PART2: ¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró

PART2: ¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró

El regreso de Doña Refugio

Años después de la muerte de Doña Refugio, el rancho “Las Tres Cruces” se había convertido en una leyenda viviente. Bajo la dirección de Epifanio Salazar, el flaco que una vez fue comprado por cincuenta dólares, el rancho prosperó como nunca antes. Los campos estaban llenos de ganado robusto, los vaqueros trabajaban con respeto y lealtad, y el hijo de la viuda, Crisóbal Epifanio Enas Salazar, ya era un joven de dieciocho años, tan alto como su madre y con la fuerza de un toro.

.

.

.

Sin embargo, algo oscuro se cernía sobre el rancho. Las noches eran cada vez más inquietantes. Los vaqueros comenzaron a murmurar sobre una presencia extraña que rondaba el corral al caer la luna. Decían que veían una sombra gigantesca, más alta que cualquier hombre, caminando entre los saguaros. Algunos juraban haber escuchado la risa profunda de una mujer, una risa que hacía callar a los coyotes y helaba la sangre en las venas.

—Es Doña Refugio —susurraban—. Ha regresado del más allá.

Epifanio desestimaba los rumores, aunque en el fondo sentía un escalofrío cada vez que miraba hacia el mezquite gigante donde descansaba su esposa. Había noches en las que se despertaba de golpe, con el corazón latiendo como un tambor, convencido de que alguien lo observaba desde las sombras.

Pero la vida en el rancho continuaba. Una tarde, mientras Crisóbal practicaba con el lazo en el corral, un grupo de jinetes llegó al rancho. Eran hombres desconocidos, vestidos de negro, con sombreros de ala ancha que ocultaban sus rostros. El líder, un hombre alto y delgado con una cicatriz que le cruzaba el rostro, desmontó de su caballo y se dirigió hacia Epifanio.

—¿Es usted Epifanio Salazar? —preguntó con voz áspera.

—¿Quién lo pregunta? —respondió Epifanio, con la mano descansando sobre el mango de su machete.

—Soy el hijo de Don Crisóbal Enas.

Un silencio sepulcral cayó sobre el rancho. Los vaqueros dejaron de trabajar, y Crisóbal, que observaba desde el corral, sintió que la sangre le hervía en las venas.

—Eso es imposible —dijo Epifanio, dando un paso al frente—. Don Crisóbal no tuvo hijos.

El hombre sonrió, mostrando unos dientes amarillos y torcidos.

—¿Está seguro de eso? Mi madre era una mujer yaqui que trabajaba en el rancho antes de que usted llegara. Don Crisóbal la dejó embarazada y luego la echó como si fuera basura. Yo soy el fruto de esa traición.

Epifanio sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. ¿Podía ser cierto? ¿Había otro hijo de Don Crisóbal, un hombre que ahora reclamaba su lugar en “Las Tres Cruces”?

—No tengo pruebas —continuó el hombre—, pero no las necesito. Usted sabe que llevo la sangre de los Enas. Míreme bien. ¿No me parezco a mi padre?

Epifanio lo miró de arriba abajo. Había algo en la forma en que el hombre se movía, en la manera en que su sombra parecía alargarse bajo el sol poniente, que le recordó a Don Crisóbal. Pero antes de que pudiera responder, Crisóbal, el hijo de Doña Refugio, salió del corral, con el lazo aún en la mano.

—No importa quién seas —dijo con voz firme—. Este rancho es de mi familia. Mi madre y mi padre lo construyeron con sangre y sudor. No permitiré que un extraño venga a reclamar lo que no le pertenece.

El hombre de la cicatriz rió, pero no era una risa alegre.

—Muchacho, no tienes idea de con quién estás hablando. Este rancho me pertenece por derecho, y no me iré sin lo que es mío.

El duelo de los gigantes

La tensión en el aire era palpable. Los vaqueros se reunieron alrededor, formando un círculo. Sabían que esto no terminaría con palabras. El hombre de la cicatriz desmontó su caballo y se quitó el sombrero, dejando al descubierto un rostro endurecido por el sol y las cicatrices de una vida de violencia.

—Haremos esto como hombres —dijo, sacando un cuchillo largo y afilado—. Un duelo. Si gano, el rancho es mío. Si pierdo, me iré y nunca volveré.

Crisóbal dio un paso al frente, pero Epifanio lo detuvo.

—No, hijo. Esto es asunto mío.

Epifanio, ahora un hombre de mediana edad con canas en el cabello, tomó el machete que llevaba a su lado. Aunque no era tan alto ni tan fuerte como su oponente, había pasado toda su vida trabajando en el rancho, enfrentándose a toros salvajes y al desierto implacable.

El duelo comenzó bajo la mirada atenta de los vaqueros. Los dos hombres se movían en círculos, estudiándose mutuamente. El hombre de la cicatriz atacó primero, lanzando una estocada rápida que Epifanio apenas logró esquivar. El machete de Epifanio brilló bajo el sol mientras bloqueaba el ataque y contraatacaba con un movimiento preciso.

El duelo fue feroz y sangriento. Los cuchillos chocaban con un sonido metálico, y el sudor y la sangre caían al suelo como lluvia. Finalmente, con un grito de furia, Epifanio logró desarmar a su oponente y lo derribó al suelo.

—¡Lárgate de aquí! —gritó Epifanio, apuntándole con el machete al cuello—. No tienes nada que reclamar en este rancho.

El hombre de la cicatriz, derrotado y humillado, se levantó lentamente.

—Esto no ha terminado —dijo, antes de montar su caballo y desaparecer en el horizonte.

 

El legado de Doña Refugio

Esa noche, mientras el rancho volvía a la calma, Epifanio se sentó junto al mezquite donde descansaba Doña Refugio. Miró la lápida y suspiró.

—Refugio, si estuvieras aquí, sabrías qué hacer. Siempre supiste cómo enfrentar a los demonios, incluso a los que llevamos dentro.

De repente, un viento cálido sopló entre los árboles, y Epifanio sintió una presencia a su lado. No estaba solo. Miró hacia el cielo y vio una sombra alta y majestuosa proyectada contra la luna llena. Era ella.

—Epifanio —susurró una voz que parecía venir del viento—. Protege lo que construimos juntos. Nuestro hijo es fuerte, pero necesita un maestro. No dejes que el pasado destruya nuestro futuro.

Epifanio cerró los ojos, dejando que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

—Lo haré, Refugio. Lo prometo.

A partir de esa noche, Epifanio dedicó cada momento de su vida a preparar a Crisóbal para ser el líder que el rancho necesitaba. Le enseñó todo lo que sabía, desde cómo manejar el ganado hasta cómo enfrentarse a los hombres que querían arrebatarles lo que era suyo.

Los años pasaron, y Crisóbal creció para convertirse en un hombre aún más grande y fuerte que su padre. Bajo su liderazgo, “Las Tres Cruces” se convirtió en el rancho más próspero de todo Sonora. Pero nunca olvidó las enseñanzas de su padre ni el legado de su madre.

En las noches de luna llena, cuando el viento soplaba entre los saguaros y el desierto se llenaba de susurros, Crisóbal solía mirar hacia el mezquite gigante donde descansaba su madre. Y aunque nunca lo admitió en voz alta, juraba que a veces veía la sombra de una mujer altísima, caminando entre los corrales, vigilando el rancho que había construido con sus propias manos.

“Aquí yace Refugio Enas, nueve pies de mujer, madre de gigantes. Me compró por cincuenta dólares. Valía más que todo el oro de Sonora.”

El viento del desierto sigue soplando, y la leyenda de “Las Tres Cruces” vive en cada rincón de Sonora, donde el nombre de Doña Refugio y su dinastía de gigantes nunca será olvidado.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News