Descubrió que su esposa fingía ser ciega para huir de un asesino
El amanecer se filtraba por las rendijas de las persianas, tiñendo de un color ámbar las paredes del pequeño apartamento de Madrid. Marcos se desperezó con lentitud, estirando el brazo hacia el otro lado de la cama. Vacío.
No era raro. Últimamente, Lucía solía levantarse temprano, alegando que el insomnio la vencía antes del alba. Desde aquel accidente hacía casi un año, su vida —y la de él— se había teñido de silencios.
Lucía había perdido la vista en un atropello frente al Retiro. O eso creía Marcos.
El médico había dicho que el trauma en el nervio óptico era irreversible. Y él, conmovido, había aceptado la sombra de esa nueva realidad sin cuestionar. Pero desde hacía semanas, algo no encajaba.
Pequeños detalles.
Como cuando ella esquivaba instintivamente la taza que él dejaba al borde de la mesa.
O cuando su mirada se clavaba fugazmente en el reflejo del televisor apagado.
O aquella vez que, sin querer, dijo: “Apaga esa luz, me duele la cabeza”.
Marcos la amaba. O al menos eso creía. Pero amarla significaba también entenderla… y últimamente, no la entendía en absoluto.
Esa mañana decidió seguirla.
Lucía le había dicho que iba al centro de rehabilitación para personas ciegas, un edificio gris en la calle Embajadores. Salió con su bastón blanco, gafas oscuras y ese paso lento, aprendido, ensayado. Marcos esperó cinco minutos antes de salir, con la chaqueta en la mano y el corazón palpitando con una mezcla de miedo y culpa.
La siguió desde lejos, entre la multitud de una ciudad que despertaba. Ella caminaba con una precisión casi perfecta, pero había algo en la forma en que giraba en cada esquina… una fluidez demasiado natural.
No se detuvo en el centro de rehabilitación.
Tomó un desvío, entró en una cafetería, pidió un café solo y un croissant.
Y lo hizo mirando directamente al camarero.
Marcos sintió un vértigo en el pecho.
Era como si la realidad se hubiera agrietado ante sus ojos.
Esperó. Observó.
Lucía se sentó junto a la ventana, sacó de su bolso un pequeño teléfono con pantalla táctil y comenzó a escribir mensajes. Sin voz. Sin vacilación.
Cuando el móvil vibró sobre la mesa, lo miró. No se orientó hacia el sonido, lo miró directamente.
Marcos no supo si gritar, correr o llorar.
El mundo se le vino abajo en silencio.
Esa noche, ella volvió a casa como si nada.
El olor a su perfume llenó el aire cuando se acercó a besarlo.
—¿Todo bien, amor? —preguntó con esa voz dulce que tanto lo había consolado durante meses.
Él asintió, fingiendo una sonrisa.
Pero dentro de sí, algo se había encendido: la sospecha ya no era un susurro, sino un rugido.
Los días siguientes, Marcos se dedicó a observarla con cuidado. Notó cómo fingía tropezar con los muebles, cómo tanteaba las paredes con el bastón cuando él estaba presente. Pero en cuanto se quedaba sola, sus movimientos se volvían seguros, precisos.
Una tarde, decidió enfrentarse a ella.
Pero antes de hacerlo, revisó su teléfono. No por desconfianza —se dijo— sino por necesidad.
Lo que encontró lo dejó helado.
Decenas de mensajes con un número desconocido.
Mensajes que hablaban de miedo, de huida, de “él”.
“No puedo seguir escondiéndome así.”
“Marcos no debe saberlo.”
“Si me encuentra, me matará.”
¿Quién era él?
¿A quién temía tanto Lucía?
Esa misma noche, la siguió de nuevo.
Ella tomó un taxi en la Gran Vía y bajó en Lavapiés, frente a un edificio antiguo. Entró rápido, mirando hacia todos lados.
Marcos esperó unos minutos y subió tras ella.
La encontró en un apartamento semivacío, hablando con un hombre de rostro demacrado. Su voz temblaba:
—No puedo seguir así, Raúl. Él sospecha.
—Lucía, tranquila —dijo el hombre—. No puede saber que sigues viva.
Marcos sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies.
¿Sigue viva? ¿Qué demonios significaba eso?
Golpeó la puerta, y ambos se quedaron helados.
Lucía se giró con los ojos abiertos de par en par, ya sin las gafas oscuras, sin el bastón, sin la máscara.
—Marcos… —susurró—. No tenías que venir.
Lo que siguió fue una conversación entre la incredulidad y la desesperación.
Lucía le contó todo.
El atropello nunca había sido un accidente. Había sido un intento de asesinato.
Raúl, el hombre que Marcos veía ahora frente a él, era un exinspector de policía que la había ayudado a fingir su muerte y desaparecer.
El asesino era su exjefe: un empresario poderoso al que Lucía había denunciado por blanqueo de dinero y corrupción.
Marcos se sentó, en shock.
Todo encajaba.
El miedo en su mirada, el cambio de domicilio, los silencios, los viajes repentinos de “rehabilitación”.
Ella había fingido ser ciega para poder vivir.
Para huir.
Para protegerlo a él también.
Pero su farsa estaba llegando a su fin.
Porque alguien más ya la había encontrado.
Tres noches después, el apartamento de Lavapiés ardió en llamas.
Raúl murió dentro.
Lucía desapareció.
Y Marcos fue interrogado durante horas, sin respuestas que ofrecer.
Semanas después, recibió una carta sin remitente. Dentro, una sola frase escrita con tinta azul:
“Perdóname. La oscuridad me salvó una vez. Quizás lo haga de nuevo.”
Desde entonces, cada vez que ve una mujer con gafas oscuras en el metro, su corazón se detiene un instante.
Porque nunca sabe si es ella…
O su fantasma.