire. El estruendo rompió el silencio del valle.

La pelea estalló. Los disparos resonaron y Clara y Jonás lucharon codo a codo, sus movimientos sincronizados como si hubieran peleado juntos durante años. Clara sintió que el miedo se desvanecía, reemplazado por una feroz determinación de proteger a este hombre que había hecho que su corazón volviera a latir.

Un cazarrecompensas cayó, otro huyó. El líder, furioso, cargó hacia la cabaña, pero Clara se interpuso en su camino con el rifle levantado. “¡Basta!” gritó, y su voz resonó como un trueno. En ese momento, los cazarrecompensas restantes huyeron.

Clara se desplomó en la nieve, su aliento visible en nubes blancas. Jonás se arrodilló a su lado, su mano en su hombro. “No me dejaste,” dijo, lleno de asombro.

 

IV. La Marca de la Legión

 

Los días después de la pelea fueron tranquilos. El vínculo entre Clara y Jonás se había vuelto irrompible. Hablaron sobre el futuro, sobre una vida más allá de la soledad. Clara le contó su sueño de cultivar un pequeño jardín que florecería en primavera. Jonás, de un lugar donde pudiera sentarse y no tuviera que seguir huyendo.

Una mañana, se sentaron juntos junto al fuego. Clara tomó su mano, sus dedos entrelazados.

“Quédate,” dijo ella. “Aquí está tu hogar.”

Jonás la miró. Sus ojos brillaban. “Me quedo,” susurró.

En ese momento, el mundo que había sido frío y vacío durante tanto tiempo se sintió vivo de nuevo. La cabaña, antes un lugar de duelo, ahora estaba llena de calor y vida, una promesa de que incluso en la tormenta más fría, un corazón podía latir.

Pero la paz de la cabaña era frágil. Una tarde, mientras Clara limpiaba las heridas de Jonás, vio una cicatriz profunda en su costado, cerca de la cadera. No era una herida cualquiera; era una marca, un símbolo grabado a fuego.

“¿Qué es esto?” preguntó Clara, horrorizada.

Jonás palideció. “Es… es una marca del pasado.”

“No,” insistió Clara, “esto no es una cicatriz. Es una marca.”

Jonás se levantó de golpe. Sus ojos estaban llenos de una desesperación que superaba el miedo a los cazarrecompensas. “Clara, tienes que prometerme que nunca se lo dirás a nadie. Nadie.”

“¿Decir qué? ¿Qué significa esta marca?”

Jonás, con la voz quebrándose, reveló la verdad. Él no solo había sido acusado de un crimen en Colorado. Él había sido un soldado en la guerra civil, parte de una unidad paramilitar que cometió atrocidades en las fronteras. La marca era el símbolo de su legión. La pelea en Colorado fue un intento de un antiguo compañero de silenciarlo. Jonás no estaba huyendo de cazarrecompensas por un crimen, sino de sus propios camaradas que temían que revelara la verdad sobre su pasado oscuro.

“Me llamo Jonás,” dijo. “Pero mi verdadero nombre es Marcus y fui un monstruo. Me han marcado de por vida. Mátame rápido, Clara,” suplicó, “antes de que lo que soy te haga daño.”

Clara lo miró. El hombre que había salvado su soledad, el hombre con quien había luchado codo a codo, era un fugitivo de una unidad criminal de guerra. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no de miedo, sino de una nueva y terrible comprensión.

Ella se acercó a él, levantó suavemente la camisa rasgada y tocó la marca. Su mente luchó por conciliar al hombre que había sido un asesino con el hombre que había reparado su tejado y le había dado calor.

“Yo no veo un monstruo,” susurró ella. “Yo veo al hombre que regresó por mí cuando los cazarrecompensas vinieron. Veo al hombre que lamenta su pasado y busca redención. Elías me enseñó que el pasado es pesado, pero el futuro es lo que construyes.”

Clara bajó su falda para ocultar la marca. “Nos quedamos, Jonás—Marcus. No vamos a huir, pero vamos a construir una vida tan buena, tan honesta, que la luz que creemos aquí borre la oscuridad de lo que fuiste.”

Y así, el amor de Clara por el soldado fugitivo se convirtió en un pacto. La cabaña, antes refugio de una viuda solitaria, se transformó en un santuario contra los fantasmas de una guerra civil que se negaban a morir, un lugar donde el amor se atrevió a desafiar la fatalidad.

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