La chica rica que humilló a la “apestosa”… hasta que descubrió una verdad que cambió su mundo para siempre
El primer murmullo rozó la espalda de Lena antes de que pudiera llegar a su pupitre.
—Dios… huele fatal.
Alguien fingió vomitar; otro añadió entre risas:
—Parece que ha salido de una alcantarilla.
Lena apretó los libros contra el pecho. Sabía perfectamente de quién hablaban: de ella, como siempre. No importaba lo silenciosa que caminara, ni lo rápido que se sentara, ni cuántas veces se duchara con agua helada; el olor no desaparecía. No era culpa suya. Era aquel apartamento oscuro, sin luz, sin agua caliente, sin dinero para jabón ni electricidad.
Pero el instituto no era un lugar para explicaciones. Era un océano lleno de tiburones.
Y Avery era la reina de todos ellos.
—¿Quién ha dejado entrar al cubo de basura humano? —su voz resonó con una seguridad cruel, envuelta en perfume caro y en la sudadera de última marca.
Las risas explotaron.
—¡Avery, basta! —gruñó la profesora Antunes—. Una palabra más y tendrás detención.
Pero el daño ya estaba hecho. Lena se hundió en su asiento con el rostro ardiendo.
Cuando la maestra anunció los equipos para el proyecto final, el destino decidió clavar el cuchillo.
—Lena, trabajarás con Avery —dijo, sin sospechar la tragedia que acababa de sembrar.
Un gemido surgió desde la primera fila.
—¿Qué? ¡No! No quiero trabajar con la apestosa, me contagiará su olor.
—Una semana de detención, Avery —sentenció la profesora.
Avery rodó los ojos, encogiéndose de hombros.
—Vale la pena —murmuró, lanzándole a Lena una mirada venenosa.
Lena deseó desaparecer, disolverse entre las sombras.
Esa noche el aire del apartamento era espeso, caliente, inmóvil. Los ventiladores muertos descansaban como reliquias inútiles. Su madre trataba de sonreír mientras ponía sobre la mesa un tupper con sobras de restaurante.
—Lo siento, cariño. Llevan horas fuera de la nevera… pero al menos hay algo que comer.
—Está bien, mamá —susurró Lena, tragando el trozo tibio sin protestar.
Su madre le acarició el cabello con ternura cansada.
—Aún nada de tu padre, pero no pasa nada. Tú y yo podemos con esto. Siempre lo hacemos.
Lena asintió, aunque tenía un nudo en la garganta. Solo quería ducharse, oler a limpio, dejar de ser un blanco fácil. Pero el agua era helada, y el moho del baño olía a vergüenza. Se frotó con toallitas y hojas de suavizante que encontró en la basura de la lavandería, intentando disfrazar la pobreza.
No fue suficiente.
Al día siguiente, Avery la olfateó con una sonrisa cruel.
—Ah, así que ahora hueles a suavizante usado. Pobre gente y sus trucos baratos… —dijo levantando la hoja arrugada como si fuera una prueba forense—. Perfume de pobres.
Las carcajadas le cortaron el aire a Lena como cuchillas.
—¡Avery! —gritó la profesora—. Otra detención, esta misma tarde.
Avery se encogió de hombros y sonrió.
—Se lo merece.
El mundo de Lena se vino abajo unos días después. Su madre se derrumbó en el suelo de la cocina, con las manos temblando.
—Nos van a desalojar, cariño… Lo intenté todo, lo juro.
El casero vendría a la mañana siguiente.
Lena abrazó a su madre con fuerza.
—Está bien. Tú y yo, ¿recuerdas? Lo resolveremos.
Pero no tenía ni idea de cómo.
El golpe en la puerta llegó demasiado pronto. Lena la abrió… y el tiempo se detuvo.
Avery.
Y junto a ella, un hombre alto, elegante, con una carpeta en la mano.
—¿Tú vives aquí? —preguntó Avery, incrédula.
El hombre miró más allá de Lena, hacia la mujer que estaba detrás.
—¿Cindy? ¿Eres tú?
La madre de Lena se llevó una mano a la boca.
—Tony… No sabía que eras el dueño del edificio.
El aire se volvió pesado, lleno de recuerdos que nadie había invitado.
Avery miró alrededor, viendo por primera vez las paredes desconchadas, el frigorífico vacío, la manta fina doblada en el sofá. Su expresión de superioridad se desmoronó.
Lena solo quería que la tierra la tragara, pero su madre ya hablaba, explicando lo que nunca había contado: el padre que las abandonó, los turnos dobles en el restaurante, las facturas que la ahogaban.
El silencio dolía.
Tony, el padre de Avery, dio un paso adelante.
—Cindy, has trabajado demasiado. No mereces esto. Escucha, venid a casa. Las dos. Hasta que podáis levantaros otra vez.
—No, Tony, eso es demasiado.
—Por favor —insistió él—. Tendréis vuestro propio cuarto, agua caliente, un respiro.
—¿Qué? —protestó Avery, asustada por el giro del destino.
—Suficiente, Avery —dijo su padre, cortante pero sereno—. Es lo correcto.
Por primera vez, Avery no respondió.
Los días siguientes fueron un sueño extraño. Lena dormía en una cama blanda, bajo sábanas que olían a lavanda. Pasaba los dedos por el grifo, dejando que el agua caliente la envolviera, casi con lágrimas.
En el colegio, los murmullos seguían, pero algo cambió.
—Está conmigo —dijo Avery una mañana, cuando una chica murmuró algo cruel.
Lena levantó la vista. Avery, la misma que la había destrozado con palabras, la estaba defendiendo.
No fue de un día para otro. Avery seguía siendo sarcástica, impaciente, algo mimada. Pero las conversaciones nocturnas sobre el proyecto, en aquella cocina iluminada, se convirtieron poco a poco en charlas reales.
—No sabía nada —confesó Avery, con la voz quebrada—. Pensé que simplemente no te importaba nada.
—Nunca preguntaste —respondió Lena.
Avery tragó saliva.
—Tienes razón. Te juzgué sin saber. Y… lo siento.
Esa disculpa pesaba más que todo el oro del mundo.
Semanas después, presentaron su proyecto ante la clase. Lena habló con voz firme, serena. Avery, a su lado, la apoyó con una pasión sincera.
Cuando terminaron, la profesora Antunes sonrió.
—Excelente trabajo, chicas. Así se hace.
Lena sintió algo nuevo, una luz que la llenó desde dentro. Ya no era “la apestosa”. No era “la pobre”. Era simplemente Lena.
Avery la empujó suavemente mientras volvían a sus asientos.
—Hicimos buen equipo, ¿eh?
Lena sonrió.
—Sí… lo hicimos.
Y esta vez, las palabras de Avery sonaron reales.
Ese verano, la madre de Lena empezó a trabajar para Tony. Poco a poco, la vida comenzó a estabilizarse. Avery y Lena siguieron viéndose, al principio con cautela, luego con cariño sincero.
Porque a veces los peores bullies no son monstruos. Solo están ciegos.
Y cuando los ojos se abren, el corazón también lo hace.