LOS ÚLTIMOS DOS BAILES

LOS ÚLTIMOS DOS BAILES

En la inmensidad blanca del estrecho de la Antártida, donde el hielo cruje como un viejo piano y el viento habla en susurros, vivían dos pingüinos emperador: Anuk y Tova.

No eran jóvenes. De hecho, en su colonia, eran los más viejos. Su andar era lento, sus plumas opacas, y sus alas —aunque no volaban— cargaban la historia de muchos inviernos.
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—¿Hoy danzamos? —preguntaba Tova cada mañana, mientras el sol apenas asomaba en el horizonte congelado.

—Si tus patas aún resisten —respondía Anuk con una sonrisa torcida—, las mías te seguirán.

Así comenzaban su día. No pescaban tanto como antes. Ya no saltaban entre las olas ni se sumergían como los más jóvenes. Pero cada amanecer, sin falta, realizaban un pequeño ritual: una danza torpe, amorosa y perfectamente sincronizada.

No necesitaban testigos.

Un día, llegó un grupo de investigadores. Jóvenes humanos con mochilas, cámaras y palabras extrañas. Observaron a la colonia sin interferir. Pero hubo algo que les llamó especialmente la atención: aquella pareja mayor que no se separaba ni un solo paso.

Uno de los biólogos, Lucía, comenzó a grabarlos con su cámara.

—Es como si supieran que el mundo se está desmoronando —dijo—. Y aún así… bailan.

Su compañero, Kai, respondió mientras anotaba en su libreta:

—Quizá por eso lo hacen. Porque es lo único que pueden controlar.

Esa noche, el cielo se tiñó de colores. Una aurora inusual pintó la nieve de verdes y violetas. Tova apoyó su cabeza en el cuello de Anuk.

—¿Recuerdas cuando éramos jóvenes? —preguntó ella.

—Recuerdo que siempre querías competir nadando.

—Y tú siempre perdías a propósito.

—Mentira. Perdía porque me gustaba verte ganar.

Ambos rieron con un sonido apenas audible, una vibración cálida en medio de la helada.

Al día siguiente, un bloque de hielo se desprendió cerca del nido. El estruendo hizo que muchos corrieran, pero Anuk cayó. Su aleta quedó atrapada entre dos placas congeladas.

Tova no huyó. Se quedó junto a él. Intentó morder el hielo, empujarlo, llamarlo. Pero el hielo no entiende de amor.

Lucía y Kai los vieron desde lejos, impotentes. No podían intervenir. Era la ley del hielo. La ley de la naturaleza.

Tova, en vez de rendirse, comenzó a mover las patas. Lentamente, al ritmo de su viejo ritual. Y aunque Anuk no podía seguirla, la miró con esos ojos oscuros como noche sin estrellas.

—¿Bailas para mí? —susurró él.

—Bailo contigo, Anuk. Aunque ya no puedas moverte. Aunque este sea nuestro último baile.

Horas más tarde, el hielo cedió. El cuerpo de Anuk fue llevado por la corriente, y Tova se quedó sola.

Pero a la mañana siguiente, y al otro, y al siguiente… Tova siguió bailando.

Lucía, con lágrimas en los ojos, escribió en su diario:

“En un mundo que se derrite, los últimos que bailan son los que más entendieron lo que significa amar.”

Tova vivió dos inviernos más. Sola. Pero no amargada.

Cada amanecer, movía sus patas sobre la escarcha como si su compañero aún estuviera allí. Y tal vez lo estaba. En el aire, en el agua, en la memoria del viento.

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