“Aguantarás cada centímetro, hasta que ya no puedas caminar más”, le dijo el granjero gigante a la hija del pastor.
Leticia y el Forastero: Un Romance en el Sertão
Era una tarde cualquiera en el sertón de Minas Gerais, donde el sol teñía el horizonte con tonos dorados y naranjas, y el viento cálido acariciaba las hojas secas de los cafetales. Leticia, con apenas 22 años, vivía en una jaula dorada, encerrada en la estricta moralidad impuesta por su padre, el pastor Antônio. Desde pequeña, había sido educada para obedecer, para ser pura y sumisa, preparándose para un matrimonio arreglado con el hijo de un hacendado vecino. Pero esa tarde, todo cambió.
Leticia estaba en el alpendre, organizando los libros sagrados para el culto nocturno, cuando avistó una silueta imponente que se recortaba contra el horizonte. Era un hombre, montado en un caballo alazán que parecía pequeño frente a su corpulencia. El forastero era fácilmente más alto de dos metros, con hombros tan anchos que parecía capaz de derribar puertas sin esfuerzo. Su andar, seguro y confiado, emanaba una presencia que no temía ni a hombres ni a demonios.
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El corazón de Leticia comenzó a latir con fuerza. Su padre siempre había advertido sobre las tentaciones de la carne, sobre los peligros de los hombres como ese, pero nunca había preparado a su hija para un encuentro como este.
Cuando el hombre desmontó, su movimiento fue tan elegante que contrastaba con su tamaño descomunal. Se quitó el sombrero de cuero, revelando un cabello oscuro desordenado por el viento. Sus ojos, de un castaño tan profundo que parecían negros, se posaron en Leticia, y ella sintió como si él pudiera ver más allá de sus ropas recatadas, directamente hacia el alma inquieta que ella escondía bajo capas de obediencia.
—Buenas tardes, señorita —dijo el hombre, su voz grave y arrastrada propia del sertón resonando en el aire cálido—. Busco trabajo. Escuché que el pastor Antônio necesita manos fuertes para la cosecha.
Leticia debería haber llamado a su padre de inmediato, debería haber mantenido distancia como le habían enseñado. Pero algo en la presencia de aquel hombre la mantenía paralizada, fascinada por el peligro que él representaba.
—Mi padre está en la ciudad —logró decir, su voz más débil de lo que pretendía—. Regresa al anochecer.
El hombre sonrió, y fue como si el sol del sertón se hiciera aún más cálido.
—Entonces, supongo que debo esperar. ¿Dónde puedo dar agua a mi caballo?
Leticia señaló el bebedero, pero cuando él comenzó a alejarse, se escuchó decir:
—Debe tener hambre. Puedo prepararle algo.
No sabía de dónde venía esa osadía. Nunca había estado sola con un hombre extraño, mucho menos con alguien que emanaba ese tipo de peligrosidad primitiva. Pero había algo magnético en él, algo que despertaba una curiosidad ardiente que Leticia había reprimido toda su vida.
En la cocina, mientras preparaba café y cortaba pan de queso, Leticia sentía el peso de la mirada de João, como él se presentó, sobre ella. João se recostó contra el marco de la puerta, observando cada movimiento con una intensidad que la hacía temblar.
—¿Tiene miedo de mí, Leticia? —preguntó él, sorprendiéndola al saber su nombre.
—No —mintió ella, girándose para enfrentarlo—. ¿Por qué debería tener miedo?
João avanzó hacia el interior de la cocina, y el espacio que antes parecía amplio se encogió drásticamente.
—Porque soy exactamente el tipo de hombre que su padre le enseñó a evitar —respondió él, deteniéndose a centímetros de ella.
Leticia podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo, el olor a cuero, tierra y algo salvaje.
—Porque miro a usted y veo una jaula dorada esperando ser abierta.
El corazón de Leticia latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo.
—Usted no me conoce —susurró ella, pero sus palabras carecían de convicción.
—¿No? —Los dedos de João rozaron suavemente su rostro, dejando un rastro ardiente en su piel—. Conozco los ojos de quienes viven enjaulados. Conozco el deseo de libertad que usted intenta esconder detrás de esas ropas y oraciones.
Leticia debería haberse alejado. Debería haber gritado, expulsado a aquel hombre tentador de su casa. Pero en lugar de eso, se inclinó hacia su toque, como una flor sedienta que se vuelve hacia la lluvia.

—Mi padre lo matará si lo encuentra aquí conmigo —advirtió ella.
—Su padre —dijo João, con una sonrisa peligrosa—, es exactamente el motivo por el que vine.
Él se alejó, dejando a Leticia confundida y extrañamente decepcionada.
João explicó que había oído hablar del pastor Antônio y de cómo mantenía a su hija encerrada en la fazenda, lejos del mundo, como si la inocencia forzada fuera una virtud.
—Usted no entiende nada sobre mi vida —respondió Leticia, sintiendo la ira arder en su pecho.
—Entiendo más de lo que imagina —replicó João, sirviéndose del café con una postura relajada, aunque sus ojos seguían fijos en ella—. Entiendo que usted nunca ha visto más allá de estas tierras, nunca ha bailado un forró, nunca ha reído libremente, nunca ha sentido la emoción de hacer algo solo porque lo deseaba.
Las palabras de João golpearon a Leticia como puñetazos, porque eran dolorosamente ciertas. Toda su vida había sido una serie de “no puede” y “no debe”. Su padre predicaba amor y salvación, pero gobernaba su casa con puño de hierro, especialmente en lo que respectaba a su única hija.
—¿Y qué propone usted? —preguntó Leticia, sorprendida por su propia audacia—. ¿Que lo abandone todo? ¿Mi familia, mi reputación?
João dejó la taza y caminó hacia ella nuevamente. Esta vez, se detuvo tan cerca que sus cuerpos casi se tocaban.
—Propongo que viva, aunque sea por un momento. Que sienta lo que es hacer elecciones, tener deseos, ser dueña de sí misma.
La mano de João encontró su cintura, y Leticia jadeó ante el contacto. Nunca había sido tocada así, con esa mezcla de reverencia y posesividad. Era incorrecto, pecaminoso, exactamente el tipo de cosas contra las que había sido advertida desde niña.
Y aun así, cuando João inclinó su rostro hacia el de ella, Leticia no se retiró.
—Va a soportar cada centímetro —murmuró él contra su piel—, hasta que no pueda caminar más.
Pero esta vez, las palabras tenían un significado diferente, más profundo. No era solo una amenaza física, sino una promesa de transformación, de romper las cadenas que la aprisionaban.
Los labios de João estaban a milímetros de los de ella cuando el sonido de cascos resonó afuera. El pastor Antônio había regresado más temprano de lo esperado. João se alejó con la misma rapidez con la que se había acercado, saliendo por la puerta trasera antes de que Leticia pudiera reaccionar.
Esa noche, durante la cena silenciosa, Leticia apenas pudo comer. Su padre anunció que había contratado a un nuevo trabajador que comenzaría al día siguiente, un hombre grande que parecía capaz de hacer el trabajo de tres.
Leticia sabía quién sería, y el conocimiento enviaba ondas de anticipación y terror a través de su cuerpo. João estaría allí, día tras día, una tentación constante, un recordatorio vívido de todo lo que ella no podía tener.
Pero tal vez, solo tal vez, él también fuera la llave de su libertad.
La historia continúa con días llenos de tensión, miradas furtivas y momentos robados entre João y Leticia. Su conexión crece, desafiando las normas y las expectativas que los rodean. João le muestra a Leticia un mundo más allá de la fazenda, un mundo donde ella puede ser libre y dueña de su destino.
Finalmente, Leticia toma la decisión de abandonar su vida pasada, dejando atrás la jaula que su padre había construido para ella. Aunque João se marcha, su impacto en Leticia es profundo y transformador.
Leticia se embarca en un viaje hacia la libertad, hacia el descubrimiento de quién es realmente, llevando consigo el recuerdo de un hombre que le mostró cómo vivir.
Una historia de amor, deseo y emancipación que desafía las tradiciones y celebra el poder de elegir nuestro propio camino.