Un joven multimillonario rescata a una niña inconsciente aferrada a dos bebés gemelos en una plaza invernal.
Pero cuando despierta en su mansión, un secreto impactante lo cambia todo.
Jack Morrison observaba la nieve caer a través de los amplios ventanales de su ático en la Torre Morrison.
El reloj digital de su escritorio marcaba las 11:47, pero el joven multimillonario no tenía intención de irse a casa.
A sus 32 años estaba acostumbrado a las noches de trabajo solitarias, una rutina que le ayudó a triplicar la fortuna que le dejaron sus padres en tan solo 5 años.
Sus ojos azules reflejaban las luces de la ciudad mientras se masajeaba las sienes, intentando combatir la fatiga.
El último informe financiero seguía abierto en su portátil, pero las palabras empezaban a nublarse ante sus ojos.
Necesitaba un poco de aire fresco.
Tomó su abrigo de cachemira italiana y se dirigió al taller, donde lo esperaba su Astón Martín.
La noche era excepcionalmente fría, incluso para los estándares de diciembre en Nueva York.
El termómetro del coche marcaba -5º, 23º Fahrenheit y el pronóstico indicaba que las temperaturas bajarían aún más durante la madrugada.
Jack condujo sin rumbo durante unos minutos, dejándose tranquilizar por el suave ronroneo del motor.
Sus pensamientos vagaban entre números, gráficos y la soledad que sentía últimamente.
Sara, su ama de llaves durante más de una década, insistía en que necesitaba abrirse al amor, como ella lo expresaba.
Pero tras el desastre de su última relación con Victoria, una mujer de la alta sociedad que solo se interesaba por su fortuna, Jack decidió dedicarse exclusivamente a los negocios.
Sin darse cuenta terminó cerca de Central Park.
El lugar estaba completamente desierto a esa hora, salvo por unos cuantos trabajadores de mantenimiento que trabajaban bajo el resplandor amarillento de las farolas.
La nieve seguía cayendo en gruesos copos, creando un paisaje casi irreal.
“Quizás un paseo ayude”, murmuró para sí.
Al aparcar el coche, el aire gélido le golpeó la cara como pequeñas agujas al salir.
Sus zapatos italianos se hundieron en la nieve blanda mientras caminaba por los senderos del parque, dejando huellas que rápidamente se rellenaron con más nieve.
El silencio era casi absoluto, roto solo por el crujido ocasional de sus pasos.
Fue entonces cuando lo oyó.
Al principio pensó que era solo el viento, pero había algo más, un sonido débil, casi imperceptible, que despertó todos sus instintos.
Llorando, Jack se detuvo intentando descifrar de dónde venía.
Volvió a sonar un poco más claro esta vez desde el área de juegos.
Su corazón se aceleró mientras se acercaba con cautela.
El parque infantil estaba completamente cubierto de nieve.
Los columpios y toboganes parecían estructuras fantasmales bajo la tenue luz de las farolas.
El llanto se hizo más audible.
Venía de detrás de unos arbustos nevados.
Jack rodeó la vegetación y casi se le para el corazón.
Allí, parcialmente cubierta por la nevada, yacía una niña.
No debía de tener más de 6 años y solo llevaba un abrigo fino, totalmente inadecuado para ese clima.
Pero lo que más le sorprendió fue darse cuenta de que ella apretaba dos pequeños bultos contra su pecho.
“Bebés, Dios mío”, exclamó arrodillándose inmediatamente en la nieve.
La niña estaba inconsciente con los labios de un aterrador color azulado.
Con dedos temblorosos le tomó el pulso.
Era débil, pero presente.
Los bebés empezaron a llorar más fuerte al sentir movimiento.
Sin perder tiempo, Jack se quitó su abrigo y envolvió a los tres niños en él.
Sacó su teléfono.
Sus manos temblaban tanto que casi lo dejó caer.
“Dr. Peterson, sé que es tarde, pero es una emergencia.”
Su voz sonó tensa y controlada…………..
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