Amina tenía 10 años y una risa que desarmaba silencios. Nació en un pequeño pueblo de Túnez, donde el sol se filtraba por las ventanas rotas y la vida se abría paso como podía. Perdió la vista a los seis años, tras una infección mal tratada. Pero lo que no perdió fue el hambre de historias.
—Mamá, ¿me lees un cuento? —decía cada noche, tocando las portadas como si pudieran responderle.
Su madre, analfabeta, apenas sabía firmar su nombre.
—No puedo, mi amor… Pero puedo inventarte uno.
Así comenzaron las noches más mágicas. La madre hablaba, y Amina imaginaba: dragones con acento tunecino, princesas con pañuelos coloridos, camellos que sabían volar.
Pero Amina quería más. Quería leer por sí misma. Un día, escuchó en la radio la palabra braille. No entendió qué era, pero lo retuvo como quien guarda una semilla.
—Quiero aprender eso. Braille. Dicen que es leer con los dedos.
En su escuela, nadie sabía enseñarlo. En su pueblo, nadie lo hablaba. Pero Amina insistió. Llamó a la radio, escribió cartas con ayuda de su maestro, pidió libros que no podía pagar.
Y un día, uno llegó.
Un solo libro en braille. Antiguo, usado, con hojas abultadas como las dunas del desierto.
Lo tocó con reverencia.
—¿Qué dice aquí? —preguntó.
—Tienes que sentirlo. No verlo —respondió un voluntario que viajó desde la capital para enseñarle.
Tardó semanas en reconocer la “a”. Meses en unir palabras. Pero nunca dejó de intentarlo.
Cada letra aprendida era una victoria.
—¿Por qué te esfuerzas tanto, Amina? —le preguntó su maestra.
—Porque quiero leer mi propio cuento —respondió ella—. Y algún día, escribir uno que mi mamá pueda escuchar.
Hoy, Amina tiene 17 años. Es la primera en su región en leer y escribir en braille con fluidez. Fundó un pequeño club de lectura para niños ciegos y dicta talleres para madres analfabetas.
El primer cuento que escribió se tituló:
“La madre que me inventó el mundo”.
Y al final, en voz alta, escribió una dedicatoria que su madre nunca olvidará:
“Porque aunque no sabías leer, me enseñaste a ver con el corazón.”