En las afueras de Montevideo, en una zona olvidada por las rutas y los presupuestos, vivía Ernesto, un hombre de 70 años con lentes gruesos, manos temblorosas y una pasión inquebrantable por los libros.
No tenía muchos. Apenas quince. Pero los había leído tantas veces que podía recitarlos de memoria, como si fueran canciones.
Un día, caminando frente a un terreno baldío lleno de basura y grafitis, tuvo una idea: levantar una biblioteca. Sin paredes. Sin techo. Sin permiso.
Solo con voluntad.
Empezó con cuatro cajas de frutas de madera, que clavó a una pared descascarada. Las limpió, las barnizó con aceite viejo… y en cada una colocó algunos de sus libros.
Puso un cartel hecho a mano, con letra temblorosa pero clara:
“BIBLIOTECA POPULAR DON ERNESTO – Llévese uno, deje otro. O solo siéntese a leer.”
Los primeros días nadie se acercó. Algunos miraban desde lejos. Otros se reían.
—¿Quién va a leer acá? —decían.
—¿Y si se roban los libros?

Pero Ernesto no se inmutaba.
—Prefiero que me roben un libro a que se pudra en una caja.
Entonces llegaron los niños. Primero uno. Luego tres. Después, diez. Se sentaban en el suelo, leían por ratos, preguntaban, reían.
—¿Este es el final o falta una página?
—¿Quién escribió esto?
—¿Y usted conoció a ese autor?
Ernesto respondía con entusiasmo. Se convirtió en un contador de historias, en maestro improvisado, en bibliotecario de un lugar sin puertas.
Con el tiempo, los vecinos comenzaron a donar libros. Traían enciclopedias viejas, novelas rotas, cuentos infantiles. Ernesto los limpiaba, los reparaba con cinta adhesiva, les escribía dentro la fecha de llegada y una frase:
“Este libro encontró su lector. Cuídalo.”
Un día, una mujer joven se le acercó con una caja.
—Mi padre murió hace poco. Era profesor. Quiero donar sus libros.
—Gracias, hija —dijo Ernesto, emocionado—. Aquí van a seguir enseñando.
Con esos nuevos ejemplares, la biblioteca creció. Ya no eran solo cajas. Ahora había estanterías hechas con pallets, bancos pintados a mano, una sombrilla donada para el sol, y hasta una libreta donde los niños escribían reseñas con faltas de ortografía y ternura.
Pero lo más especial fue el “libro invisible”.
Un cuaderno sin letras, que Ernesto dejó con un cartelito:
“Escribe aquí la historia que aún no existe.”
Y allí comenzaron a brotar poemas, confesiones, sueños. Uno escribió:
“Quiero volar pero no tengo alas, por eso leo.”
Ernesto no tenía Internet, ni redes sociales. Pero su biblioteca llegó a boca de todos. Un día, una periodista local lo entrevistó. Le preguntó:
—¿Por qué hace esto?
Él respondió:
—Porque nadie debería morir sin haber leído un libro que le haya salvado la vida.
Hoy, la Biblioteca Popular Don Ernesto sigue ahí. Y aunque él ya no está, sus lentes cuelgan de un clavo, como símbolo.
Y bajo ellos, en una pizarra que los niños aún limpian cada semana, se lee:
“Los libros no necesitan techo. Solo alguien que los abra.”