El estudiante universitario que perdió su examen tras salvar a un presidente de empresa inconsciente, y cómo su vida cambió para siempre…
“A veces, la decisión correcta te lo cuesta todo, pero te da mucho más a cambio.”
Ethan Miller corría por las calles mojadas de Birmingham en su vieja bicicleta, con la mochila rebotando contra sus hombros. Eran las 8:45 a. m., exactamente quince minutos antes de que cerraran las puertas de la Universidad de Westbridge. Había llegado el momento: el examen final que decidiría si se graduaba o repetía otro año.
La llovizna matutina arreció, empapando su chaqueta, pero a Ethan no le importó. Había pasado noches en vela esperando este momento. Perdérselo no era una opción.
Pero el destino tenía otros planes.
Al girar hacia la calle principal, sus ojos captaron un movimiento repentino: un hombre con un traje gris oscuro que se desplomaba cerca de la parada del autobús. Al principio, Ethan pensó que se había tropezado, pero al acercarse, sintió un nudo en el estómago. El hombre no se movía. Su maletín estaba abierto a su lado, con papeles ondeando al viento.
La gente pasaba, mirándose, susurrando, grabando en sus teléfonos, pero nadie se detenía.
El instinto de Ethan se activó. Frenó en seco, tiró la bicicleta al suelo y corrió al lado del hombre.
“¿Señor? ¿Me oye?”, dijo, sacudiéndole el hombro. No hubo respuesta.
Ethan rápidamente le buscó el pulso. Nada. El pánico lo invadió, pero también la determinación. Llamó a una ambulancia con manos temblorosas y comenzó las compresiones torácicas, presionando rítmicamente con los brazos mientras la lluvia los salpicaba a ambos.
“¡Vamos, señor, respire!”, jadeó. Le dolían las palmas de las manos, pero no se detuvo. Los minutos parecieron horas antes de que un leve silbido saliera de la boca del hombre.
Entonces sonaron las sirenas.
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Cuando llegaron los paramédicos, tomaron el control rápidamente. Uno de ellos miró a Ethan, jadeante y empapado. “Lo hiciste bien, chico. Probablemente le salvaste la vida”.
Ethan logró asentir débilmente, pero se le encogió el corazón al mirar la hora en su teléfono: 9:05 a. m. El examen había comenzado. La puerta estaría cerrada.
Se quedó de pie en la acera mientras la ambulancia se alejaba, viéndola desaparecer entre el tráfico. La adrenalina lo abandonó, dejando solo agotamiento y temor.
Ese único acto de bondad, del que no se arrepentía, le había costado el futuro por el que había trabajado durante años.
Y mientras la lluvia seguía cayendo, el mundo de Ethan pareció derrumbarse con ella.
Tres días después, Ethan estaba sentado en su pequeño dormitorio, con la mirada perdida en sus libros de texto intactos. Ya había recibido el correo electrónico de la universidad: “Si no se presenta al examen final, será descalificado”.
Era oficial. No se graduaría.
Su teléfono vibraba de vez en cuando —amigos que preguntaban por su estado, profesores que expresaban su pesar—, pero no se atrevía a responder. ¿Cómo podía explicar que lo había perdido todo por no poder pasar junto a un desconocido que moría en la acera?
Entonces, una mañana, llegó un sobre blanco a su buzón. Sin remitente, solo su nombre escrito con letra clara: Ethan Miller.
Lo abrió.
Estimado Sr. Miller:
No me conoce, pero creo que salvó la vida de mi padre, Charles Bennett, la semana pasada. Es el presidente de Bennett & Co. Holdings. Los médicos dijeron que sin su ayuda inmediata, no habría sobrevivido. Mi padre me dijo que se perdió algo muy importante ese día por su culpa: su examen final.
Desea conocerlo en persona para expresarle su gratitud. Por favor, contáctenos al número que aparece a continuación. Atentamente,
Emma Bennett
Ethan parpadeó con incredulidad. Bennett & Co. era una de las corporaciones más grandes del Reino Unido, un nombre que solo había visto en las noticias de negocios.
Dudó, pensando que podría ser un error. Pero la curiosidad lo venció. Al día siguiente, recibió una llamada de un amable asistente que le organizaba una reunión en la sede de la empresa.
Al llegar, lo condujeron a una gran oficina con vistas al horizonte de la ciudad. Tras el escritorio de caoba estaba sentado el hombre al que había salvado: el mismísimo Charles Bennett.
“Señor Miller”, dijo el hombre mayor con cariño, levantándose con esfuerzo. “Es bueno conocer por fin al joven que me dio una segunda oportunidad”.
Ethan sonrió con nerviosismo. “Me alegra que esté bien, señor”.
Charles lo observó en silencio un momento y luego dijo: “Su universidad se negó a hacer una excepción, ¿verdad?”.
Ethan asintió. “Sí, señor. Las reglas son las reglas”.
La mirada del presidente se suavizó. “Entonces quizás sea hora de que alguien reescriba las reglas”.
Cogió el teléfono de su escritorio. “Emma, ponme con el decano de la Universidad de Westbridge”.
Ethan se quedó boquiabierto.
En una semana, recibió una carta oficial de la administración de la universidad. Gracias a una solicitud especial y al patrocinio de Bennett & Co., se le permitiría volver a presentar su examen final en “circunstancias humanitarias extraordinarias”.
Se sentía surrealista. La misma universidad que lo había despedido sin dudarlo ahora lo llamaba “un estudiante de integridad moral ejemplar”.
Ethan se quedó sin palabras. “Señor… no sé qué decir”.
“Entonces prométeme”, dijo Charles con dulzura, “que nunca dejarás de ser el tipo de hombre que actúa cuando otros dudan”.
Años después, Ethan recordaría aquella mañana lluviosa: el examen perdido, el extraño en la acera, la decisión que sintió como un desastre.
Pero no había destruido su futuro. Lo había definido.
Porque a veces, los momentos que parecen finales… son solo el principio.